Documento de contexto general de las denuncias ante el Tribunal Permanente de
los Pueblos
(...)Las
corporaciones tienen desatada una invasión perpetua de los territorios y buscan
someternos con sus modelos autoritarios de producción y distribución,
pretendiendo expresamente impedirnos el ejercicio de una producción
independiente de alimentos, el cuidado y aprovechamiento (a nuestro modo) de
nuestros lugares de origen y vida comunitaria y eso destruye el significado de
nuestro espacio compartido, de nuestros lugares de origen.
Como
afirma Ivan Illich y nos recuerda Jean Robert, “la era moderna es una guerra sin
tregua que desde hace cinco siglos se lleva a cabo para destruir las condiciones
del entorno de la subsistencia y remplazarlas por mercancías producidas en el
marco del nuevo Estado-nación. A lo largo de esta guerra, las culturas populares
y sus áreas de subsistencia —los dominios vernáculos— [los territorios] fueron
devastados en todos los niveles”.
La
gente migra (en busca de una vida en otra parte), porque perdió sentido lo que
lograba en su lugar de origen. Y el poder lucra con esa fragilidad impuesta a
los expulsados. La gente que es expulsada, engrosa el ejército de obreros
precarizados, aumenta la población urbana y el crecimiento de las ciudades con
sus problemas, mientras los territorios son invadidos para servir a la
agroindustria, el extractivismo (sobre todo la minería), la especulación
inmobiliaria y financiera, la bioprospección, la economía verde, el desarrollo
turístico, la economía criminal o el destino de los desechos tóxicos. La
devastación extrema resultante es la suma de las crisis que esto desencadena.
Éste es el agravio principal: reclamamos que las condiciones impuestas entre el Estado y las corporaciones nos impiden resolver por nosotros mismos lo que nos atañe fundamentalmente, nuestro sustento, y todo lo que nos da sentido personal y común. Nos impiden defender eso que reivindicamos como territorio: el entorno vital para recrear y transformar nuestra existencia: ese espacio al que le damos pleno significado con nuestros saberes compartidos. Sin esos saberes, como dicen bien los viejos de las comunidades, los territorios no serían sino sitios, serían paisaje nomás.
El
ataque entonces es que nos quieren impedir la relación con nuestra historia de
entendimiento cercano con un espacio, con nuestras tierras, con el agua, con el
bosque, con nuestras semillas, con nuestros modos de nacer y parir y cuidar el
nacimiento, con nuestras formas de cultivo, con nuestros modos de curación, con
nuestro entendimiento de la alimentación, con nuestras formas de trasladarnos y
convivir en comunidad.
Es un ataque integral contra nuestras relaciones y nuestra vida entera. Debería ser tipificado como un delito de lesa humanidad, pues el despojo no es sólo total en un momento determinado, sino acumulativo en tiempo, y en ocasiones es, incluso, irreversible. Es un delito que crece en la historia propia de los pueblos y las regiones. No hablamos de actos aislados, ni azarosos. Son acciones sistemáticas, perpetradas con conocimiento previo, y en los que median la corrupción, el tráfico de influencias, la omisión y el desvío de poder: que el Estado privilegie los intereses corporativos mientras obstruye los canales legales para que la gente busque y logre la justicia.
Hay
mucha gente a la que se le ha impuesto una devastación extrema. El círculo
vicioso de su condición es rotundo. Fragilizar en extremo a la gente la hunde en
la escasez y la necesidad. A muchos no parece quedarles otra que aceptar las
condiciones de trabajo, vivienda y explotación que las empresas imponen. La
relación creativa entre la gente y su territorio —que implica cuidados
detallados para producir los alimentos— se trastoca en trabajo asalariado en
condiciones de sumisión semi-esclavizada para conseguir dinero con el cual
comprar alimento para tener fuerzas suficientes para mantener su trabajo y ganar
dinero para conseguir comida, y así al infinito.
Otros más pueden terminar trabajando una tierra rentada, que antes tal vez era
suya. Tal vez en realidad lo que la gente renta es su posibilidad de trabajar.
Dejar de producir los propios alimentos, dejar de gestionar con medios propios
nuestro entorno de subsistencia, ha ocasionado a lo largo de la historia
catástrofes tremendas en todas aquellas poblaciones que no han podido impedirlo. La
guerra contra la subsistencia impone dependencia, ignorancia y olvido, sumisión,
fragmentación, encono, privatización y desarraigo.
Dependencia porque para que
el sojuzgamiento sea eficaz, requiere grados de precariedad y fragilidad nunca
antes vistos. Hoy incluso toda la actividad de las empresas semeja un
nuevo feudalismo (con la agricultura por contrato, los paquetes tecnológicos y
las semillas de patente). Todo está preparado para promover el imperio de las
corporaciones erradicando la agricultura independiente.
Ignorancia y olvido porque a lo largo de siglos se siguen erosionando
expresamente los saberes y la confianza de las comunidades en nuestra memoria.
La misma memoria de haber tenido una relación creativa con el entorno puede
desaparecer, pues se promueve el olvido de que la gente podemos apelar a
nuestros propios mecanismos de sustentabilidad, por lo que no tenemos otra que
trabajar para otros, y no podemos sino apelar a un pensamiento industrializado,
con remiendos ajenos, de expertos o de quienes detentan el poder. Existe un
ataque contra los cuidados propios de la integridad moral de las comunidades.
El
ataque se vuelca contra la cosmovisión, cual si fuera meramente una superstición
o un conjunto de rituales vacíos, cuando que todas las razones que hoy se
invocan como “culturalistas” (el maíz es nuestra madre, nuestra hermana o hija,
por ejemplo) son
demostración de la relevancia y pertinencia de un ser como el maíz (por ejemplo)
y de la trascendencia de todos los cuidados y estrategias antiguas que le
resultaron a los pueblos por milenios.
Sumisión, porque a quienes trabajan en esclavitud o en un trabajo asalariado, se
les dificulta romper el círculo y sólo buscan condiciones menos peores.
Fragmentación y encono, porque la gente precarizada es propensa a desconocer a
sus vecinos, amigos y hasta a su familia traicionando en ocasiones su sentido
más profundo de ética y respeto. Envileciéndose al punto de perpetrar actos de
violencia innombrables. En su versión cotidiana y leve, la gente se vuelve
propensa a aceptar los programas de gobierno, programas que, de nuevo, promueven
divisionismo, dependencia y sumisión.
Privatización y más fragmentaciones, porque la gente se ve impedida de ejercer los ámbitos comunes (incluso al punto de la criminalización, como ahora con las semillas). Todo se privatiza: de las fuentes de agua a la educación y la religión, pasando por los espacios públicos en las ciudades, o la velocidad de circulación permitida. Las madres son condenadas a parir en condiciones ajenas, impuestas, cuya artificialidad fragmenta la relación estrecha con sus recién nacidos en el amamantamiento, y se ven obligadas a recurrir a la alimentación nociva de las leches en polvo. Todo esto nos termina dislocando de nuestro entorno inmediato.
Desarraigo, porque las
corporaciones requieren que haya personas fuera de sus límites naturales de su
entorno y su casa: gente fuera de su hogar, es decir, de su territorio.
No importa si se les expulsa o simplemente se les extrema al punto de irse para
engrosar el ejército de obreros precarizados. Esto recrudece las condiciones
generales del empleo, el salario y la justicia laboral en su región. Se
recrudecen las condiciones de la ciudad o el poblado al que migra. Se extrema la
urbanización salvaje.
Las
nuevas generaciones son producto del desarraigo y el despojo. Y son un eslabón
frágil a punto de romperse. Los adultos y ancianos encargados de transmitir
todos los saberes y valores que sustentaban las culturas propias son atacados y
devaluados. Los valores que se promueven sólo se pueden alcanzar en el consumo
excesivo y escindidos de los centros de origen de nuestra creatividad. Las
referencias de los jóvenes carecen historia y perspectiva suficientes para la
comprensión del espacio donde vivimos. O se nos criminaliza en nuestro intento
de cambio o se nos empuja a las filas de la delincuencia como modo concreto de
evadir las condicionantes mencionadas. Esta compleja situación de los jóvenes es
un ataque directo a la continuidad de un pueblo, a su derecho a existir.
Expulsar a la gente de sus
territorios logra que éstos se queden vacíos; que la gente ya no esté en el
lugar donde nació para que no haya vínculos, para que la historia también se
fragmente. Que el futuro sea un “adónde sea”, el ser obreros en algún
lugar, que ya no seamos la gente que desde su propio centro cuidó el mundo
mediante todo lo que era la agricultura, la ganadería, la caza, la pesca, la
recolección. Lo
que quieren es que nos quitemos de los lugares que, casualmente, son los más
ricos en recursos y biodiversidad, justamente porque las comunidades los han
cuidado por milenios.
Dejar vacíos los territorios permite la invasión de los mismos con proyectos de minería, petróleo, agrocombustibles, presas, carreteras, casas, ciudades, fábricas, enclaves turísticos, tiraderos de basura y desechos tóxicos. Los dejan vacíos y nosotros no tendremos ya nada qué ver. Desde fuera seremos unos más y que no seremos quien reivindique el lugar dónde nació. Les molesta muchísimo que haya comunidades campesinas y comunidades indígenas que desde milenios reivindican su propia manera. Entonces, nos escinden, nos separan, nos arrancan del centro, de todo lo que siempre supimos que es importante. Nos roban las maneras de cuidar y les cambian el sentido.
Un
último agravio que se desprende de los anteriores es que si la gente se ve
impedida de producir sus alimentos, si la gente es forzada a la dependencia, si
la gente tiene que ganar dinero para comprar la comida, entonces las
corporaciones nos podrán imponer todo el tramado de la vida: alimentos,
formas de relación, rearticulación del espacio, de vivienda, de tránsito y
circulación, y formas de sujeción e imposición inaceptables. Nadie podrá ser
libre si no controla, en alguna medida, la forma de producir los alimentos y
distribuirlos.
Esta
visión se deriva de aquella que compartimos desde el primer esbozo de nuestra
denuncia general donde planteamos cinco tesis que para nosotros siguen siendo
válidas.
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La primera es que al momento del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, TLCAN, el Estado mexicano profundizó el desmantelamiento jurídico de leyes que promovían derechos colectivos y protegían ámbitos comunes, en particular los territorios, de los pueblos indígenas y campesinos, sus tierras, aguas, montañas, y bosques. Recrudeció el desmantelamiento de muchos programas, proyectos y políticas públicas que apoyaban la actividad agrícola, en detrimento de los pequeños y medianos agricultores mexicanos y en beneficio de la agricultura industrial estadounidense de las corporaciones.
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La segunda tesis es que las corporaciones no descansarán hasta erradicar la producción independiente de alimentos, al punto de proponer el despojo, la erosión y la criminalización de una de las estrategias más antiguas de la humanidad, que es el resguardo y el intercambio libre de semillas nativas ancestrales; propugnan atentar contra los saberes propios de la agricultura tradicional campesina y agroecológica, y promover sus semillas de laboratorio (híbridos, transgénicos y más), mediante leyes expresas que le abren espacio a las grandes corporaciones para lograr sus fines. Los dos ejemplos más contundentes son la Ley de Bioseguridad de Organismos Genéticamente Modificados, o “Ley Monsanto” y la Ley Federal de Producción, Certificación y Comercio de Semillas.
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Una tercera tesis es que parte de esta devastación son los transgénicos para inevitablemente contaminar las 62 razas y las miles de variedades que existen en México. Los regímenes de propiedad intelectual y los registros y certificaciones terminarán despojando de su diversidad a las semillas nativas. Esto atenta directamente contra las fuentes de subsistencia.
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La cuarta tesis es central a la demanda que presentamos: atentar contra los sistemas de agricultura campesina ancestral y sus variantes agroecológicas modernas, atentar contra bienes comunes tan cruciales como las semillas nativas, devasta la vida en el campo y debilita las comunidades, agudiza la emigración y la urbanización salvaje, favorece la invasión de los territorios campesinos e indígenas para megaproyectos, explotación minera, privatización de agua, monocultivos, deforestación y apropiación de territorios en programas de mercantilización de la naturaleza, como REDD y servicios ambientales y más.
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Una quinta tesis es que todo el sistema que está en el fondo de este desmantelamiento jurídico, de este intento por erradicar la producción independiente de alimentos y por monopolizar la rentabilidad de un cultivo tan versátil —eliminando así toda la gama de sembradores que no sean corporaciones, desde pueblos indígenas hasta agricultores de mediana o pequeña escala—; todo el sistema que está en el fondo de los encarecimientos desmedidos en los precios de los alimentos y de la crisis alimentaria generalizada, es responsable de una buena parte de la crisis climática.
Según datos de GRAIN, la paradoja es que las comunidades en el mundo entero, con
menos del 30 por ciento de la tierra, siguen produciendo más del 60 por ciento
de la comida que alimenta la humanidad. El sistema agroalimentario nos quiere
promocionar el 40 por ciento restante como “la totalidad” y cacarea que alimenta
al mundo con su basura. Quedar en sus manos, tragándonos el cuento de que ellos
nos alimentan, provocará devastaciones, mayor fragmentación y una sumisión
planetaria inaceptable.