El modelo sojero de desarrollo en la
Argentina:
tensiones y conflictos en la era del
neocolonialismo de los agronegocios y el cientificismo-tecnológico.
4 de octubre de 2009
Por Fernando Barri1 y Juan Wahren2
Introducción
A partir
de la década de 1990 comienzan a profundizarse en Argentina un modelo de
desarrollo económico basado en la producción intensiva del monocultivo de la
variedad de soja transgénica RR (Roundap Ready, por su sigla en ingles),
commoditie de alto valor en el mercado internacional (U$ 900 la tonelada en la
Bolsa de Chicago) (CME, 2010), orientada principalmente hacia la exportación. En efecto,
la Argentina vende sólo a Europa alrededor de 2000 millones de dólares anuales
en derivados de la soja.
Otro actor importante del esquema de comercialización del
monocultivo de soja es el mercado asiático (principalmente China), que, a
partir de un aumento del consumo de carnes rojas en la dieta de su población,
incrementó la demanda de soja como alimento para el ganado doméstico (son
necesarios aproximadamente 5 kilos de soja para producir 1 kilo de carne)
(Latarroca et al., 2004). En este sentido, cabe resaltar que las ganancias por
las exportaciones de soja durante el año 2008 representaron 25.000 millones de
dólares (La Nación, 2008a ), aproximadamente un 10% del PBI Nacional (INDEC
2009). Otro actor importante de este modelo son las empresas semilleras y de
agroquímicos, por ejemplo, la semilla de soja transgénica y el agroquímico que
se utiliza sobre la misma (el herbicida glifosato) son producidas por Monsanto,
empresa multinacional que en 2007 llegó a un volumen de negocios de 27.000
millones de dólares a escala global, compañía que es a su vez seriamente
cuestionada a nivel mundial por sus prácticas extorsivas y la contaminación del
medio ambiente (Robin, 2008). Otros actores importantes que dan sustento a la
producción masiva e intensificada de la soja transgénica son los llamados pools
de siembra (fondos de inversión que arriendan grandes extensiones de tierra
para sembrar soja transgénica por medio de los últimos avances
agrotecnológicos) y los contratistas (sociedades anónimas que realizan los
contratos e intercambios de servicios para la producción de cultivos
transgénicos a gran escala, quienes tercerizan los servicios de cosecha,
siembra y traslado de granos). Ambos en conjunto son responsables de alrededor
del 70% de la producción de granos en todo el país (Teubal, 2003; La Nación,
2007).
Para
comprender la magnitud del fenómeno de la “sojización” en Argentina, basta con
señalar que la producción de soja transgénica pasó de 15 millones de toneladas
en 1996 a
más de 50 millones de toneladas en 2008, cubriendo prácticamente toda la
superficie de la región pampeana, y avanzando en forma expansiva hacia otras
regiones del país, fundamentalmente el noroeste (Figura 1) (SAGPyA, 2008).
Asimismo, la superficie sembrada de este cultivo pasó de menos de 7 millones de
hectáreas en 1996 a
más de 19 millones en 2008 (el 55% de la superficie cultivada en el país),
ubicándose en el podio mundial de los cultivos transgénicos (Suplemento iECO de
Clarín, 2008a ; SAGPyA, 2008). Este proceso incrementó el avance de la frontera
agropecuaria, haciendo desaparecer cientos de miles de hectáreas de bosque
nativo por año, por lo que nuestro país registra una de las tasas de
deforestación más altas del mundo para las últimas décadas (Burkart, 1993;
SMAyDS, 2008; Barri y Wahren, 2009). Sólo entre las campañas 2006-2007 la
mancha sojera creció en 500 mil hectáreas, principalmente en la región de los
bosques chaqueños del Noroeste del país, en las que hasta hace menos de una
década se desarrollaban una diversidad de sistemas productivos y de autoconsumo
(Bartra, 2008a).
La lógica de este modelo económico se sustenta en el
crecimiento de los agronegocios (Giarracca y Teubal, 2008), y ha sido
denominado como “el modelo sojero de desarrollo” (Domínguez y Sabatino, 2006:
214). Este modelo de desarrollo, que implica consecuencias muy negativas para
el futuro socioambiental del país (Silva, 2008; Barri y Wahren, 2009; Roa
Avendaño, 2009), puede enmarcarse dentro de lo que distintos investigadores
sociales latinoamericanos denominan como “colonialidad del saber” (Quijano,
2003; Lander, 2003; Mignolo, 2003; Grosfoguel, 2006). Estos procesos
neocoloniales (Sousa Santos, 2006: 43-58) se sustentan en el
“cientificismo-tecnológico”, una de las herramientas fundamentales, junto con la
geopolítica de los recursos naturales y el paradigma del “desarrollo”, que han
dado un nuevo impulso al capitalismo global en las últimas décadas (Ceceña y
Sader 2002; Teubal, 2006).
El modelo sojero de desarrollo en Argentina,
antecedentes y características generales: de la revolución verde a la era de
los agronegocios.
El modelo
de desarrollo sojero se encuentra ligado a profundas y complejas
transformaciones del sistema agroalimentario nacional y mundial de larga data.
En las décadas del 60’
y el 70’ irrumpe
en el mundo la denominada “revolución verde” (que implicaba el uso masivo de
fertilizantes, agroquímicos y moderna maquinaria agrícola), impulsada por las
potencias capitalistas bajo el argumento de que así se lograría una mayor
producción mundial de alimentos (Altieri, 2001; Sevilla Guzmán, 2006). En
Argentina, la “revolución verde” fue fomentada principalmente por el Instituto
Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA, creado durante el gobierno militar
de 1956), y adoptada acríticamente tanto por los sectores terratenientes como
los medianos productores pampeanos y extrapampeanos (tabaco, azúcar, yerba
mate, etc.) ligados a la agroindustria (Teubal et al., 2005). Sin embargo, el
tiempo demostraría que lo que en realidad generó la revolución verde en la
Argentina fue un proceso de transformación de las relaciones productivas del
campo (que pasaron a regirse por la lógica productiva de la agroindustria),
siendo la consecuencia directa de esta transformación el deterioro de las
condiciones de vida del campesinado (cientos de miles de trabajadores rurales y
pequeños campesinos terminarían expulsados hacia los suburbios de las grandes
ciudades como Buenos Aires, Rosario y Córdoba) (Giarracca y Teubal, 2005).
Previo al contexto de la revolución verde la soja era un cultivo marginal en el
campo argentino, con el proceso de “agriculturización” que vivió nuestro país a
mediados del siglo pasado, y mediante el avance de la “doble cosecha” de trigo
y soja, esta oleoginosa comienzó a crecer exponencialmente, desplazando en
primer término a la ganadería (Rulli y Boy, 2007), y luego a otros cultivos
tradicionales de la región pampeana como el sorgo, el trigo, el maíz y el
girasol, así también como a la producción tambera de Santa Fe y Córdoba (Teubal
et al., 2005).
En este proceso de avance tecnológico y crecimiento de la
agroindustria, todavía el peso relativo de los pequeños y medianos productores
era importante, y las economías regionales, aunque en crisis, mantenían su
relativa relevancia dentro del modelo económico, conteniendo a la población
rural, aunque de manera desigual, dentro de este esquema productivo
agroindustrial (Giarracca y Teubal, 2008). Por su parte, a partir del golpe de
Estado de 1976 la oligarquía terrateniente vuelve a tomar control de las políticas
agrarias la oligarquía terrateniente, restituyendo el monopolio sobre la
propiedad de la tierra. A
partir de allí se inicia un nuevo proceso de concentración de la tierra, en el
que unas 6900 familias-empresas se quedan con el 49.7 % de la tierra de todo el
país (35.5 millones de hectáreas) (Lapolla, 2004). Se violentó además el
comportamiento histórico que tenía el sector agropecuario pampeano desde la
industrialización en adelante, y, fundamentalmente, se produjo la mayor
liquidación ganadera en Argentina, reduciendo el stock ganadero en más de 12
millones de cabezas, que tiene como contrapartida un incremento del área
sembrada de soja (Basualdo, 2008).
Se
instala así en la Argentina un proceso que transformó el trabajo rural
tradicional, desarrollado entre mediados del siglo XIX al XX, que requería la
ocupación de mano de obra (y por ende del desarrollo de una importante
población rural), hacia un camino de tecnificación de la producción en el
campo, dando paso al llamado modelo de “agroindustria” y luego al del
“agronegocio” (Teubal et al., 2005). Si bien el campo argentino históricamente
había sufrido procesos de dominación económica y dependencia neocolonial, la
llegada de la agroindustria de la mano de la revolución verde, instalaba una
nueva era del capitalismo agrario, cuyo próximo paso, tres décadas después, fue
la conformación del modelo del “agronegocio” (Giarracca, 2003).
En
efecto, la consolidación del modelo sojero de
desarrollo y los agronegocios comienza a principios de la década del noventa,
cuando se producen una serie de transformaciones tanto institucionales como
estructurales en el sistema agropecuario argentino. En 1991, el decreto de
desregulación de la actividad agropecuaria implicó un giro radical en las
políticas públicas en torno al desarrollo agropecuario, librando a las reglas
del mercado la regulación de la actividad comercial, financiera y productiva
del sistema agropecuario (Giarracca y Teubal, 2008). Inspirados en las
políticas enunciadas en el Consenso de Washington, el gobierno del entonces
presidente Carlos Menem introduce los cambios que desarmaron todo el andamiaje
institucional que había sostenido el modelo de desarrollo agropecuario desde
las décadas del 30' y el 40'. Los considerandos del propio decreto
nacional (Decreto 2284/91) son sintomáticos de la inspiración “librecambista” y
de lo que se pretendía generar en el ámbito rural: “Que la persistencia de
restricciones que limitan la competencia en los mercados o que traban el
desarrollo del comercio exterior.... afectan la competitividad externa de la
economía nacional, poniendo en grave riesgo los logros alcanzados por el
Gobierno Nacional en materia de estabilidad y crecimiento.... Que habiendo
iniciado la Nación una nueva fase de su historia política y económica,
caracterizada por el afianzamiento de los principios constitucionales en todos
los planos y la instauración de una economía popular de mercado.... donde los
precios se formen como consecuencia de la interacción espontánea de la oferta y
de la demanda, sin intervenciones distorsionantes y generalmente contrarias al
interés de los consumidores”. En concordancia con estas recetas neoliberales
aplicadas al sector agrario (que provocó el endeudamiento y posterior remate de
campos de los pequeños productores, al tomaron créditos usureros que luego no
pudieron afrontar), el entonces Subsecretario de Política Agropecuaria afirmaba
que: “en la Argentina deben desaparecer 200.000 productores agropecuarios por
ineficientes” (Bidaseca, 2007). En efecto, al realizarse el Censo Nacional
Agropecuario del año 2002 la cifra de los pequeños y medianos productores
(poseedores de entre 0,5 y 50 has y entre 51 y 500 has, respectivamete) había
disminuido en 82.854 con respecto al censo de 1988 (Teubal et al., 2005).
Simultáneamente (y no casualmente) a la aplicación de estas
políticas para con el agro, se crea en el ámbito de la Secretaría de
Agricultura, Ganadería, Pesca y Alimentos (SAGPyA) la Comisión Nacional Asesora
de Bioseguridad Agropecuaria (CONABIA, ente compuesto por representantes de
distintos organismos estatales y del sector privado-empresarial), que será la
encargada de regular la aprobación de los organismos genéticamente modificados
en la Argentina.
Cinco años después, en 1996, la Secretaría de Agricultura
y la CONABIA autorizan (y fomentan) la propagación de la soja RR, siendo así el
primer país en hacerlo oficialmente, sin ningún estudio científico que
permitiera evaluar sus riesgos sobre el ecosistema y la salud de la población
(Perelmuter, 2007); dejando de lado el “principio de precaución”, por el cual
si aún no se han podido comprobar que existen riesgos para las personas o el
medio ambiente, se sugiere no utilizar masivamente tales avances tecnológicos.
Luego, en el año 2004 es autorizada la semilla transgénica del maíz BT, con lo
que la Argentina pasa del monocultivo sojero a una suerte de oligocultivo
transgénico entre el maíz BT y la
soja RR, que refuerzan la dependencia del “paquete
tecnológico” de las multinacionales de los agronegocios (semillas transgénicas,
maquinarias, agroquímicos, fertilizantes, almacenamiento, logística, servicios
satelitales, etc.) que, aunque disminuyen los costos de mano de obra,
incrementan enormemente el de los insumos (López Monja et al., 2008). En este
escenario, aumentó en nuestro país injerencia de las multinacionales semilleras
como Monsanto, Syngenta, y otras grandes compañias de origen nacional como
Biosidus, Bioseres y Aceitera General Deheza, algunas de estas ligadas
directamente con las empresas contratistas y los pools de siembra. Entre estos
últimos se destacó la empresa “Los Grobo” (que gestiona más de 80.000 hectáreas y
factura más de 100 millones de dólares anuales, según puede observarse en su
página web http://www.losgrobo.com.ar/), cuyo presidente, expusiera que “la propiedad no se está concentrando, lo
que se está concentrando es el gerenciamiento. Gracias a este sistema de
arrendamientos mucha gente pudo mantener su campo y se evitaron muchos remates.
Nosotros no tenemos propiedad. Yo soy un sin tierra. El 80 por ciento de lo que
siembro no es en tierra propia. Acá se destruyó el mito del terrateniente.
Cualquier persona que tenga una buena idea y buen managment puede sembrar”
(Suplemento Cash de Página 12, 2004, el subrayado es nuestro). Por su parte, Jorge
Scoppa, presidente de la Federación Argentina de Contratistas de Máquinas
Agrícolas (FACMA), en comentarios al diario La Nación (2007b), afirmaba que “se
van a seguir abriendo más fronteras agropecuarias, como en la provincia de
Formosa... en la Argentina todavía queda mucho por hacer; tenemos unos 10 o 15
años más para seguir abriendo fronteras como se ha hecho en lo últimos años en
Santiago del Estero, norte de Córdoba, Chaco, Salta y Tucumán.”
Estas declaraciones sintetizan claramente las nuevas lógicas
productivas y empresariales que resultan hegemónicas en el nuevo modelo del
agronegocio imperante en nuestro país. Puede afirmarse de esta manera que ha
existido un pasaje de un modelo agropecuario de desarrollo agroindustrial,
caracterizado por incluir en la lógica productiva a distintos sectores
subalternos del campo (trabajadores rurales, campesinos, pequeños y medianos
productores familiares, etc., aunque en un esquema de marcada desigualdad), a
un modelo de desarrollo del agronegocio, que no solo profundiza la desigualdad,
sino que además fomenta la exclusión social, el desplazamiento y
arrinconamiento de los pequeños productores, campesinos e indígenas, a la vez
que se muestra altamente perjudicial para el medio ambiente (Giarracca y Teubal, 2008, Barri
y Wahren, 2009).
La “colonialidad del saber” y
el paradigma
“científicista-tecnológico”
que sustenta al modelo sojero de desarrollo.
Debido a
las reiteradas crisis económicas globales sufridas a partir de mediados del
siglo XX, surge como respuesta ideológica del capitalismo internacional el
“neoliberalismo” (Hobsbawn, 1998), lo que intentó ser una nueva estrategia de
lo que Marx llamaba “acumulación por expoliación” (Bartra, 2008b). La
aplicación de las políticas neoliberales en los países del llamado tercer
mundo, tuvo como resultado directo la masiva expropiación y privatización de la
tierra y los recursos naturales, hecho que afectó profundamente las bases
materiales de la reproducción social, generando lo que es considerado como un
proceso neocolonial (Harvey, 2004, Sousa Santos, 2006). En este contexto de
expansión capitalista puede hablarse, entonces, de un nuevo marco de
acumulación globalizada. Es así como vastas regiones de los países subalternos
cobraron un valor geoestratégico para el crecimiento y el desarrollo del
mercado financiero internacional, por la posibilidad (prácticamente sin
restricciones) de utilización de los recursos naturales y recursos biogenéticos
allí existentes (como los hidrocarburos, la tierra, el agua, los minerales, los
bosques, y la biodiversidad en general). Así, los “territorios del sur” se
reconvirtieron dentro del esquema productivo mundial, en el marco de una nueva
división internacional del trabajo y de la producción (Ceceña y Sader, 2002).
El
desarrollo tecnológico y sus aplicaciones en la economía de las sociedades
occidentales impusieron un nuevo tipo de racionalidad científico-técnológica.
La agricultura industrial supone la creciente artificialización de los procesos
biológicos implicados en el manejo de los recursos, la mecanización y
agroquimización de los procesos de trabajo, y la consecuente mercantilización
del proceso de producción global (Sevilla Guzman, 2006). Como señala Sevilla
Guzman (2006: 83) “ello significa que la agricultura industrializada creyó
poder artificializar la naturaleza, reproduciéndola a través de la ciencia, y
por lo tanto... configurar la estructura de las sociedades posindustriales”.
Así, desapareció la “agricultura como forma de vida” de las sociedades
posindustriales y fue sustituida por una “agricultura como negocio”, bajo los
esquemas racionalizadores que impone el mercado, donde los agricultores dejan
de participar en la toma de decisiones, dependiendo cada vez más del sistema de
los agronegocios (Sevilla Guzman, 2006).
Sin embargo, el desarrollo de estos sistemas productivos
basados en la mercantilización de los recursos naturales, que no internaliza
los costes ambientales ni sociales producidos por ellos, poseen una
responsabilidad central en la crisis ambiental que atravesamos a nivel
planetario (Toledo, 1993; FAO, 2008). Además, un modelo de desarrollo como el
que analizamos, basado en el monocultivo de soja transgénica, no sólo provoca
“daños colaterales” en el medio ambiente y los sectores marginales de nuestra
sociedad, sino que además implica una pérdida de recursos valiosos para nuestro
futuro económico productivo, como el agua y los nutrientes del suelo, que se
van de nuestro territorio en magnitudes insospechadas al exportar los millones
de toneladas de granos, y nos costará muchísimo recuperar (Pengue, 2009).
Los modelos económicos basados en el desarrollo de los
agronegocios no sólo hacen perder soberanía alimentaria a sus pueblos (es
decir, la posibilidad de producir localmente los alimentos nativos para el autoconsumo),
sino que implica, por la circulación de materias primas al rededor del mundo,
un despilfarro energético sin precedentes (Shiva, 2007). Y bien vale aclarar
que las leyes de la termodinámica no se pueden amoldar a las leyes económicas,
cuando en el mundo se acaben los recursos y las fuentes de energía, no habrá
tecnología capaz de remediar el colapso que ello ha de provocar para la
humanidad.
Por este
motivo desde la ecología política Enrique Leff (2005) plantea la necesidad de
repensar el término “desarrollo sostenible”, que enmascara esta nueva forma de
apropiación de los territorios y los recursos naturales en el marco de la globalización. Según
este autor la “geopolítica de la biodiversidad y del desarrollo sustentable” no
sólo prolonga e intensifica los anteriores procesos de apropiación destructiva
de los recursos naturales, sino que cambia las formas de intervención y
apropiación de la naturaleza, llevando a su límite la lógica de la racionalidad
económica, y produciendo una “homogenización forzada del mundo inducida por la
unidad de la ciencia y el mercado... bajo una lógica simplificadora,
clasificatoria... que emplea tecnologías intensivas y unificantes”(Leff, 2005:
47). Un claro ejemplo de ello es lo que Armando Bartra (2008b: 68-69) señala
como “colonialismo genético o segunda revolución verde...., donde los nuevos
conocimientos de la ciencia no se basan en los ecosistemas, como ocurrió
tradicionalmente por parte de los agricultores, sino sobre sus componentes
simples... un comportamiento contra natura cuyo resultado es que el agricultor
ya no solo esta obligado a trabajar para el capital, sino también a trabajar
como el capital”. En efecto, lo que hoy denominamos neoliberalismo es el
discurso cristalizado y hegemónico, no sólo de un modelo económico, sino de un
modelo cultural y civilizatorio que surge con la llamada “modernidad” (Lander,
2003: 11). Este complejo proceso de universalización del capitalismo es
acompañado de la “colonialidad del saber” (Sousa Santos, 2006), que remite a un
complejo entramado social y epistemológico que surge junto con el capitalismo
moderno.
Estas nociones nos habilitan a reflexionar críticamente,
situados desde el contexto latinoamericano, en torno a los modos de producción
de la ciencia y la tecnología, y a los mecanismos de poder, dominación y
concentración de la riqueza, así también como a una noción del saber centrada
en el pensamiento occidental, íntimamente ligada a la idea de “desarrollo”, por
cierto, claramente excluyente (Lander, 2003:16). Es a partir de esta
neocolonialidad que se construye el saber “científico-tecnológico” de la
modernidad, dentro de lo que Sousa Santos (2006: 13-33) señala como un
localismo globalizado, que invisibiliza otros saberes que contribuyen a
construir un modelo de uso y tenencia de la tierra y los recursos naturales
ligado a las tradiciones de la agricultura familiar, la ecología política y los
saberes y experiencias de campesinos e indígenas.
Este conocimiento científico-tecnológico
dominante aparece como el único legítimo, siendo avalado además por las
universidades y laboratorios privados de Europa y Estados Unidos (y sus
réplicas locales latinoamericanas). En este contexto, se desarrollan
“tecnologías de punta” que colisionan con saberes ancestrales, los que, paradójicamente,
son apropiados y explotados por las multinacionales y las universidades del
primer mundo a través del patentamiento de la biodiversidad. Un
buen ejemplo son las variedades de semillas cultivadas por pequeños campesinos
o el uso de plantas medicinales practicado por comunidades indígenas a lo largo
de miles de años, que son patentadas por estos centros de poder saber colonial
bajo la lógica del mercado capitalista (Toledo, 2000). A partir de estas nuevas
colinialidades, es como el capital se reapropia de vastos territorios y
recursos naturales, generando una nueva territorialización de los mundos
rurales, fomentando a nivel global una “agricultura sin agricultores”,
expulsando de sus territorios a miles de familias campesinas e indígenas (Toledo,
2000; Bartra, 2008a).
En este
contexto los países subalternos no sólo generan materias primas para el mercado
de los países centrales, sino que también funcionan como reservorio biológico y
genético del desarrollo de la economía mundial a cambio de la pérdida de la
soberanía económica, política y alimentaria (Ceceña y Sader 2002). Esta nueva
forma de colonialidad, basada en un supuesto sustento científico-tecnológico,
excede el plano meramente político o económico, sino que también subyace en las
lógicas de dominación culturales, raciales, sexuales y de género (Lander, 2003;
Quijano, 2003; Grosfoguel, 2006).
En la Argentina, esta colonialidad del saber, se instaló
con fuerza a mediados del siglo XX mediante la imposición en las universidades
nacionales de lo que fue denominado como “cientificismo” (Varsavsky, 1969). Las
mismas comenzaron a incorporar la lógica del Hemisferio Norte para la
producción de conocimiento (publicación en revistas indexadas extranjeras como
único método de evaluación del trabajo del investigador, formación de
profesionales en países como los EEUU y Europeos, subordinación del desarrollo
de los laboratorios locales a los dictámenes de los laboratorios matrices en el
exterior, imposición de “prioridades de investigación y desarrollo tecnológico”
por parte de organismos multilaterales de crédito, etc.). Por lo tanto, el
cientificismo generó una dependencia cultural de las formas y sentidos de la
producción científica, ligada a los intereses de las potencias capitalistas, en
detrimento de una ciencia local emancipadora y al servicio de su sociedad
(Varsavsky, 1969). En palabras de Oscar Varsavsky (1969: 6), uno de los
primeros investigadores locales en denunciar esta realidad, el colonialismo
cultural impuesto por el cientificismo fue como un lavado de cerebro: más
limpio y más eficaz que la violencia física.
Cuarenta
años después del llamado de atención de Varsavsky sobre el colonialismo
cultural que estábamos sufriendo, la realidad indica que éste se ha
profundizado, incrementando la dependencia y la producción de conocimiento al
servicio de intereses ajenos a las reales necesidades de
la sociedad Argentina (Kreimer, 2006). En este sentido
resulta paradigmático el proyecto de un complejo biotecnológico del Consejo
Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) en la Provincia de
Santa Fe, el Centro Regional de Investigación y Desarrollo Rosario (CERIDER),
donde funciona el Instituto de Agrobiotecnología Rosario (INDEAR) que, con una
inversión de 5 millones de dólares en infraestructura, alberga a más de 400
becarios e investigadores dedicados al desarrollo científico y tecnológico de la biotecnología. En
este proyecto participan diversas empresas privadas de biotecnología como
Biosidus y Bioceres, que aportan las inversiones en infraestructura,
equipamiento, insumos y funcionamiento general. El Estado aportaría solamente
los recursos humanos, y no directrices de investigación, formados en las
universidades públicas y en el sistema científico nacional abonando los salarios
de los becarios e investigadores del CONICET y otras agencias estatales de
promoción científica (Clarín, 2005; MINCyT, 2008).
Cabe
mencionar además en este contexto, que ya en 2005 el Comité Nacional de Ética
en la Ciencia y la Tecnología (CECTE), del entonces Ministerio de Educación,
Ciencia y Tecnología, emitió una resolución contra el Convenio firmado por el
CONICET con MONSANTO para el desarrollo de “premios” a proyectos de
investigación en el área de biotecnología y medio ambiente (CECTE, 2005). Estos
son ejemplos de una tendencia donde se naturaliza el saber científico como el
único conocimiento viable y universal, es decir, se toma a éste como la
tendencia espontánea del desarrollo del conocimiento humano, aquél que es el un
conocimiento situado, eurocéntrico, ligado a la tradición científica y
tecnológica que si bien es válida y ha generado importantes aportes a mejorar
la calidad de vida de la sociedad, no siempre aparece como el modelo deseable
para el desarrollo equitativo y sustentable de la misma (Escobar, 2003;
Quijano, 2003). Es, entonces, desde esta perspectiva epistemológica de la
“colonialidad” que afirmamos que el modelo sojero de desarrollo, y la lógica
del “agronegocio” junto con el discurso hegemónico científico-tecnológico que
lo acompaña y legitima socialmente, actúan como una nueva forma de colonialidad
del saber, en cuanto invisibiliza otros saberes y otras experiencias. Saberes y
experiencias que a su vez podrían desarrollar una producción agropecuaria
distinta, que satisfaga las necesidades del conjunto de la sociedad y asegure
la soberania alimentaria, desde una alternativa ecológicamente viable y
socialmente justa (Morello y Pengue, 2000).
El conflicto “campo vs. gobierno”
El modelo
sojero de desarrollo en la Argentina sufrió su primer conflicto en el año 2005,
cuando la compañía
Monsanto decidió aumentar por cada cargamento con granos o
harina que llegara a puertos europeos de 3 a 15 dólares, en concepto de regalías por el
“derecho de patente de la soja
RR”, lo que equivalía a unos 500 millones de dólares anuales
(Robin, 2008). Ello generó un fuerte enfrentamiento con el Gobierno Argentino,
que decidió no reconocer la patente de Monsanto, comenzando así una escalada de
presiones económicas y diplomáticas (principalmente a través de la Organización Mundial de Comercio, que actualmente
intenta uniformizar el sistema mundial de patentes). En el marco del
crecimiento exponencial de este modelo de desarrollo sojero, surgieron nuevas
tensiones a partir de la decisión del gobierno argentino, en marzo de 2008, de
incrementar las retenciones a la exportación de soja RR (de un 35% fijas a unas
retenciones móviles, superiores al 45% en ese momento, de acuerdo al precio del
mercado internacional de entonces de la tonelada de soja transgénica).
Sorpresivamente, la decisión anunciada por el Estado Nacional generó una fuerte
crisis política interna en la Argentina que duró casi cuatro meses, desde
mediados de marzo a julio del 2008. Los sectores capitalizados del sector rural
y los agronegocios, denominados “el campo” por los medios
masivos de comunicación (denominación que homogeneizaba a vastos sectores
rurales incluso contrapuestos entre sí y que invisibilizada a los actores
subalternos como campesinos e indígenas), realizaron cortes de ruta que
provocaron desabastecimiento de alimentos en las grandes ciudades del país,
como Buenos Aires, Córdoba y Rosario, generando lo que se dio en llamar “el
lock-out empresario”. Así se generó un clima de conflicto que fue incrementando
a medida que el gobierno Argentino decidía no negociar con los representantes
de las entidades agropecuarias (a excepción de Federación Agraria, la mayoría
de ellas históricamente ligadas a la oligarquía terrateniente Argentina, como la Sociedad Rural y
CRA).
Los principales argumentos que esgrimió el gobierno
nacional en defensa de la medida adoptada fueron la necesidad de “combatir la
sojización” que sufría el país, controlando así la suba interna de precios de
los productos de origen agropecuario (leche, pan, carne, entre otros), y
redistribuir parte de la renta extraordinaria obtenida por los grandes
productores de soja (el 70% de la producción de soja se realiza por el sistema
de arriendo, lo que hizo que la mayoría de los productores movilizados contra
el gobierno pudieran mantener los cortes de ruta, ya que la mayoría de ellos no
se encontraban trabajando en sus campos en ese momento). Los argumentos de las
entidades del “campo” fueron básicamente que la medida era confiscatoria, y que
el crecimiento económico del país dependía de la riqueza que generaba el sector
agropecuario (sosteniendo la llamada “teoría del derrame” en términos
económicos, que fracasara estrepitosamente en la década de los 90’ en Argentina, culminando
con la crisis social de 2001). Sugestivamente, estas mismas entidades del
“campo” poco tiempo antes del conflicto con el gobierno nacional, se opusieron
rotundamente a mejorar las condiciones laborales de los peones rurales y
otorgarles la jornada de ocho horas de trabajo (Página 12, 2008).
Sin embargo, a nuestro entender, por las medidas adoptadas
y los discursos esgrimidos desde uno y otro sector, ni
el gobierno nacional ni el “campo” pusieron en tela de juicio durante el
supuesto conflicto el modelo sojero de desarrollo en la Argentina.
Por el contrario, la
discusión de fondo pareció centrarse en qué sector se quedaba con la mayor
proporción de la ganancia producida por el monocultivo masificado de soja
transgénica sobre nuestro territorio. De hecho, los principales “gurúes
mediáticos” del modelo sojero de desarrollo y los agronegocios auguraban que
fuera cuál fuera el desenlace del conflicto, el escenario de sojización del
país se aceleraría (Bertello, 2008; Huergo, 2008). Podría pensarse, además, que
detrás de los argumentos públicamente esgrimidos existía “otra realidad” de uno
y otro lado de los actores en “conflicto”. Por el lado del gobierno nacional,
la necesidad de recaudar más fondos para hacer frente a los cerca de 20.000
millones de dólares de deuda externa que debía enfrentar en el año 2009 (La Nación,
2008b), y por el lado del “campo”, no dejar pasar la oportunidad de convertirse
en millonarios en muy corto tiempo, a raíz de la extraordinaria renta que
dejaba en esos años la producción intensiva de soja transgénica, donde por
ejemplo el incremento del margen bruto de ganancia de este sector agropecuario
en 2008 fue de un 94% más elevado que en la década anterior (Basualdo, 2008).
Finalmente,
luego de meses de tensión, la resolución que proponía el aumento de las
retenciones móviles fue enviada al Congreso Nacional, y allí, a pesar de la
confianza inicial del gobierno, se produjo un virtual empate técnico entre el
oficialismo y la oposición, que fue dirimido maquiavélicamente por el
Vicepresidente de la Nación (titular de la cámara de senadores) votando en
contra de su propio gobierno. Así, de manera tragicómica, culminaba una disputa
que había dividido y polarizado la opinión pública del grueso de la sociedad Argentina. En
agosto de 2008, un mes después de finalizado el conflicto “campo vs. gobierno”,
el Estado Argentino volvía a sentarse en la mesa de negociación con Monsanto.
La compañía de los agronegocios pretendía llegar a un acuerdo que implicaba una
inversión por 125 millones de dólares (entre ellas la instalación de una nueva
variedad de soja transgénica, la RR2BT), a cambio de que en la Argentina se
autorizara el cobro de regalías a los productores por el uso de sus semillas
transgénicas (Suplemento iEco de Clarín, 2008b). La “derrota” del Gobierno
Nacional significó que ganaran los grandes grupos económicos ligados a los
agronegocios, y alrededor de 4.500 grandes productores de soja transgénica, que
vieron incrementados sus ingresos en un 11% respecto del año anterior con el
mismo esquema de retenciones fijas (Suplemento Cash Pagina 12 2008b).
Sin
embargo y a pesar de lo que se suponía, la franja a la que pertenecen los
alrededor de 45.000 denominados productores medianos y chicos, concentrados
principalmente en la “zona sojera” de país (quienes conformaron el sector más
importante de los cortes de ruta), se vieron perjudicados por la pérdida de los
beneficios impositivos que estaban incluidos en el proyecto del Ejecutivo
debatido en el Congreso Nacional, por lo cual terminaron perdiendo para fines
de 2008 aproximadamente un 10% más que lo previsto en la famosa resolución 125
(Dellatore, 2008; Miguez, 2008). Cuanto más pequeños los productores sojeros,
más habrían ganado con el proyecto de ley oficial (Gráfico 2).
Por fuera del “conflicto campo vs. gobierno”, y de toda
discusión mediática, quedaron los 240.000 pequeños productores (con superficies
menores a las 50 ha)
dedicados a cultivos diversificados de la agricultura familiar, quienes aportan
el 50% de lo que se consume en el país en frutas, legumbres, hortalizas, te,
yerba mate, etc. (Rofman et al., 2008). Un 40% de ellos se encuentran por
debajo de la línea de pobreza y ni siquiera tuvieron participación en la
discusión del “conflicto campo vs. gobierno”. Menos aún se tuvo en cuenta a los
cientos de miles de campesinos e indígenas del Noroeste Argentino, que sufren y
disputan en sus territorios frente al avance de la frontera agropecuaria,
aquellos que cosechan productos del bosque o crían animales para autoconsumo, y
tienen una relación especial con la tierra porque no la consideran únicamente
un medio para los negocios (Toledo, 2000; Bartra, 2008a). También se vio
perjudicada el grueso de la sociedad, porque entre otras cosas, se generó un
proceso inflacionario en el mercado interno a raíz del encarecimiento de los
principales componentes la canasta básica alimenticia, provocado por la merma
en la producción de trigo y maíz, cuya superficie sembrada se vio reducida en
un 24% y 14% entre las campañas 1996/7- 2006/7, respectivamente (SGPyA, 2008).
Conclusiones
Desde la
década del 60' a la actualidad, en promedio la productividad mundial por
hectárea se cuatriplicó de la mano de la “agrotecnología”, lo suficiente como
para alimentar a 8 mil millones de personas (Toledo, 1993; Altieri, 2001). Sin
embargo, en el mismo período el número de seres humanos que pasan hambre en el
mundo aumentó de 80 millones a cerca de 1000 millones (Sevilla Guzman, 2006;
FAO, 2008). Coincidentemente en el mismo período de tiempo, ésta que ha sido dada en llamar “la tercera revolución del
capital o revolución ambiental” (luego de la agraria y la industrial)
(Max-Neef, 2001), ha provocado la degradación de los ecosistemas y la
sobreexplotación de los recursos naturales, llevando al planeta a un colapso de
magnitudes insospechadas (Costanza et al., 1997). Hoy más que nunca queda en
evidencia que estas denominadas “revoluciones del capital” no son más que el
origen de los procesos más destructivos de un sistema económico-social que,
como pronosticaba Marx, asi como esquilma al obrero, también esquilma la
naturaleza.... la gran agricultura y la gran industria forman una unidad... la
primera devasta y arruina la fuerza natural del hombre, y la segunda la fuerza
natural de la tierra (Bartra 2008b: 60). En este contexto histórico, es
importante destacar que el modelo sojero de desarrollo en Argentina, no es otra
cosa que la expresión actual de la agricultura capitalista latifundista
(Fernandes, 2005), insertado en el marco de la actual crisis de la modernidad
(Sousa Santos, 2006; Sevilla Guzman, 2006). Este modelo económico de desarrollo
ligado a los agronegocios se instaló con fuerza gracias al contexto “propicio y
planificado” de la década de los 90’
en Argentina, y hoy se expande rápidamente por otras países Latinoamericanos
como Brasil, Paraguay, Uruguay y Bolivia, con las mismas consecuencias sociales
y ambientales que se observan en nuestro país (Goldfarb, 2007, Rulli y Boy,
2007; Robin, 2008). Además, muchos estudios desmitifican a los agronegocios
como grandes productores de alimentos, empleadores de mano de obra y tecnologías
(Rolando García 1988, Toledo 1993, Altieri 1999, Sevilla Guzman 2006).
Se está generando así, a partir del modelo sojero de desarrollo,
como plantea Armando Bartra (2008b: 73, 83-84) un mecanismo en el que los
pequeños agricultores son inducidos por el mercado a emplear tecnologías y
estrategias productivas insostenibles, donde acciones como la piratería
genética y la privatización de los códigos de la vida no son sólo mecanismos de
enriquecimiento especulativo del capital ligado a los agronegocios, sino además
un verdadero “ecocidio”, un atentado a la biodiversidad, un suicidio planetario .
Paradójicamente, el sostén
ideológico del modelo sojero de desarrollo estuvo sostenido no sólo por sus
impulsores, como el grupo Los Grobo, socio de Monsanto, quienes argumentan que
los agronegocios son el “nuevo paradigma de la sociedad del conocimiento”
(Grupo los Grobo, 2009), sino que esta noción que sostiene que los nuevos
conocimientos de la biotecnología se aplican para el “bien común” ha sido
sistemáticamente avalada por altos funcionarios del Estado Nacional de los
últimos gobiernos, y miembros de instituciones como el CONICET y el INTA, y
hasta de las Universidades Nacionales, como la Escuela para Graduados de la
Facultad de Agronomía de la UBA que, por cierto, posee importantes convenios de
investigación y formación profesional con Monsanto (FAUBA, 2008). En efecto, es
tan sintomático el componente de colonialidad del saber basado en el
cientificismo-tecnológico, que incluso por gobiernos populares como el venezolano
de Hugo Chávez o el boliviano de Evo Morales, ambos con importantes lazos con
movimientos indígenas y campesinos muy críticos a los agronegocios, permitan, y
en algunos casos fomenten, el desarrollo de este tipo de modelo económico de
desarrollo basado en los agronegocios y los cultvos transgénicos. Sin embargo,
hay que destacar que esta “segunda revolución verde”, a diferencia de la
primera, no es impulsada principalmente por los Estados Capitalistas centrales,
sino por las multinaciones del agronegocio. Y su herramiento para aplicar estas
políticas es la “biotecnología”, desarrollando así una guerra silenciosa contra
los pequeños campesinos y economías tradicionales de todo el mundo (Toledo,
2000, Shiva, 2007).
Así se ven directamente afectados todos los consumidores y los
pueblos de los países subalternos, que se convierten en rehenes de los
monopolios del agro, perdiendo su soberanía alimentaria al ser obligados a
consumir lo que esta produce (incluso aún cuando estos productos puedan ser
nocivos para su salud) (Altieri, 1999). Combatir el neocolonialismo
cientifico-tecnológico no implica combatir a la tecnología per se, sino, como
bien señala Armando Bartra (2008b: 52) comprender que el problema del
capitalismo moderno no radica tanto en la propiedad de los medios de producción como en la naturaleza de esos medios, que está determinada por que su propósito es
la valorización y esto los lleva a la especialización e intensificación
productiva, es decir a la erosión de la diversidad humana y natural.
Ante este proceso
ecodestructivo fundado en la racionalidad económica, como bien señala Enrique
Leff (1998: 142) hay que contraponer un principio ecotecnológico de producción
orientada por otros objetivos y valores, es decir, generar en todo caso una
tecnología de procesos y no de insumos. Este nuevo modelo económico de
desarrollo, como bien plantea Walter Pengue (2009) desde la economía ecológica,
debe basarse en otra lógica de cálculo que internalice los costos
socioambientales, y permita un desarrollo armónico de la vida de nuestra
sociedad presente y futura con su medio natural. El modelo sojero de desarrollo
en la Argentina se ha instalado con más fuerza que nunca y no se avizoran
posibilidades de cambio a futuro, más allá de la resistencia que le plantean
diversas organizaciones indígenas y campesinas (entre ellas el el Movimiento
Campesino e Indígena), junto con un pequeño sector urbano conformado por
intelectuales y activistas sociales y ambientales. Con el triunfo de los
grandes grupos económicos que concentran la ganancia de la producción del
monocultivo de soja transgénica, lejos quedaron las chances de que la Argentina
construya un camino de real sustentabilidad en términos ambientales sociales y
económicos. Para construir esta alternativa resulta imprescindible comenzar a
transitar el camino del uso racional y planificado de nuestros recursos
naturales, en el marco de un indispensable ordenamiento territorial, que
promueva a la vez a las economías regionales y la soberanía alimentaria. A
pesar de la oportunidad perdida en la crisis del 2008 de contrarrestar el
modelo sojero de desarrollo, queda como saldo el hecho de que en el país se
haya instalado “el debate”, generando una re-politización de la sociedad Argentina
respecto del modelo económico de desarrollo a seguir (habilitando incluso
análisis críticos previos sobre la “sojización”, que se encontraban
invisibilizados). Y que, a pesar de la desinformación reinante (instalada
sugestivamente por los grandes medios
de comunicación asociados a los agronegocios), se pueda debatir sobre la
producción de soja transgénica y otros monocultivos, el uso de los recursos
naturales, la realidad del “otro campo”, la concentración de la riqueza y la
desigualdades sociales en el marco de nuestra dependencia política-económica
bajo esta nueva forma de colonialidad que sufrimos, y las perspectivas y
consecuencias que una u otra decisión de Estado, o la movilización social en
defensa de los intereses comunes, pueden acarrear en este sentido sobre la vida
del pueblo argentino.
AGRADECIMIENTOS:
A Miguel Teubal, Norma Giarracca, Norma Fernández y Juan Barri por sus
oportunos comentarios sobre el artículo. A Tamara Perelmuter y Yamila
Goldfarb por la valiosa información que nos brindaron en el desarrollo de
este trabajo. Bibliografía
1 Dr. en
Biología, Centro de Ecología y Recursos Naturales Renovables, UNC; 2 Lic. en
Sociología, Grupo de Estudios Rurales - Instituto de Investigaciones Gino
Germani, UBA.
Este trabajo fue presentado en el XXVII Congreso de la Asociación
Latinoamericana de Sociología, que se realizó en Buenos Aires
entre el 31 de agosto y el 4 de septiembre de 2009
Fernando Barri es Doctor en Cs. Biológicas, trabaja en el
Centro de Ecología y Recursos Naturales Renovables y la Cátedra de Problemática
Ambiental de la
Universidad Nacional de Córdoba, Argentina. Actualmente
trabaja en la
Universidad Complutense de Madrid en proyectos relacionados
con la ecología del paisaje y ordenamiento territorial. Juan Wahren es
Licenciado en Sociología y trabaja en el Grupo de Estudios Rurales - Instituto
de Investigaciones Gino Germani, Universidad Nacional de Buenos Aires, Argentina.
Fuente: http://www.ger-gemsal.org.ar/wp-content/imagenes/Barri-y-Wahren-Realidad-Econ%C3%B3mica.pdf