El sentido comunal de la crítica al extractivismo
20 de mayo de 2015
Por
Emiliano Terán Mantovani
Como los conquistadores del Far West americano, el capitalismo avanza
hacia el desierto”.
José
Natanson
“Como
si fueran equivalentes Estado, Gobierno y Administración. Como si el
Estado fuera el mismo, como si tuviera las mismas funciones de hace 20,
40, 100 años. Como si el sistema fuera también el mismo y mismas las
formas de sometimiento, de destrucción. O, para ponerlo en términos de
la Sexta: las mismas formas de explotación, represión, discriminación y
despojo. Como si allá arriba el Poder hubiera mantenido invariable su
funcionamiento. Como si la hidra no hubiera regenerado sus múltiples
cabezas”.
Subcomandante Galeano (EZLN), abril 2015
Como
lo han planteado recientemente los zapatistas, esos nubarrones en el
horizonte, ¿significan que viene una lluvia pasajera o una tormenta? Los
crecientes rasgos de caos sistémico que se desarrollan ante nuestros
ojos, interpelan con fuerza, una y otra vez, el sentido de los debates
políticos sobre transformaciones y resistencias a la incesante expansión
del capital; impactan sus dinámicas, crean constantemente encrucijadas,
dilemas éticos; hacen que sean cada vez menos útiles algunos análisis
centrados en los aspectos formales y regulares de los sistemas.
El
movimiento salvaje del capital ha convertido al sistema capitalista
contemporáneo en una especie de Frankenstein. Se trata en efecto, de un
régimen de biopoder global muy asimétrico, pero que se despliega en un
sistema de altísima complejidad e incertidumbre, con crecientes
manifestaciones caóticas, de múltiples bifurcaciones, inestabilidades,
fragmentaciones y volatilidades, sin precedentes en su historia; un
proceso que recuerda también la metáfora de Marx en el Manifiesto
Comunista, aún más pertinente para nuestros tiempos, del brujo que se
vuelve impotente para dominar los espíritus subterráneos que conjuró.
Bajo los pies de todo el juego geopolítico actual, de la guerra
mundial por los recursos, de todas las pugnas territoriales
de poder que hoy se desarrollan, se reproduce un orden metabólico incontrolable,
como lo ha planteado István Mészáros.
En este sentido, y con respecto a los sistemas extractivistas latinoamericanos, ¿qué impacto tendrá para éstos, sus pobladores, sus territorios, el desarrollo de esta crisis civilizatoria, en relación a los distintos niveles de vulnerabilidad de la región? ¿Cómo leer las mutaciones regresivas del «ciclo progresista» en los últimos años, a la luz de la dinámica de caos sistémico global? ¿Cómo se vincula esto, con los notables cambios en los órdenes metabólicos de nuestros países de la última década, que en diversos casos, como el venezolano, hace manifiesto los límites y el agotamiento de sus modelos de “desarrollo”?De esta compleja coyuntura histórica, se desprenden también otra serie de preguntas fundamentales, ¿cuáles son pues, los horizontes positivos, programáticos, éticos, políticos de la crítica al extractivismo? ¿Hacia dónde apunta? ¿La crítica al extractivismo debería servir para apuntar al “desarrollo” de una “economía nacional” industrializada? ¿El centro de los objetivos es mejorar la producción, la productividad, y engordar el sector secundario? Ante las crecientes manifestaciones de caos sistémico, ¿hacia dónde se dirige la crítica?, ¿quiénes gestionan en los países o territorios de América Latina, las transformaciones y paliativos ante el agravamiento de la crisis global? ¿Qué podrán ser capaces de ofrecer los Estados extractivistas (periféricos) ante esta situación?
La
“primavera” progresista, viva y movida en la década pasada en muchos
países de la región, que avivó los debates sobre el neoextractivismo, se
ve cada vez más lejos en el retrovisor, y es opacada por los nubarrones
visibles en el horizonte. Las cosas van cambiando a un ritmo sostenido.
Los
anhelados Estados
de bienestar, parecen formas políticas coyunturales de un
momento del desarrollo histórico capitalista, de una serie de
condiciones, que no parecen poder repetirse en la actualidad.
¿Cómo se
conjuga la soñada industrialización, con los límites de la expansión de
los procesos de reproducción ampliada de capital, a escala planetaria?,
¿cómo queda el afán de “desarrollo nacional” ante el hipotético «fin de
los ciclos Kondratieff»[1]?,
¿a cuánto tiempo, y en qué escalas geográficas va a ser posible
planificar?, ¿cuál es nuestra capacidad para atenuar los notables grados
de vulnerabilidad sistémica que posee la región, ante situaciones
difíciles?, ¿qué formas van tomando las disputas territoriales y qué
capacidad puede mantener el Estado para monopolizar su poder en
territorio nacional? Y en este sentido, ¿qué papel político pueden jugar
las diversas formas de extractivismo
delincuencial[2] que
operan en América Latina?
Ante
semejantes amenazas, incluso a la propia posibilidad de vida humana en
el planeta, el sentido ético-político de la crítica al extractivismo
centra su mirada en la reproducción de la vida y sus ciclos, en el más
amplio sentido de la palabra ―no sólo vida humana―. Se trata de una
moneda con sus dos caras: una que busca desnudar
al extractivismo mostrando
sus límites y consecuencias, poniendo en evidencia sus narrativas y
aspectos programáticos, y la falsa idea de que “no hay alternativas”; la
otra, intenta visibilizar que no hay fórmula post-extractivista que
valga, por más deslumbrante que sea la promesa, si se niega a reconocer
la soberanía popular-territorial, si se rehúsa a privilegiar la riqueza
ontológica de la vida,
los procesos ecológicos de producción
de valor. En este sentido, el proyecto ético-político que
constituye la crítica al extractivismo, se centran en la defensa y
reproducción de los comunes, de lo común.
Caos sistémico y territorios en resistencia: la biopolítica de los
comunes
El
desafío a los capitalismos extractivos, al ser éstos órdenes metabólicos
transterritoriales[3],
son no sólo horizontes políticos del campo rural, campesino o indígena,
sino también urbano. El ámbito y la producción de los comunes,
claramente diferente del ámbito histórico de lo público y lo privado, no
sólo se define a partir de la acción colectiva, constitución de
comunidad, y/o tejidos cooperativos (estables o no) entre sujetos, sino
en la manera sinérgica y armónica en la cual interactúan con sus
ecosistemas para reproducir la vida inmediata. Los bienes
comunes, la riqueza común del mundo material e inmaterial
(agua, biodiversidad, saberes, etc.), son comunizados en
la gestión social colectiva, mediante acuerdos intersubjetivos para
garantizar la subsistencia, sin agredir a cualquier otra experiencia de
comunes. Es en este sentido, que hablamos de
un «concepto
biopolítico de
lo común»: los bienes para la vida son componentes de un
ecosistema, al igual que los humanos y las interacciones sociales. Se
trata de un concepto ecológico cualitativo[4] para
la reproducción de la vida.
Esta noción potenciadora de la crítica al extractivismo tiene
importantes implicaciones políticas que es necesario resaltar.
-En primer
lugar, ante escenarios de caos sistémico, de gran complejidad y alta
incertidumbre, en los cuales los entornos pueden cambiar rápidamente (en
términos políticos, sociales, climáticos, etc.), el principio de orden
es la comunidad y lo comunitario. Si los sistemas se caotizan, son las
fuerzas sociales territoriales las que tienen principalmente el alcance
y la capacidad de resistir y/o transformar las múltiples perturbaciones
que afectan la reproducción de su vida cotidiana. Es en lo molecular
donde lo común puede luchar contra los estragos del caos capitalista.
-En
segundo lugar, si el capital penetra todos los espacios y ámbitos de la
vida humana ―por esta razón es un sistema “totalitario” para Mészáros―,
esto implica que en
primera instancia, es en ellos donde las formas de lo común
no sólo producen sus resistencias territoriales, sino también germinan
las formas futuras del cambio histórico en desarrollo. Mientras que las
corrientes hegemónicas de la política en América Latina acotan todo el
discurso en plantear cuál es el mejor balance entre Estado y Mercado,
los comunes, con su diversidad de potencialidades y situaciones, trazan
sus propios libretos e intentan defender y ejercer su soberanía
territorial, y conformar mejores balanzas de poder con los gobiernos
instituidos, sobre la premisa de un mandar
obedeciendo o un
«poder obediencial» (E. Dussel); esto tanto en los ámbitos rurales o
semi-rurales (por ejemplo, las resistencias actuales contra el proyecto
minero Tía María, Arequipa, Perú), como en los urbanos (por ejemplo, la
Asamblea Ciudadana en defensa del parque Alberdi en Santa Fe, Argentina,
o los campamentos de pioneros en Caracas, Venezuela). En todos los
casos, el horizonte anti y post-extractivista desde lo común, recentra
la producción de lo político en la vida inmediata colectiva de los y las
pobladoras, sin que eso implique el abandono de ámbitos más amplios de
disputa política, de escalas biorregionales, nacionales, continentales o
globales.
-En
tercer lugar, una noción biopolítica de lo común resalta el carácter biocéntrico de
su proyecto emancipatorio –biocéntrico por estar centrado en la Vida,
en el más amplio sentido de la palabra (no solo vida humana), sin por
esto borrar al ser humano–. Esta idea invita a preguntarse, ¿dónde está
la riqueza?, ¿dónde está la energía?, ¿dónde se produce el valor?
La
lógica de expansión geográfica, de crecimiento geométrico y fractal del
sistema capitalista, no se da sólo en la superficie del campo social, ni
únicamente por medio de la intervención del trabajo
vivo humano, como se ha planteado generalmente desde las
teorías antropocéntricas del valor; sino se desarrolla fundamentalmente
a partir de la búsqueda permanente de dominación de la propia
reproducción de la Vida y
sus ciclos. A parte de la dominación sobre el trabajo vivo humano,
la captura energética que produce el movimiento del capital y sus
circuitos de acumulación se obtiene también de la producción de vida de
los demás componentes de un ecosistema. Incluso el trabajo vivo humano se
alimenta de éstos. Es
imposible abstraer el plusvalor de la vida ecológica.
Estas omisiones son reflejo de la concepción de la economía humana
como un meta-sistema, en vez de considerarlo como continuación del
proceso reproductivo de la Vida.
La centralidad del trabajo humano objetivado, ha dejado de lado otros productos no
humanos constitutivos de la vida social –no solo los residuos, sino los
diversos procesos de transformación de energía que alimentan a otros
componentes–, los cuales se subsumen al primero.
El
sistema capitalista pues, antes que un orden metabólico “social”, es
primero un orden
metabólico territorial. Produce sus propios ecosistemas, en
los cuales instituye, de manera simultánea, formas de dominación sobre
los humanos y sobre la naturaleza. Aliena la riqueza ontológica
de la vida[5] para
hegemonizar la forma dinero.
Hay una relación muy estrecha (pero invisibilizada, o muy poco atendida) entre energía y valor –valor definido ahora, en su amplio sentido ecológico–. Las omisiones tradicionales sobre dónde está la energía, la riqueza, o dónde se produce el valor, no sólo están muy vinculadas con las causas de la crisis ecológica global, sino que la visibilización de estas formas bio-económicas, tiene relación con las posibilidades de potenciar formas de autonomía material para pueblos, en la medida en la que se recuperan, rescatan o expanden formas de producción, aprovechamiento y uso de energías de escalas moleculares, descentralizadas, provenientes de la riqueza propia de los ecosistemas que constituyen la vida social.
La
energía pues, no está sólo en los macro-procesos energéticos –aunque
estos son los hegemónicos–, no sólo es la que aparece reflejada en las
estadísticas de los informes de la Agencia Internacional de Energía
(AIE), de la OPEP, de la BP, o de los ministerios de energía de nuestros
países. Hay múltiples procesos moleculares de producción de energía en
numerosas formas de la vida cotidiana, muchas de las cuales están
íntimamente vinculadas con diversas formas de resistencia (directas o
indirectas) a la dominación capitalista, con tramas comunales y
cooperativas, y/o con prácticas ecologistas que buscan revertir los
procesos depredadores del sistema moderno.
En
este sentido, podemos hablar de energías
insurgentes o disidentes, en la medida en la que su
producción biopolítica crea y posibilita prácticas sociales más allá del
capital[6].
Son una especie de lógicas populares de «permacultura» que, con variados
alcances, ofrecen vías para la producción de lo común, y referentes
materiales para enfrentar las consecuencias de la crisis civilizatoria y
el caos global.
Cinco principios de la biopolítica de los comunes
A
partir de lo antes expuesto, proponemos cinco principios fundamentales
en relación a energía, caos sistémico y producción de lo común:
-
Tenemos que apropiarnos de nuevas escalas de valor y nuevos conceptos de riqueza: nuevos parámetros en la representación del valor, que tengan un carácter biocéntrico, que permitan no sólo desmantelar el aparato argumental que justifica al extractivismo, sino reformular nuestros patrones de vida cotidiana, nuestros horizontes políticos, nuestros procesos de producción de subjetividad, y nuestras capacidades materiales de autogestión, en la medida en la que desarrollamos nuevas relaciones ecosistémicas, que sean ecológicamente productivas, y que se potencian a partir de la gestión cooperativa.
-
Comunismo resiliente: la producción de lo común es imperiosa ante el caos sistémico. Junto con la conciencia de la crisis civilizatoria, y de sus posibles consecuencias socioterritoriales, está el concepto de resiliencia, que nos remite a la capacidad de una comunidad/ecosistema, de soportar y recuperarse ante perturbaciones significativas del mismo. En este sentido, es fundamental recuperar los procesos que hacen posible la reproducción de la vida social y mantenerlos cerca de nuestros territorios, como lo propone Rob Hopkins[7]. Difícilmente se puedan pensar procesos de transformación y resistencias sociales más allá del concepto de resiliencia.
-
Otras soberanías: comunizar, ocupar y reapropiar: reconocer que los ecosistemas básicamente funcionan de manera cooperativa y no jerarquizada, y que los bienes comunes para la vida no pertenecen exclusivamente a nadie, no basta para producir lo común. El tipo de relación y gestión común que se produce entre los sujetos, y su relación con los ecosistemas debe ser ejercido. De esta forma, si se trata de un open source, de una empresa de propiedad mixta, de una okupa, o de una comuna venezolana legalizada por el Estado socialista, es secundario. No interesan primordialmente los aspectos formales o nominales de estas gestiones, sino la potencialidad política popular de ejercer la soberanía y lo común sobre el territorio y los bienes para la vida, sea por vías de acción directa o bien por negociaciones vistas desde el «poder obediencial».
-
Comunizar a partir de la reproducción de la vida: como lo ha reconocido Silvia Federici, la centralidad de la política y la economía, ha girado en torno al campo de los medios de producción, dejando de lado lo que ha denominado los «medios de reproducción de la vida», un campo que no sólo ha sido llevado fundamentalmente por la mujer, sino que también ha sido el ámbito de la vida social donde suelen reproducirse las formas de lo común[8]. Es por tanto esencial, recuperar la reproducción de la vida como elemento central de la política.
-
Las diversas tradiciones de lucha, las diversas formas de lo común: cada territorio, cada nación, tiene tejidos y formas cooperativas y comunitarias diversas, con cosmovisiones, parámetros y complexiones diferentes. Pueden tener viejas tradiciones ancestrales o ser más contemporáneas y fragmentadas como los grandes ámbitos urbanos. Son estas las características ecosistémicas que definen cada una de estas luchas, sus puntos de partida, y no así lo es un libreto pre-establecido, aunque es importante compartir algunos horizontes ético-políticos de lucha. Hemos insistido, por ejemplo, para el caso venezolano, que la subjetividad contrahegemónica más potente y masiva de la historia del capitalismo rentístico es el «chavismo», y que esta es una fuerza que se constituye ontológicamente de abajo hacia arriba, aunque esto haya sido presentado generalmente al revés[9], y aunque diversas tramas corporativas intenten capturar su potencia popular-insurgente. Como lo han reconocido Negri y Hardt, “uno de los escenarios decisivos de la acción política hoy implica la lucha en torno al control o la autonomía de la producción de subjetividad”[10]. Cada experiencia de producción de lo común, se enfrenta no sólo a la conflictividad geopolítica, a la crisis civilizatoria, sino también a la micropolítica de agresión sobre estos procesos contrahegemónicos de subjetividad, de corporalidad, de creación de nuevos sentidos comunes. He ahí uno de los grandes desafíos para estos procesos de transformación, en todas sus escalas, que se vive con enorme intensidad en la Revolución Bolivariana.
Caracas, mayo de 2015
*Emiliano Teran Mantovani es sociólogo e investigador del Centro de
Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos (CELARG).
Referencias bibliográficas
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