La extracción de este
metal alcalino para las baterías de los coches eléctricos
requiere enormes
cantidades de agua
La fiebre del litio amenaza a las
culturas indígenas de los desiertos de sal andinos
16 de marzo de 2018
Por Luis Martín-Cabrera
Ctxt
No hace falta ser experto en energía para
darse cuenta de que es imperativo buscar alternativas a los combustibles
fósiles, entre otras cosas, porque estamos llegando al principio del fin de la
producción de petróleo, pero sobre todo porque los efectos destructivos que
provocan –agotamiento permanente de fuentes de agua, deforestación,
inundaciones, vertidos tóxicos, incendios, huracanes, subida de los niveles del
mar, etc.– son cada vez más palpables para la mayoría de la población mundial.
Una de las soluciones tecnológicas para paliar los deletéreos
efectos de la economía del petróleo es la producción de automóviles eléctricos.
El estado de California, por ejemplo, planea reducir la emisión de gases en un
40% hasta llegar a niveles inferiores a los de 1990. Para ello, proyecta crear
una serie de incentivos financieros y de regulaciones que permitan que en el
2030 haya 4.2 millones de autos eléctricos en su parque automovilístico. En
Europa algunos estados como Holanda tienen objetivos incluso más ambiciosos y
aspiran a tener un parque automovilístico 100% eléctrico para el 2030.
Con semejantes incentivos estatales, los
principales productores de autos mundiales –Ford, Toyota, Nissan, General
Motors, BMW, etc.– hace tiempo ya que llevan experimentando con vehículos
híbridos y modelos eléctricos, pero ninguna de ellas iguala en ambición ni en
grandilocuencia tecno-utópica a la californiana TESLA
y a su capitán de industria Elon Musk. Como Steve Jobs en su día, Musk, portada
incluso de revistas de entretenimiento como Rolling Stone, es
idealizado o vilipendiado como el auténtico gurú de una secta que podría
salvarnos del apocalipsis ecológico sin renunciar a la comodidad de nuestros
vehículos utilitarios. De las paredes de la gigafactory de Tesla en Nevada
cuelga un cartel enorme que reza: “Para acelerar la transición mundial a la
energía sustentable”.
TESLA produce automóviles eléctricos de lujo con la promesa de alcanzar
niveles de producción masivos y precios al alcance de las clases medias. Pero,
como el iphone en su día, los automóviles TESLA son
mucho más que un automóvil: son el futuro, “un sueño hecho realidad”, como le
escuché decir a una de sus usuarias californianas. Los modelos TESLA poseen,
entre otras cosas, reconocimiento facial, capacidad de estacionarse
automáticamente y, eventualmente, autonomía para operar sin control humano.
Además de sus vehículos eléctricos, Musk ha producido en Australia la batería de litio más grande del mundo con 100 megavatios de potencia para
abastecimiento eléctrico doméstico, planea fabricar camiones eléctricos para el transporte de mercancías
pesadas e incluso lanzar automóviles que alcancen la luna.
Con estos mimbres resulta casi imposible restarse al optimismo
tecnológico que promueve Musk, o, si no se comparte su visión futurista, al
menos no reconocer la necesidad de iniciar lo antes posible una transición
hacia el uso de energías alternativas al petróleo, a ser posible renovables y
más limpias. Sin embargo, antes de aceptar las nuevas soluciones tecnológicas
que se nos ofrecen, deberíamos, por una cuestión de ética esencial,
preguntarnos de dónde vienen los materiales que hacen posible el uso de estas
nuevas energías en la producción de vehículos limpios.
En este caso la pregunta puede ser bastante
simple y, a la vez, bastante esquiva. La funcionalidad de los vehículos
eléctricos depende de la capacidad de fabricar baterías relativamente livianas.
Hoy por hoy esto se consigue fabricando baterías de litio, las mismas que
también hacen posible que la batería de nuestros celulares y computadores
funcione sin estar conectada a una fuente de red. La pregunta entonces
es: ¿De dónde viene el litio y qué efectos tiene su minería en las comunidades
donde opera?
El litio está bastante concentrado en ciertas
áreas geográficas. Hay litio en roca en Australia, en Carolina del Norte
(Estados Unidos) y en algunos lugares de China, pero la forma más barata de
extraer litio es mediante evaporación en salares (lagos de sal formados tras un
prolongado periodo de erupción volcánica). Hay salares en Tíbet y en Nevada
(Estados Unidos), pero la mayoría de las reservas mundiales de litio –entre el
80% y el 85% dependiendo de los expertos—están en una zona transandina que se
extiende a través de las fronteras de Argentina, Bolivia y Chile e incluye los
salares de Atacama (Chile), Hombre Muerto, Olaroz y Salinas Grandes (Argentina)
y Uyuni y Coipasa (Bolivia) entre otros muchos de menor tamaño. Se trata de
cuencas endorréicas (cerradas al flujo de los ríos y otros cauces de agua) que
oscilan entre los 2,400 y los 4,000 metros de altitud y que presentan índices
de precipitación muy bajos y de radiación muy altos. O dicho más prosaicamente:
hace mucho calor en el día, mucho frío en la noche y hay muy poco agua para la
vida en general.
La revista Forbes, que rebautizó la zona con el nombre de "Arabia
Saudí del Litio", describe en estos términos el Salar del Atacama:
"Nada crece en el corazón del Salar de
Atacama, esta antigua cuenca lacustre, 700 millas al norte de
Santiago, debe ser el lugar más seco del planeta, una tierra baldía, cubierta
de una costra de rocas de sal que se parece a una plasta de vaca […]. Si no
fuera por la preciosa salmuera que burbujea 130 pies por debajo de la
superficie, los humanos se mantendrían alejados del Salar de Atacama".
Se trata de un gesto típicamente colonial:
ver el territorio vacío para evitar hacerse cargo de los potenciales impactos ambientales
y humanos que pueda causar la actividad emprendida por un agente foráneo como
la minería del litio.
Sin embargo, si el periodista de Forbes
hubiera sido un poco menos bárbaro, se hubiera informado de que en los oasis
que bordean el Salar de Atacama viven comunidades indígenas, según el registro
arqueológico, al menos desde el 8,000 AD. De hecho, el pueblo atacameño o
Lickan Antay –gente de la tierra en kunza, su lengua– fue capaz de levantar
toda una civilización en mitad del desierto más árido del mundo, domesticar la
llama y otros camélidos para utilizarlos en sus largas caravanas transandinas,
emplear el fruto del chañar y del algarrobo (dos de los pocos árboles que
crecen en estos parajes) para aportar proteína a su dieta y fabricar “aloha”,
un licor utilizado en ceremonias y ritos. En los Oasis del Salar de Atacama se
cosecha hoy alfalfa, maíz, papas y habas; en sus huertos sigue habiendo árboles
frutales que reciben agua a través de un escrupuloso sistema de uso comunal del
agua que convive con el turismo ecológico y otros emprendimientos comunitarios.
Y por si todo eso fuera poco además han sobrevivido a las distintas olas de
colonialismo desde la llegada de los españoles hasta el presente.
Por eso, las malas noticias para los inversionistas de Forbes y
para el optimismo tecnológico del norte es que, lejos de ser una tierra baldía,
el Salar de Atacama, como el resto de territorios del llamado triángulo
suramericano del litio, sigue habitado por las comunidades ancestrales Aymara,
Quechua, Kolla y Lickan Antay que son, según derecho consuetudinario, los
legítimos dueños del territorio, los que lo siguen haciendo florecer respetando
sus ciclos de regeneración mediante todo un sistema ritual de pagos a la tierra
y respeto a la naturaleza.
A diferencia de los occidentales, estos
pueblos indígenas, que se consideran los herederos directos de los Incas, no
ven la naturaleza como un objeto exterior a ellos del que pueden disponer a
capricho o destruir, sino como un ser vivo. Verónica Chávez, de la comunidad de
Santuario de Tres Pozos en Salinas Grandes (Argentina), cuenta que el Salar es
un ser vivo con sus venas de agua y sus ciclos de regeneración que atraviesan
la estación de las lluvias hasta secarse y hacer brotar la sal que se cosecha
después, en la estación seca, como una planta más. Por eso cuando llegaron las
mineras del litio a explotar el Salar, el efecto en ella fue demoledor: “Por lo
que yo vi, era que gente venía sin conocimiento, no les importaba nada el
destrozo de nuestra Mamita Pacha, le tiraban ácido, le rompían la venita de
agua, ¡hacían todo un desastre! Y para mí es un dolor eso, porque ella es una
mamita para mí, a una madre no se le hace eso”.
Conviene, no obstante, no idealizar ni
romantizar a los pueblos indígenas de los salares. En la cuenca de Salinas
Grandes, Argentina, han logrado parar, de momento, la explotación del litio,
pero unos kilómetros más al este, en Olaroz y Laguna Guayatayoc, las
comunidades Lickan Antay han firmado un acuerdo con la minera Orocobre
(proveedor principal de litio para Toyota). Lo mismo sucede en el Salar de
Atacama donde la norteamericana Rockwood Lithium, subsidiaria del
gigante minero Abermale, tiene convenio con la mayoría de comunidades
indígenas. A veces estos convenios se firman por intereses, porque las
comunidades tienen necesidades de infraestructura o fuentes adicionales de
ingresos y, otras veces, se hace a regañadientes, porque si van a sacar el
mineral de la tierra es mejor que quede algo en las comunidades. Pero en todos
los casos, los pueblos indígenas quieren lo mismo: que se aplique el convenio
169 de la OIT, que haya consulta previa, libre e informada; en el caso de la
cuenca de Salinas grandes, sus 33 comunidades incluso tienen un protocolo
llamado Kachi Yupi,
huellas de sal en quechua, que estipula cómo llevar a cabo esta consulta.
Con el cambio de ciclo político en Argentina y
Chile parece que se han abierto las puertas definitivamente para la explotación
sin límites del llamado oro blanco de los salares. Mauricio Macri en Argentina
está otorgando licencias de explotación sin consultas y sin muchas cortapisas,
hay en la actualidad hasta 63 proyectos aprobados
en las provincias de Salta, Jujuy, Catamarca y La Rioja. Del mismo modo,
en Chile, con la llegada de Sebastián Piñera al poder, la minera SQM –una de las
más corruptas de la región, privatizada durante la dictadura de Pinochet y
vendida a su yerno Julio Ponce Lerou, envuelto hoy en escándalos de
financiación política ilegal– acaba de llegar a un acuerdo con el Estado
chileno para retomar y aumentar la explotación de litio en el Salar de Atacama.
Paralelamente, Elon Musk visita clandestinamente el país para explorar la
posibilidad de abrir una megafábrica de baterías de litio en Chile con gran
regocijo de las clases dirigentes.
Estos movimientos entre bambalinas, sin duda,
hacen que las comunidades indígenas se sientan amenazadas. Saben que la minería
del litio extrae grandes cantidades de salmuera y agua que luego se secan al
sol en mega piscinas, son conscientes de que viven en cuencas cerradas cuyas
fuentes de agua están interconectadas y pueden llegar a secarse definitivamente
haciendo la vida en el salar inviable. Como explica Sandra Flores, de la
comunidad de Coyo en Atacama, esta posibilidad se vive como un potencial
genocidio cultural. En sus propias palabras:
“[Explotar el litio] es terminar con una parte de la humanidad y
lo que es la cultura. Eso
creo que sería como…trágico, o sea… como decir tú puedes matar a la otra persona
y lo matas y listo. Para mí eso es trágico, para mí sería eso, traer algo
grande para que mate a los pequeños, eso sería como lo trágico, lo terrible.
Es… extinguir una cultura, matarla. Qué ha costado harto vivir en este
desierto, es difícil, no es fácil, y… lo hemos podido conservar muchos años…
Pero no tenemos las armas para poderlo seguir cuidando, no tenemos. Si el
gobierno prefiere el litio, no tenemos nada más que hacer, porque no podemos
luchar con algo tan grande. […] Pero si la luchamos, si la gente se preocupa de
poder conservar el agua...”.
Es evidente que necesitamos alternativas al petróleo, pero también
pensar en los desafíos que presentan esas nuevas tecnologías y hacernos
preguntas incómodas: ¿podemos simplemente sustituir los autos que funcionan con
hidrocarburos por autos eléctricos? ¿Qué papel debe cumplir el transporte
colectivo y público en la lucha contra el calentamiento global? ¿Existen
alternativas al litio como por ejemplo la batería de sodio? ¿Impiden la minería
transnacional y los inversores financieros la búsqueda de alternativas al
litio? ¿Estamos dispuestos a facilitar con nuestros patrones de consumo la
destrucción de ecosistemas de gran complejidad y diversidad como los de los
salares? ¿Queremos asumir éticamente la destrucción de culturas milenarias y
modos de vida y gestión de lo social alternativos al modo de vida occidental?
Luis Martín-Cabrera es profesor de Estudios Culturales y Estudios
Latinoamericanos en la Universidad de California San Diego. Su proyecto sobre
el litio ha sido financiado con una beca de la Fundación Wihting.
Fuente: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=239071