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11 de abril de 2017

El acaparamiento de tierras es propio del capitalismo pero la colonialidad vuelve natural el despojo a campesinos e indígenas.

La lucha por la tierra es 
la lucha por el territorio:

una perspectiva decolonial de la lucha 

campesina, indígena y originaria 

en América latina
Por Carlos Vacaflores Rivero-JAINA/UNESP Presidente Prudente
Resumen
La reivindicación fundamental de los movimientos campesinos en Latinoamérica fue usualmente caracterizada como la conquista de la tierra, entendida ésta como la parcela agrícola familiar; pero los movimientos campesinos contemporáneos manejan ahora un discurso que hace evidente su concepción de lucha por un territorio, ya sea éste en la perspectiva del territorio con cualidad política del estado plurinacional, o bien como el territorio campesino en la disputa con el territorio del agronegocio. En todo caso, ya no se trata de sólo una reivindicación de parcelas agrícolas familiares, sino que las mismas deben estar articuladas a una condición diferente de reconocimiento de derechos colectivos en el seno del estado-nación. Este aparente tránsito de la lucha campesina por la tierra a la lucha por el territorio, suele ser interpretado como una construcción intelectual reciente de los movimientos campesinos, en una suerte de tránsito de una movilización pre-política hacia otra más propiamente política.

Sin embargo, en este artículo argumentamos que la lucha por el territorio es una condición inherente a todos los Estados-nación modernos, cuya naturaleza de origen colonial nunca fue superada, y cuyos criterios de estratificación social en base a jerarquías construidas a partir de la diferencia étnica siguen operando para la territorialización de la diferencia con fines de dominación, ocultando la imposición de la territorialidad del estado-nación por sobre las territorialidades diversas de la sociedad nacional.

1. La lucha por la tierra en nuestros estados coloniales
La disputa por la tierra ha tomado una notoria especificidad en América Latina en las últimas dos décadas, pues de reivindicar la tierra como parcela para trabajarla, los movimientos campesinos e indígenas han pasado a reivindicar un territorio, con todas las implicaciones conceptuales y políticas que este tránsito discursivo impone. Por ejemplo, para el caso de Brasil, Oliveira caracteriza la lucha contemporánea por la tierra como una lucha contra la apropiación privada de la misma, en la perspectiva de un paso hacia la posesión colectiva de los medios de producción, y cuya práctica demuestra que “no basta apenas la propiedad colectiva, es preciso el control, pose y administración colectiva de esos medios de producción; en una palabra: toda la soberanía a las asambleas de los trabajadores” (OLIVEIRA, 1991:15). Esta parece ser una diferenciación conceptual entre tierra y territorio. Sin embargo, si bien aparenta ser una novedad de estos tiempos, no lo es, ya que el reclamo de un espacio territorial es una reivindicación tan antigua como el proceso de conquista y colonización del continente americano, pero que en el transcurso de la historia de formación de los actuales países latinoamericanos este hecho se oculta detrás de la consolidación del Estado-nación moderno, naturalizando así la destrucción y negación de la diversidad identitaria y territorial que es intrínseca a la población, y las necesidades de expresión política de estas estructuras identitarias diferenciadas que se fueron ocultando bajo mecanismos modernos y liberales de adscripción al Estado, es decir, a partir de la ciudadanía individual y de la propiedad privada, desprovistas de cualquier connotación política que significase un desafío a la concepción dominante de organización política y territorial de la sociedad moderna.

¿Pero por qué es pertinente considerar la necesidad de expresión territorial de las estructuras identitarias diferenciadas?, ¿acaso el Estado-nación y su estructura territorial no es marco suficiente para resolver la cuestión de la ciudadanía y la representación política? Porque los movimientos campesinos e indígenas de Latinoamérica plantean en las últimas décadas sus reivindicaciones con una perspectiva explícita de territorio; y no podemos olvidar que el origen del campesino latinoamericano esta directamente ligado a los pueblos indígenas, cuya condición de pueblos implica una identidad cultural, organizativa y territorial que no pudo ser destruida por la colonia ni la república, por un lado; y por otro lado a los esclavos negros, cuya resistencia histórica produjo la figura de los territorio libres, como los quilombos y asentamientos de campesinos sin tierra (FERNANDES, 2000).

Este origen nos remite, también, a la división del trabajo a partir de criterios raciales, siendo los indios y esclavos los trabajadores brutos del campo, de las minas, de las plantaciones; y los europeos eran los dueños de las tierras, capataces y autoridades, naturalizando así un orden social que luego en la república fue sancionado con la existencia de ciudadanos de primera y segunda, siendo los indios y los esclavos los que forman el contingente de dudosa ciudadanía de segunda. Aquí cabe aclarar que en este artículo usamos el concepto de campesino como una categoría que reconoce el proceso colonial de formación del campesinado, y a lo que hoy llamamos campesino es fruto de un largo y penoso transitar histórico de transformación de pueblos a indios, de pueblos a esclavos, de indio a campesino, o de esclavo a campesino, de campesino a indígena y originario, o a agricultor familiar, pequeño productor, etc. en un permanente juego de nuevas designaciones desde el discurso dominante para ocultar una y otra vez la potencia política de las masas dominadas .
Con el paso del tiempo estos trabajadores de la tierra, indios y esclavos, y posteriormente migrantes pobres de Europa y Asia, se convirtieron en los campesinos de la modernidad, pero manteniendo sus formas de vida como pueblos, o bien reconstituyendo identidades colectivas comunitarias y sus experiencias de lucha a pesar de los esfuerzos de homogenización cultural y desarticulación de la identidad étnica del proyecto ciudadanizador del Estado-nación.

Por eso la lucha campesina reivindicó siempre la noción del territorio, pues se trata del territorio indio usurpado por el invasor o la posibilidad de erigir un territorio libre del régimen colonial esclavista. Este reclamo fue siempre re-interpretado por la clase dominante bajo la más conveniente noción de tierra como parcela de producción agropecuaria, nada mas, ya que al excluir la posibilidad política que implica el territorio, se mantienen las condiciones que permiten la dominación colonial de las clases señoriales. La lucha por la tierra es una característica central de las sociedades de clases, en las que la cuestión agraria se caracteriza por una tendencia a la concentración de la tierra y su consiguiente dinámica de desigualdad y/o inequidad en su acceso: algunos tienen mucha tierra, y muchos no la tienen o la tienen de forma insuficiente como para satisfacer sus necesidades de reproducción socioeconómica. Recurro aquí a la noción de inequidad porque la lucha se da en el seno del Estado-nación, donde los ciudadanos, en tanto miembros de una misma comunidad política nacional, tienen supuestamente derechos y obligaciones iguales, por lo tanto, el acceso a la tierra debería estar regulado por el Estado de tal manera que no quepa lugar a inequidades entre ciudadanos a la hora de su acceso. Más esto no ocurre así en la realidad, y después de algunos siglos de haberse impuesto el Estado-nación como vehículo privilegiado para llevar adelante el proyecto de la modernidad, (SANTOS, 1997), éste no ha logrado construir, mucho menos llevar a la práctica, un sistema razonable de igualdades entre sus ciudadanos, y más bien a nombre de una equidad e igualdad formal y enunciativa, se ha naturalizado la desigualdad y la inequidad entre clases, estamentos, castas, regiones, etc. (GONZÁLES, 2006).

Para nuestros países de origen colonial, la explicación de la sociedad de clases del tipo burgués-proletario pareciera insuficiente cuando se constata una alta correlación entre condición de clase y condición étnica-cultural; lo cual es evidente al observar la lucha social, particularmente la lucha por la tierra, que se establece entre los descendientes del conquistador europeo y los descendientes de los indios y esclavos. Los migrantes pobres europeos que llegan tardíamente a las colonias, tienen otras posibilidades de desarrollo debido precisamente a su condición étnico-cultural que los predispone hacia una asimilación relativamente más fácil hacia el estamento dominante, en el que no requieren de un proceso violento de mestizaje cultural ni biológico como mecanismo de ascenso social, de manera que no es extraño encontrar historias de suceso vinculadas a los antiguos migrantes pobres de origen europeo transformados en los nuevos capitalistas de nuestros países, lo cual sería bastante más extraño para el caso de los descendientes de indios y esclavos negros, a no ser que se sometan a la enajenación y rechazo de su origen étnico-cultural. Para el caso del Brasil, por ejemplo, Darcy Ribeiro (2008:212) hace notar a partir del análisis del censo de 1950 las condiciones diferenciadas de ascenso social entre los negros descendientes de los esclavos y blancos estrangeiros, “…e visível que esses estrangeiros, vinculados ao Brasil nas últimas décadas como imigrantes, encontraram condicoes de ascensao social muito máis rápida que o conjunto da populacao existente, porém enormemente mais intensa que o grupo negro”.

Esta situación provee pautas sobre la condición diferenciada de formación de clases en nuestros países de origen colonizado, y donde el uso de las categorías de colonialismo, colonialismo interno y colonialidad revierte una enorme potencia explicativa a la hora de su comprensión, como veremos más adelante en relación a la colonialidad. La comprensión de la inequidad en el acceso a la tierra en nuestros países implica además considerar la violencia con que ésta se acompaña, completamente naturalizada además cuando se aplica contra los indios y campesinos sin tierra, tanto en el despojo sin consideraciones como en la política explícita de los gobiernos para evitar la aplicación de estrategias de redistribución de tierras para resolver el problema de las poblaciones campesinas y sus necesidades de apoyo público para el desarrollo económico. No se trata sólo de una condición concentradora inherente al desarrollo del capitalismo en una perspectiva de “competencia leal bajo reglas del mercado”, es además una condición psicológica naturalizada que permite operar la violencia explícita y legitimada contra las identidades colonizadas y subalternas en la dinámica estructurante de la sociedad. En el continente americano, nuestros países se disputan el liderazgo a la hora de establecer los índices más altos de inequidad en el acceso a la tierra (FERNANDES, 2000), situación que se arrastra desde su creación como Estados-nación a principios del siglo XIX, y que es heredada a su vez de la experiencia colonial del continente.
Precisamente es el hecho colonial que deviene en el hecho constitutivo y fundante de nuestras sociedades y Estados contemporáneos (RIVERA,1993; GARCIA, 2005; URQUIDI, 1990), y es en este proceso violento que se establecen los mecanismos y dinámicas iniciales que conforman las estructuras sociales, económicas, políticas y culturales de diferenciación de clases, castas y estamentos sociales, bajo criterios de superioridad e inferioridad, que orientan la forma en que opera la lucha por la tierra en los actuales Estados-nación del Abya Yala , llamado también América.
El objetivo de este artículo es bosquejar un recorrido por ese camino de disputa del sentido de la lucha social en el campo agrario de Latinoamérica. Para eso, nuestra metodología se basa en revisar referencial teórico sobre lucha campesina y colonialidad producido para el contexto de Bolivia y Brasil, con autores como S.Rivera, P.Gonzales Cassanova, A.Quijano, D.Riveiro, A.U.de Oliveira, y otros; complementadas con algunas obras que describen una perspectiva latinoamericana, como Piñeiro y Chonchol, por ejemplo, y otros autores que trabajan la perspectiva geográfica, como B.M.Fernandes, C.Raffestin, ó M.Santos; para con esas referencias construir un argumento desde la perspectiva geográfica y decolonial que explique la lucha campesina e indígena contemporánea en Latinoamérica.
2. Sobre el origen colonial de las concepciones raciales de superioridad e inferioridad
La conquista y colonización europea del continente americano sirvió para arrebatar la tierra y sus recursos a los pueblos indígenas que habitaban estos lugares, y para poder hacerlo, fue preciso construir un dispositivo ideológico capaz de justificar semejante barbarie en la conciencia y en el ordenamiento jurídico impuesto por los usurpadores. Tal es así que los españoles y portugueses justifican su “derecho natural” para despojar la tierra a los nativos y apropiarse de la misma a partir de inventar la noción, hasta entonces inexistente, de “raza” (QUIJANO, 2003), con la que se explicita objetivamente la diferencia entre europeos e indios para clarificar quien es el conquistador y quien el conquistado, quien es el civilizador y quien debe ser civilizado, inaugurando así un ciclo de identificación de castas sociales asociadas a las características fenotípicas de la población, asignándole una supuesta superioridad a los europeos blancos respecto de una supuesta inferioridad de los nativos indios (RIVERA, 1993), cuyas repercusiones en el orden social, económico, territorial, político y cultural se proyectan hasta los tiempos actuales (GARCÍA, 2005). Desde esta construcción ideológica colonial se procedió a efectivizar la conquista, por la vía del genocidio y limpieza del territorio, en unos casos; o bien por la vía del sometimiento violento de la población nativa y apropiación de su espacio territorial, conocimiento productivo, organización y fuerza laboral, en otros casos. Así, el continente americano se puede diferenciar por una estructura básica que proviene de estas dos modalidades de conquista y colonia. Estas modalidades de colonización dieron lugar a sistemas de producción también diferentes, emblemáticamente expresados en los sistemas de plantaciones, chacras y en el de haciendas (PIÑEIRO,2004) cuyas características diferenciadas radican en el mantenimiento o no de la población nativa con sus estructuras comunitarias para su explotación como mano de obra forzada, como ocurrió en el caso de las haciendas (provenientes de las titulaciones, repartimientos y encomiendas) (URQUIDI,1990) característica de las zonas montañosas del continente; o bien en la incorporación de mano de obra esclava en las grandes propiedades limpiadas de indígenas, como es el caso de las plantaciones y chacras característica de las grandes planicies de Sudamérica (FERNANDES, 2000; MORISAWA, 2006; PIÑEIRO, 2005).

La independencia de los nuevos Estados-nación americanos en el siglo XIX no cambia esta estructura básica, ya que la rebelión que da lugar a la llamada Guerra de la Independencia no es de la población indígena sometida, sino de los criollos y mestizos que le disputaban a su metrópoli el derecho a los privilegios coloniales hasta entonces reservados sólo para los peninsulares. Es más, un par de décadas antes de la guerra de la independencia de las colonias españolas, los españoles, criollos y mestizos se unieron para derrotar militarmente las rebeliones indias de Tupac Amaru y de Tupac Katari en los Andes, que exigían un nuevo sistema de igualdades y convivencia respetuosa entre indios y blancos, afectando, claro está, los principios que sustenta el régimen de explotación y desigualdad que permite a los españoles, criollos y en menor medida los mestizos acceder a riqueza a costa de la explotación del indio (VALENCIA, 1960).
Estas rebeliones canalizaron el reclamo y la violencia del indio, haciendo tambalear el poder español en la colonia, aunque luego fueron reprimidas duramente por la coalición de españoles, criollos, y mestizos, dando lugar a masacres ejemplarizadoras de los indios levantados, marcando así la imposibilidad de resolver el problema de la dominación por vía de la concertación o de la convivencia de las “dos repúblicas” (RIVERA, 1993), estableciendo un patrón de comportamiento repetitivo a lo largo de la historia de nuestros países con sucesivas y permanentes rebeliones y respectivas represiones, de manera que no sorprende que la conformación de los nuevos Estados se haya hecho sobre la continuidad de la diferenciación negativa y explotadora entre blancos y los indios y negros.
3. De la tierra al territorio
Los conceptos son espacios de disputa política y su significado es construido en el forcejeo de las relaciones sociales mediadas por el poder, donde los sujetos sociales se posicionan a partir de su propia experiencia histórica. En el contexto de la lucha de clases, los sujetos sociales disputan el poder asignarle significado a la realidah0d desde su propia intencionalidad contrapuesta, con evidentes ventajas para las clases dominantes, siendo así que el dotar de significación a los conceptos que se imponen en lo cotidiano es un ejercicio del poder: el poder de significar, de interpretar y de imponer (FERNANDES, 2008). La evolución histórica de la lucha campesina en Latinoamérica es descrita por algunos autores como una suerte de complejización de su sentido político (PIÑEIRO, 2004), partiendo desde una condición pré-política hacia otra más propiamente política, en una comprensión de la evolución y articulación de las demandas campesinas desde aspectos simples y elementales de la convivencia colonial hacia contenidos más complejos de reivindicación política en su articulación colectiva al Estado-nación en épocas recientes.
Siguiendo esta lógica de comprensión lineal moderna, corremos el riesgo de percibir a las sociedades campesinas como transitando desde una condición intelectual de simplicidad hacia otra de complejidad en su capacidad de comprensión de la realidad, como podría interpretarse la evolución discursiva de la demanda campesina que antes exigía tierra y ahora exige territorio, y que de hecho se impone como explicación dominante desde el discurso de la política pública, sugiriendo por ejemplo, que la reforma agraria consiste solamente en la dotación de tierra para la producción agropecuaria. Por suerte Piñeiro (2004) nos advierte ya en su obra que la lucha campesina se da en un contexto sociopolítico muy adverso, que en la época colonial y principios de la republicana prácticamente no contaba con espacios para manifestarse si no era a través de las revueltas y sublevaciones, que más temprano o más tarde terminaron con la derrota militar, sellando la extrema dificultad de poder posicionar su proyecto político.
No es sino hasta que los procesos de reforma agraria de la segunda mitad del siglo XX, con el auge de la tractorización e introducción de las semillas mejoradas de la revolución verde, que se consolida la conquista de algunos derechos ciudadanos individuales que permite la ilusión de una mayor articulación de los campesinos al Estado y al mercado, vía la ciudadanización del indio convertido en campesino, con lo cual la lucha por la tierra toma un carácter de acceso individual a la parcela agrícola. El desencanto de este modelo sobreviene rápidamente después de los primeros años de implantadas las reformas agrarias, ya que las promesas del desarrollo del campesino vía la revolución verde y la articulación al mercado no tuvieron los efectos esperados, principalmente porque los campesinos no tenían ningún control sobre las políticas públicas de desarrollo, y a partir de esta limitación el Estado y todo su aparataje no podía ser usado para el desarrollo de los campesinos; aunque sí era usado por la clase dominante para beneficiarse como sector agroempresarial con créditos, apoyo técnico y políticas favorables.
Desde la óptica de los campesinos, era evidente que la inclusión ciudadana vía el dispositivo de los derechos ciudadanos individuales y la vinculación al mercado no era suficiente, ya que de alguna manera seguía funcionando la estructura de exclusión y dominación en el seno del Estado, exigiendo replantear la comprensión de la naturaleza del problema del atraso del campesino, con lo que se reposiciona la lectura de la naturaleza colonial de las relaciones sociales, políticas, económicas y culturales del Estado, en un retorno a la perspectiva de la lucha por el territorio, cuyas manifestaciones más evidentes fueron las movilizaciones de los pueblos indígenas en las décadas del 80 y 90, reclamando al Estado el reconocimiento al derecho a un espacio territorial donde puedan reproducirse como pueblos.
La comprensión campesina de esta lucha, en Bolivia por ejemplo, fue expresada bajo la bandera de tierra-territorio en la década de los 80 y 90, que luego evoluciona hacia la idea del Estado plurinacional comunitario con autonomías campesinas e indígenas en los 2000. Lo que se pone en cuestión con esto, es el conjunto de supuestos sobre los cuales se erigen los Estados-nación en nuestro continente. El concepto tradicional de Estado, en tanto entidad política, define al mismo como una entidad compuesta por una población, un gobierno y un territorio (SCELLE en GOTTMANN, 1973:14; RAFFESTIN, 1993). El supuesto es que la población de un país correspondería a una sola comunidad política, es decir a una nación, armonizada por la estructura de representación política que le provee la condición de ciudadanía, a partir de una lógica de organización jerárquica del territorio nacional que provee los niveles territoriales correspondientes de representación política para conformar un gobierno con participación de los representantes de todas las unidades territoriales subnacionales. A su vez, la condición ciudadana garantiza la participación de todos los ciudadanos de cada unidad territorial subnacional en el gobierno nacional a través de las estructuras de representación política vía partidos políticos.
Al estar resuelto el problema de la adscripción del individuo a la comunidad política nacional a través de la ciudadanía, la consolidación del territorio nacional en la lógica del Estado es suficiente y absoluta. El territorio, según esta concepción, es sólo la “porción del espacio definido por las leyes y la unidad de gobierno” de un Estado (GOTTMANN, 1973), y por tanto no es posible aceptar otro territorio dentro del territorio nacional, porque eso sería violar la soberanía del Estado. Bajo este entendido, y en el supuesto de que todos los habitantes del territorio gozan de iguales derechos ciudadanos individuales que garantizan su adscripción a la nación, el territorio nacional es suficiente, absoluto, único e incontestatable, y es dentro de este territorio nacional que se organizan las propiedades de tierra bajo la normativa que produce el gobierno nacional que representa a todos los ciudadanos. Esta concepción de territorio, estrechamente ligada a la concepción hegemónica de organización política de la sociedad, condiciona una comprensión dominante del acceso a la tierra en tanto propiedad privada, solo tierra para trabajar, donde el problema se reduce a hacer más eficiente la redistribución de la misma entre los ciudadanos, y claro, lo que se discute es la propiedad individual de la tierra, no el territorio, porque eso estaría resuelto indubitablemente en el nivel del Estado-nación. Esta condición explica en principio el manejo dominante del concepto de “tierra” sólo como parcela de trabajo o propiedad agrícola. Sin embargo, la realidad de la composición social y el origen colonial de nuestros países no pueden ser ignorados, esta sigue estructuralmente allí, y como en cada ciclo histórico de encantamiento de la dominación, este llega a un punto de crisis que no permite mantener más los principios hegemónicos y surgen nuevamente los atavismos de nuestra historia social y política.
Silvia Rivera (1993) se preguntará sobre la razón de que las reivindicaciones de corte indigenista resurgen cada vez con la misma renovada vitalidad de antaño, a pesar de haberse sentenciado innumeras veces su desaparición con la implantación de modelos novedosos de homogenización cultural y política. Igualmente se preguntarán angustiados los convencidos de la primacía capitalista el por qué de la persistencia del campesinado en estos tiempos donde esta incomoda clase se tendría que haber acabado. El convencimiento de la clase dominante de su derecho legítimo de propiedad sobre el territorio conquistado, construido en la conquista y colonia del continente, sigue plenamente vigente en la idiosincrasia contemporánea de nuestras sociedades latinoamericanas, y la implicación de esta creencia es absolutamente marcante en la configuración social y política actual de nuestros países. Para la clase dominante, el territorio nacional es de su propiedad por derecho de conquista, así de sencillo, en la misma lógica feudal pero reubicada a tiempos modernos con un discurso democrático. No fueron los campesinos sin tierra, de origen plebeyo, indio, o esclavo, los que invirtieron fortuna en conquistar y colonizar el territorio. Esta comprensión es necesaria para mantener el orden colonial, sólo que debe ser impuesta como sentido común para orientar un devenir fluido de la sociedad y del Estado. Pero este sentido común empieza a resquebrajarse en la década de los 90 a partir de las limitaciones que muestra el modelo neoliberal impuesto a nuestros países en la década de los 80 como la receta de continuidad del modelo desarrollista de las décadas de los 50, 60 y 70 para lograr el desarrollo nacional.
La extrema dificultad para participar en las decisiones políticas por parte de los sectores subalternos, entre los cuales están los campesinos e indígenas, llevó también a una crisis de los sistemas tradicionales de representación política, nominalmente los partidos políticos; y a un cuestionamiento de la condición de ciudadanía construida sobre los supuestos liberales de los Estadosnación modernos. De a poco fue creciendo una comprensión cada vez más clara de que el Estado-nación y su estrategia de desarrollo no estaban pensados en el desarrollo de toda la sociedad, a lo sumo los beneficios podrían gotear hacia la población excluida en dosis cada vez más pequeñas. Es lógico que la identidad indígena resurja nuevamente en este periodo para exigir de nuevo el derecho a constituirse como sociedades plenas y tomar control de su propio destino, en un espacio territorial propio, por derecho de propiedad pre-existente a los actuales Estados, desafiando abiertamente la noción del derecho de propiedad por conquista. Esta emergencia es fundamental para promover en la conciencia de los sectores subalternos una revisión de los supuestos de la organización de la sociedad en los Estados-nación y en el seno de los modelos de desarrollo dominantes, y rápidamente se cae en cuenta de que lo que está en cuestión es una disputa por el territorio nacional entre estamentos sociales separados colonialmente.
En los países de fuerte presencia indígena, que disputa el derecho propietario original del territorio, se condensa el discurso de la tierra-territorio, del territorio indígena, y finalmente de la plurinacionalidad como condición de reorganización del territorio del Estado; y en los países de composición social sin una aparente presencia significativa de lo indígena, como Argentina y Brasil, la expansión de modelos de desarrollo que arrasan con la población rural campesina exige también una respuesta en base a la comprensión de la disputa del territorio nacional, que al igual que el caso indígenacampesino, de lo que se trata es de concebir un Estado que garantice la pertenencia al espacio territorial nacional a la población que tiene condiciones diferenciadas de reproducción social, económica y cultural. Para el caso de Brasil, el proceso de ocupación de tierras que realizan los campesinos sin tierra es comprendido como un acto de resistencia frente al Estado controlado por las clases dominantes que aplican políticas contrarias a la reproducción de las familias campesinas, y esta resistencia trae implícita una noción de espacio territorial donde el Estado garantice la reproducción campesina (FERNANDES, 2008) Así, en principio, en la noción campesina no se trata de fraccionar o desconocer de pleno el territorio nacional, sino que se trata de efectivizar la condición ciudadana de todos los individuos en el espacio territorial nacional. De esta manera, se construye una conciencia no sólo de la posibilidad de existencia del territorio campesino o el territorio indígena, sino de una necesidad política ineludible en la reconfiguración del Estado para que este asuma en la realidad lo que en términos enunciativos ya prometió hace tiempo. Se trata, en cierta manera, de exigirle al proyecto de la modernidad que cumpla sus promesas.
4. La territorialización de la identidad para la dominación
La división de castas para organizar la sociedad produce el fenómeno del mestizaje, y la división del trabajo bajo criterios raciales, asignándole a los indios el estigma de la inferioridad, y a los europeos la cualidad de lo superior, de manera que el mestizaje biológico y/o cultural vino a ser el único vehículo para escapar del polo negativo de la oposición indio-blanco, por tanto de ascenso social, estableciendo una compleja gradación fenotípica de la población que tuvo su correlato con las ocupaciones laborales y los espacios territoriales asignados a estas identidades, siendo que los cargos de mando y poder, ubicados en las ciudades, estaban reservados para los miembros de la cúspide de la jerarquía social, los blancos, siendo los mandos medios reservados para los criollos, los oficios artesanales para los mestizos, y el trabajo de la tierra a cargo de los indios (GARCÍA, 2005; RIVERA, 1993; PIÑEIRO, 2004; YAMPARA, 2005). En aquellos lugares donde se introdujo el trabajo esclavo, los negros estaban destinados a una casta social incluso más baja, con su correlato laboral. Así, mientras el territorio no estaba bajo el control político del señor europeo, era susceptible de conquista. Para los indios, para los trabajadores sin tierra, o para los esclavos fujidos era inconcebible pensar en erigir un territorio libre de la influencia del sistema colonial, y cuando se daba su existencia era posible solo en la efímera rebelión, o en la profundidad del territorio inexplorado, o en la medida en que estén bajo el control político del europeo, susceptibles siempre de ser atacados y destruidos por el poder colonial (FERNANDES, 2000). De esta manera, en los espacios donde se reproducía el trabajo indígena y esclavo, libre o subordinado, se establecía el territorio de los inferiores, el territorio dominado o destinado a ser dominado, el territorio a ser usurpado, dándose así la territorialización de las identidades (DELANEY, 2005) en una perspectiva de estructuración espacial de la desigualdad social para la dominación y explotación colonial.
Con la imposición de la perspectiva europea de colonización se establece un complejo sistema de territorialización de la dominación y de la explotación, asignándole al espacio rural donde viven las comunidades indígenas, los trabajadores sin tierra y los esclavos una cualidad territorial equivalente al espacio “salvaje”, “atrasado”, “incivilizado”, por lo tanto susceptible de recibir una labor civilizadora por parte de los que constituyen el mundo civilizado, es decir, de los blancos. Es la territorialidad de la dominación colonial, donde el estamento dominante impone un significante al territorio y su estructura. Son los blancos los que controlan el poder de la argumentación y de la posibilidad de nombrar las cosas, controlan el Estado y sus aparatos ideológicos, y construyen una conciencia común que naturaliza esta concepción. Dice Gonzáles Casanova (2006) que las clases dominantes del actual sistema capitalista cuentan con un capital de conocimiento con bases científicas muchísimo mayor que bajo otros sistemas de explotación anteriores, y su nivel de conciencia sobre el funcionamiento del sistema es muy alto, con lo cual despliega acciones y estrategias que le permiten establecer condiciones favorables para mantener las estructuras de dominación, desigualdad y explotación de la manera más conveniente posible para sus intereses de clase. Esta gran capacidad y poder les permite eventualmente tomar control de los procesos de cambio que empujan las clases subalternas, vaciarlos de los elementos peligrosos, y redireccionar estos cambios hacia condiciones que aparentan mejorar pero que no afectan en esencia los privilegios de su clase, es decir, cambiar para que nada cambie.
No es casualidad que los campesinos rebeldes que luchan por la tierra sean los descendientes, directos o simbólicos, de los indios y los negros; y que los propietarios de grandes latifundios y funcionarios del Estado sean los descendientes, directos o simbólicos, de los españoles y portugueses conquistadores, pues la raíz de todo esto está en la contraposición entre colonizadores y colonizados, dirá la socióloga boliviana Silvia Rivera (1993). La lucha social muestra en la América, sobre todo india pero también en los países con poblaciones de origen esclavo, una alta correlación entre la condición de clase y la condición étnica de los individuos, desafiando la concepción tradicional de Estado-nación y ciudadanía que se había impuesto hegemónicamente después de la guerra de la independencia. A esta condición, asociada a la supuesta inherencia de la superioridad e inferioridad de las razas, denominamos como la colonialidad (RIVERA, 1993; GONSALEZ, 2006) El Estado-nación, criatura de la modernidad, fue el vehículo privilegiado para llevar a cabo las promesas de la modernidad, construido sobre el mito de la igualdad entre los seres humanos que conforman la “comunidad política imaginada” que se constituye en un territorio soberano. (SANTOS, 1997) La fórmula europea para lograr esto, fue superar la diversidad de identidades étnicas de los grupos humanos que estarían conviniendo en constituir el Estado y conformar una sola identidad nacional, por sobre todas las otras identidades previas (MORAES, 1986) para lo cual la modernidad declaró la irreversible declinación de las comunidades étnicas tradicionales para dar lugar a una nueva forma de organización de la comunidad nacional bajo el principio de la ciudadanía (SANTOS, 1997, p.316) que implicaba dotar de igualdad de derechos de todos los ciudadanos, sin distinción de etnia, clase o religión.
En América esta fórmula, aplicada como modelo de formación de los Estados-nación, sirvió para deslegitimar a las naciones y pueblos indígenas y someterlos a una condición cultural y organizativa según cánones de la cultura conquistadora dominante, la europea española y portuguesa, naturalizando con la idea del Estado-nación la dominación y explotación de las poblaciones indígenas y esclavas por los civilizados blancos, condición que se ha venido a denominar como el Estado monocultural de una sociedad multinacional (GARCÍA, 2005 p.29). En los países de la América española la población, lejos de haberse homogenizado por procesos de ciudadanización y mestizaje, se mantiene heterogénea, y se mantiene jerarquizada en base a las identidades construidas en el proceso colonial (YAMPARA, 2005; RIVERA, 1993, GARCIA, 2005). La experiencia reciente de Bolivia para la elaboración y aprobación de una nueva Constitución Política del Estado sirve para observar claramente la persistencia inalterable de las estructuras de origen colonial del Estado y la sociedad.
El proyecto de refundación del Estado en base a los planteamientos y demandas de autonomía indígena y campesina se vieron fuertemente enfrentados con el sujeto social del Estado-nación: el mestizo, contraponiendo dos agendas que disputan la concepción del cambio: «autonomía indígena-originaria campesina» versus «autonomía departamental», ambos vinculados directamente con el reconocimiento del orden comunitario plurinacional y con el reconocimiento del orden capitalista de dominación colonial de la propiedad privada individual, respectivamente.
En los territorios donde prevaleció la Hacienda como sistema de producción, la construcción del Estado-nación se hizo en base a la destrucción de las identidades comunitarias étnicas, basadas en la comunidad de parentesco de pueblos indígenas, y para efectivizar la dominación política el régimen colonial destruyó toda posibilidad de articulación de la capacidad política de estos pueblos, aplicando una serie de medidas de desarticulación de los pueblos, pero manteniendo sus células mínimas de estructuración del trabajo para su explotación: la comunidad, y rebajando hasta este nivel la posibilidad de relacionamiento con la autoridad española, siempre cuidando de subalternizar y suplantar los liderazgos comunitarios indígenas, con lo cual se atomizó y despolitizó la posibilidad de la acción política indígena (RIVERA, 1993; DIAZ-POLANCO, 2003) En los territorios donde se despoblaron de indígenas y se usó el trabajo esclavo, se cuidó de evitar la conformación de estructuras comunitarias de los trabajadores, mucho menos su territorialización, ya que era muy claro para los latifundistas que estas eran los núcleos de gestación de la acción política de los oprimidos. Los quilombos y los grupos de salteadores de caminos formados por esclavos negros o blancos que logran escapar de las plantaciones coloniales en el actual territorio brasilero (MORISAWA, 2001; FERNANDES, 2000) son ejemplos de la formación de estructuras comunitarias del mundo agrario para hacer frente a la adversidad desde la subalternidad.
La atomización y desarticulación de las estructuras comunitarias fue objeto constante de las políticas de Estado para viabilizar la dominación de la población indígena y esclava, y las reformas agrarias y su concepción de dotación de propiedades privadas individuales a los productores campesinos también responde a esta lógica liberal de estructuración del Estado-nación.
5. La lucha es por el territorio
La lucha por la tierra es, en la experiencia de los campesinos latinoamericanos, una tarea que excede la simple redistribución de la tierra, ya que ese tipo de reformas no pudieron dotar al campesino de verdaderas posibilidades de desarrollo que le permitan salir de sus condiciones estructurales de atraso, marginación, explotación y pobreza. Ya en la colonia se debatía en las movilizaciones y rebeliones indígenas andinas la necesidad de resolver el problema social consolidando la república de indios y la república de españoles (RIVERA, 1993) en una clara alusión al reconocimiento de la soberanía indígena en el seno de una organización jurídica estatal compleja. La revolución boliviana de 1952 estuvo muy marcada por las demandas de consolidación de los territorios y naciones indígenas (HUIZER, 1978) y en el proceso constituyente reciente se consagra una constitución política que reconoce un Estado Plurinacional Comunitario (BOLIVIA, 2009), lo mismo que en la nueva Constitución Política del Ecuador, en el seno del cual es posible reconocer la cualidad política de las estructuras comunitarias campesinas como fuente legítima y legal de representación política e implementación de políticas públicas de desarrollo local y regional.
En la colonia portuguesa existen varios ejemplos de rebeliones de regiones donde las clases dominantes regionales, compuestas de criollos, junto con la población explotada, indios, negros y mestizos pobres, se levantaban contra el imperio portugués, y en algunos casos lograron prosperar con la implantación momentánea de gobiernos regionales propios que establecieron medidas radicales, como la abolición de la esclavitud, expulsión de portugueses, redistribución de la riqueza, la igualdad entre los  hombres, lo cual siempre terminó siendo el motivo de la alianza de los sectores criollos dominantes levantados con los portugueses para controlar a los esclavos y trabajadores pobres (MORISSAWA, 2001). No es sólo la posibilidad de la acción política en el seno de un esquema de Estado, sino que la producción en pequeña escala, como la campesina, también requiere de un entorno comunitario que le provea los recursos necesarios para la reproducción económica y social del campesino. El conocimiento productivo, la institucionalidad local necesaria para gestionar el uso y acceso a recursos productivos, el intercambio de insumos productivos, la reciprocidad posible para prestar y recibir oportunamente insumos productivos, en fin, sólo un entorno comunitario hace posible el poder construir colectivamente la posibilidad de tener a disposición insumos productivos en los momentos oportunos, cosa que sería muy difícil o hasta imposible para un pequeño productor en un entorno dominado únicamente por relaciones mercantiles.
La «forma comunitaria de vida» produce un núcleo cultural diferenciado, es fuente de diversidad y diversificación de lo social, en términos culturales, de arreglos institucionales, de conocimiento, de artefactos e instrumentos producidos y construidos, de cultivos y tipos de animales criados, y así estos núcleos diferenciados a partir de su adaptación a los entornos ambientales se constituyen en formas peculiares de constitución de sociedad desde lo local hacia lo regional y hacia lo global, con una territorialidad característica propia que encierra en si misma el germen de un potencial de desarrollo humano, cultural, económico y social cuyos límites los podría colocar la propia voluntad del pueblo o entidad social en cuestión.
Sin embargo, este potencial es restringido por la dominación y la explotación a que están sujetos las identidades campesinas e indígenas, con su territorialidad e institucionalidad propia, por el capitalismo y su montaje territorial del Estado-nación moderno hegemónico. Por eso el simple acceso a la parcela productiva no es condición suficiente para garantizar el acceso a una mejor condición de vida de la familia campesina, sino que esta parcela debe estar inserta en un contexto que le permita su viabilidad económica, cultural, social y política, es decir, en un entorno tal que la forma de vida campesina indígena no sólo sea reconocida como una forma legítima y válida en sí misma, con todas sus características intrínsecas, sino que además sea apoyada por el entorno social y político para acceder a los bienes y servicios que produce una sociedad organizada estatalmente. Esto implica una nueva concepción de Estado, alternativa en todo caso a la concepción hegemónica del Estado-nación que impone su propia estructura y lógica a todas las estructuras sociales de su jurisdicción; una nueva concepción en la cual sea posible la expresión vital de las lógicas autóctonas de las sociedades locales y regionales. La disputa de esta concepción tiene, en todo caso, amplias posibilidades, tantas como las historias particulares de cada país y sociedad, cuyas historias particulares de constitución, formación y lucha social ya proveen posibles horizontes alternativos. La lucha por la tierra adquiere así un horizonte de lucha por el territorio, por un espacio vital donde se garantice la reproducción social de los grupos humanos en una perspectiva de mejorar sus condiciones de vida, ejercer sus derechos en forma constante y en base a los criterios y visiones propias del grupo.
6. Consideraciones finales
En la cabeza de los movimientos campesinos latinoamericanos (indios, esclavos, sin tierras, peones, etc.) siempre ha estado claro que el objetivo de la lucha es la rearticulación de ellos mismos como sujetos excluidos de los estados coloniales, en la legitimidad y legalidad de la sociedad nacional, y la demanda de tierra es hecha en el entendido que la misma está inserta en un espacio territorial que garantiza su derecho legítimo a existir, es decir, para el campesinado el concepto de tierra como “espacio de trabajo” no se abstrae de su contenido político de territorio. En el caso de los países donde la población indígena no ha sido diezmada con el genocidio colonial, y su presencia contemporánea es muy significativa, como el caso de Bolivia, Perú, Ecuador, Guatemala o México, sin duda que estas estructuras sociales cuyo origen se remonta a los tiempos prehispánicos ya se constituyen en entidades legítimas de concreción de la comunidad política específica para articularse al Estado. La figura del Estado Plurinacional y Comunitario surge en los casos de Bolivia y Ecuador, donde las autonomías indígenas y campesinas emergen como figuras jurídicas reactualizadas para el contexto de los nuevos Estados nacionales, pero esta vez plurinacionales. Es la idea de las dos repúblicas manejada por las rebeliones indígenas andinas del siglo XVIII reactualizada para estos tiempos.
La posibilidad de concreción de las autonomías campesinas, es así un espacio real en el nuevo marco jurídico, que para el caso boliviano está prevista en su nueva Constitución Política del Estado (BOLIVIA, 2009) e implica la posibilidad de redescubrir la territorialidad campesina que se produce en la práctica cotidiana de las comunidades campesinas, y formalizar creativamente estas territorialidades en un esquema estatal que reconozca las mismas y les asigne jurisdicción, recursos y competencias como para que les permita aplicar políticas de desarrollo desde el control y la decisión de la población local, en una clara estrategia de descolonización del territorio al dotarle de posibilidades de construir y ejercer un esquema autónomo de vinculación al gobierno nacional. Más aún, la noción de territorio campesino no se circunscribe sólo a la realidad del mundo indígena en el Abya Yala, sino que es una noción que se impone en el seno de todos los contextos estatales y societales de nuestros países, desde cuya argumentación se disputa la concepción dominante de territorio nacional de origen colonial, y desafía los supuestos de la igualdad, equidad y libertad en la conformación de los Estados-nación erigidos bajo principios liberales de ciudadanía individual, ignorando los derechos colectivos de entidades sociales, culturales o étnicas que luchan por acceder a los derechos ciudadanos que formalmente pregona el pacto social del Estado moderno.
El derecho de las comunidades campesinas a existir y vivir bajo la plena articulación a la sociedad y al Estado en un territorio que no esté expuesto a la vorágine devastadora del agronegocio es una condición central de la reconstitución de nuestros países. Aunque parezca ser una novedad en el ocaso de la modernidad capitalista, la lucha por el territorio es en realidad una lucha antigua inherente a la condición de colonialidad del proyecto civilizatorio de la modernidad, y la lucha por la tierra siempre estuvo cargada de esa connotación de espacio de reproducción social, económica, cultural y política para los campesinos y los indígenas en el seno de un Estado-nación, pero en cuya condición de construcción de la nación no se parta de la negación y destrucción de la diversidad, sino más bien en su reconocimiento y potenciamiento como parte de la articulación y estructuración de la sociedad.
Referencias:(...)

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