De las conductas gubernamentales y mediáticas ante el Covid-19 se originan
la actual maximización de la paranoia e hipocresía propias al control del
sistema mundo sobre la humanidad. Frente a esta catastrófica hegemonía
cultural e ideológica nos urge reflexionar sobre qué
Federico Mare
y
Ariel Petruccelli
nos advierten:
"Desde luego que aquellas personas que consideren poco probable una
alternativa socialista, una quimera perimida del
siglo XX corto, no
tienen por qué embellecer formas específicas del capitalismo, ni se
hallan condenadas a brindar explicaciones poco consistentes de los
procesos actuales. Sin embargo,
es esto lo usual en el panorama intelectual contemporáneo.
Y sin embargo, las agudas contradicciones del capitalismo se hallan en la
base de todo cuanto está aconteciendo en el mundo en estas últimas décadas.
La inviabilidad de un crecimiento económico infinito en un planeta finito es
algo evidente".
Hoy urge hacernos
cargo, abajo y a la izquierda, de
las agudas contradicciones del capitalismo.
Estas nos retan a asumir las disputas de liberación de territorios y trabajos comunales al
Capital Estado, con articulación entre sí mediante programa de elaboración conjunta (por un creciente número de comunidades urbanas y rurales) de la «reforma
agraria integral» anticapitalista, antiimperialista, antirracista,
antipatrialcal y decolonial. Hacia constituir el poder de los pueblos de crear sus
buenos vivires
convivires.
Pero chocamos conque: "el
discurso público mayoritario, a un lado y otro de las fronteras
ideológicas internas del capital (conservadores y progresistas,
liberales y populistas, ortodoxos pro-mercado y heterodoxos
estatistas),
se omita o minimice la vinculación de la
pandemia actual con la problemática ambiental, se hable lo menos
posible de la relación del capitalismo con esta última, y se
contraponga burdamente salud y economía.
Por lo mismo, tampoco es de extrañar que, en la polarizada Argentina
de la grieta, la
política del ASPO dispuesta por el gobierno nacional peronista sea
apoyada –y replicada con celo a nivel local– por las tres provincias
radicales (Mendoza, Jujuy y Corrientes), y también por CABA,
controlada por el macrismo, las cuatro jurisdicciones opositoras de
centroderecha".
"El abordaje típico se concentra en un nivel
político superficial,
ignorando
pertinazmente tanto los fenómenos estructurales de larga duración, como
la posibilidad agencial de cambiar las estructuras socioeconómicas:
posibilidad siempre abierta, aunque con disímiles circunstancias y
grados de factibilidad. En consecuencia, lo que predominan son flacos
análisis. Flacos porque deben omitir datos obvios (como las escandalosas
diferencias regionales), descartar preguntas reveladoras (¿por qué, por
ej., hay tanta alarma con el COVID-19, cuya tasa de mortalidad se halla
muy lejos de las de la desnutrición, el cólera, o el paludismo?) y
evitar el cruce de variables o dimensiones (como ecología y capitalismo).
El
resultado de todo esto es una pésima discusión pública de los problemas,
junto a un desconcierto generalizado que no reconoce fronteras
geopolíticas ni sociales. La humanidad parece ingresar al ojo de la
tormenta de una crisis civilizatoria con los ojos vendados. Solo que, a
diferencia de la diosa Temis, su balanza está descalibrada; y su espada,
sin filo".
Fuente: https://rebelion.org/covid-19-estructura-y-coyuntura-ideologia-y-politica/
De ahí la importancia de comenzar por multiplicar espacios en común de deliberación y toma de decisiones sobre los problemas fundantes de «buenos vivires convivires» abajo hacia plasmar una intelectualidad surgida de la síntesis de saberes de las diversidades populares.
Se trata de hacer florecer sentipensares arraigados, desmonopolizados de los científicos e intelectuales mediáticos, decolonizados...en todo el país-continente.
Covid-19, estructura
y coyuntura,
ideología y política
18 de mayo de 2020
Por
Federico Mare
y
Ariel Petruccelli
(Rebelión)
La crisis
desatada por la pandemia del COVID-19 tiene desconcertadas a las autoridades
públicas de todos los países. No es para menos, habida cuenta su magnitud
(escala global, gravedad de efectos), su complejidad multidimensional (crisis
sanitaria, pero también económica, política y social), y la oscuridad que rodea
a su etiología y cura (la medicina sigue investigando el origen de la mutación
viral y buscando desesperadamente una vacuna). Se lo reconozca o no, lo cierto
es que nadie sabe con certeza cómo salir del atolladero; atolladero al que
tampoco se sabe muy bien –la verdad sea dicha– cómo diablos se llegó. Prácticamente
la totalidad de lxs economistas ya se atreve a vaticinar que la recesión
resultante de todo esto superará con creces a las de 2008 (crisis
de las hipotecas) y 1973 (crisis
del petróleo).
No solo eso: una buena mayoría se atreve
a pronosticar que muy probablemente equipare a la Gran Depresión de los años
30, hasta ahora la peor crisis en la historia del capitalismo. E incluso no
son pocas las voces alarmadas que prevén una superación de ese récord
recesivo, a la luz de la velocidad pasmosa de la caída que registran casi
todas las variables macroeconómicas (producción, comercio, consumo, ahorro,
inversión, nivel de empleo, salarios, recaudación fiscal, crédito,
exportaciones e importaciones, turismo, remesas, flujo de transporte, etc.).
En su informe de abril, criticado por su exceso de optimismo, el FMI hablaba
de una caída del PBI global cercana al 3%, que no es poco… La OMC, más
realista, ha augurado un desplome de casi 9%. Al ritmo que venimos, es poco
probable que esta parálisis productiva, comercial y financiera no derive en
algo igual o peor que la Gran Depresión.
Sirvan estos dos datos como botones de
muestra: 1) en
Estados Unidos, la mayor economía del planeta, 33 millones y medio de
personas (casi un 15% de la PEA) se quedaron sin trabajo en menos de dos
meses; 2) el
tráfico internacional de bienes y servicios, durante 2020, podría
experimentar una caída mayor al 30%. Si bien no se ha llegado aún a los
niveles históricos de la Gran Depresión (desempleo del 25% en EE.UU. y caída
del comercio mundial no inferior al 50%), vamos camino a eso, y de manera
más acelerada que en los meses siguientes al crack del
29.
Por lo demás, según
puede observarse, nadie sabe muy bien cómo recuperar la economía capitalista de
su propia debacle. Todo lo que hay son conjeturas vagas, difusas. Conjeturas que
parecen expresar más un apriori ideológico
y desiderativo que un análisis realista y riguroso de la presente coyuntura:
neoliberales pidiendo obcecadamente más mercado y menos estado (como si no
hubiésemos tenido ya suficientes dosis tanáticas de laissez
faire), y neokeynesianxs
pidiendo ilusamente menos mercado y más estado (como si el capitalismo tardío de
hoy, hiperglobalizado e hiperconcentrado, permitiera volver sin más a los viejos
tiempos del Estado-nación benefactor de Posguerra)… Lo
cierto es que ni unxs ni otrxs sacan los pies del plato. Sus razonamientos
empiezan y concluyen dentro de la lógica capitalista, que aceptan con entusiasmo
o resignación.
El
desconcierto en este terreno es equiparable, por magnitud, al delcrack de
1929 y los comienzos de la década del 30. Pero con tres importantes diferencias
cualitativas que es conveniente subrayar.
-
La primera: por entonces había una
alternativa realmente existente al ordenamiento capitalista de la economía y
el estado. Con todos sus defectos, la URSS era una realidad concreta (esos
defectos, además, no habían mostrado aún su peor cara, ya que el estalinismo
recién estaba dando sus primeros pasos).
-
La segunda: el capitalismo se hallaba en
plena expansión, sin que los límites ecológicos a su «progreso indefinido»
se hubieran tornado palpables, y sin que la situación se hallara próxima a
una catástrofe civilizatoria.
-
La tercera: no hubo nada parecido a la
actual pandemia: ninguna emergencia sanitaria ni ola de pánico o paranoia
que se asemeje a lo que estamos viviendo hoy, al menos a escala planetaria.
La
crisis de los 30 fue esencialmente económica, producto de la dinámica intrínseca
del capitalismo: grosso
modo, un cóctel de sobreproducción primaria-industrial y burbuja
financiera. Nada aseguraba a
priori que el orden
burgués pudiera salir a flote de la crisis. Era perfectamente posible que
sucumbiera en medio de una oleada revolucionaria, y la primavera española del 36
pareció por un momento dar algún crédito a ese optimismo o pesimismo (según el
cristal ideológico con que se la mire). Pero, si por el contrario lograba domar
a la clase trabajadora y controlar políticamente la situación, el sistema del
capital podía retomar su crecimiento. Eso fue lo que pasó, como sabemos. Tanto
el nazifascismo como el New
Deal rooseveltiano, y sus
respectivos parientes, consiguieron salvaguardar el statu
quo burgués combinando en
distintas proporciones la represión y la cooptación, el garrote y la zanahoria.
Aquella
crisis indicaba que la expansión ilimitada del capital afrontaba dificultades
internas, por decirlo de algún modo. Pero no había claros límites externos. La
actual crisis ecológica pone sobre la mesa el problema de los límites externos,
los límites naturales –más que sociales– de la acumulación ilimitada de capital.
Sin embargo, en el capitalismo actual no hay nada propiamente externo. La
naturaleza como límite exterior de la acumulación de capital es una concepción a
la vez correcta y unilateral.
-
Es correcta porque evidentemente el medio
natural, aunque ampliamente socializado, es algo diferente a las dimensiones
más puramente sociales de la realidad (como el sistema financiero).
-
Pero es unilateral porque ningún sistema
social puede desarrollarse al margen del entorno natural, por fuera del
medio ambiente; y porque la naturaleza se ve crecientemente influida por el
factor antrópico, por procesos económicos, demográficos, políticos y
culturales (la contaminación, el extractivismo minero y forestal, los
agronegocios, la superpoblación, el consumismo, el uso omnipresente de
materiales plásticos, las guerras, los accidentes nucleares, las
migraciones, etc.).
Los límites interiores
y exteriores arriba mencionados deben ser tomados, pues, en un sentido relativo, cum
grano salis. Naturaleza
y sociedad son parte de una misma realidad integrada, interconectada, donde
caben hacer distinciones analíticas mas no separaciones
tajantes, al menos no a esta altura del devenir humano. En los últimos decenios,
la ecología cultural y la historia ambiental han hecho aportes científicos
decisivos al enfoque holístico, que inhabilitan cualquier mirada segmentada a la
vieja usanza.
* * *
Ahora
bien, ¿cuán endógena o exógena debemos considerar a la pandemia actual? ¿Es un
fenómeno más natural que social, o más social que natural? Si
exceptuamos las explicaciones de tipo conspirativo –como aquella que reclama que
el virus fue creado en laboratorios y esparcido accidental o incluso
deliberadamente por China (Trump fue uno de los difusores de esta teoría), la
representación dominante en la mayoría de los países, y en la mayor parte de los
grandes medios de comunicación, concibe la emergencia del COVID-19 como un
fenómeno natural: una desgracia imprevisible, una calamidad inevitable. De
acuerdo a esta visión, las autoridades no tendrían ninguna culpa retroactiva,
ninguna responsabilidad respecto al origen de
la pandemia, y únicamente deberían ser evaluadas de aquí en adelante, por la
eficacia o ineficacia de su respuesta sanitaria.
Tanto el enfoque conspiranoico a
lo Trump, como la visión fatalista de la desgracia natural, coinciden en un
aspecto clave: lo
que cuenta es la política. Ya se trate de la malicia o irresponsabilidad de
quienes desparramaron el virus, o ya se trate de la eficiencia o desidia con
que afrontaron el problema los gobiernos, el foco está puesto en lo subjetivo,
en lo agencial. No
hay factores objetivos y estructurales fundamentales, o, si los hay, son del
orden de lo inalterable: la vida de los virus sería ajena al control y la
responsabilidad humanas, salvo en el caso de los virus creados ex
professo, maquiavélicamente, en laboratorio.
Pero
es precisamente en este punto donde se revela, inconfundible, el núcleo
ideológico capitalista de esta representación. Hace
ya décadas que se viene alertando sobre el riesgo de proliferación descontrolada
de nuevos y viejos virus producto del calentamiento global, de la desforestación
acelerada que deja a las especies silvestres cada vez menos espacio,
obligándolas a interacciones inusuales; y de esa moderna
caja de Pandora que
son las granjas de aves de corral y de ganado vacuno, porcino, etc., criado en
condiciones de hacinamiento horrendas, que sobreviven en base a antibióticos y
antivirales. Empresas
y gobiernos son responsables del problema, por acción u omisión. Pero claro: de
eso no se habla, fuera de algunos ámbitos militantes minoritarios
(veganismo, antiespecismo,
ambientalismo, ecosocialismo).
Desde que la especie homo
sapiens, en su largo devenir evolutivo, produce y reproduce
cultura, su existencia ha tenido siempre algo –mucho o poco– de
artificialidad contra
natura. Pero esta tensión, este conflicto, en la modernidad
capitalista, con la Revolución industrial, alcanzó niveles insospechados. Ni
hablar en las décadas más contemporáneas de la sociedad de consumo, la
globalización y el extractivismo a gran escala… Entrado el siglo XXI, la
relación naturaleza-capital ha alcanzado un grado tal de antagonismo, de
incompatibilidad radical, de destructividad, que solo pareciera posible
describirla adecuadamente en términos de metáfora bélica, como ha hecho
recientemente, por ej., Mónica Cragnolini en un artículo para el libro
colectivo La
fiebre (ASPO, 2020),
donde la autora recupera el concepto de ontología
de guerra para pensar
el fenómeno del biocapitalismo.
Si el COVID-19 resulta ser, como parece, una
zoonosis (transmitida o no por los murciélagos), habrá llegado la hora de
plantearse muy seriamente, a fondo y con urgencia, el problema de la cría
industrial de animales, ya
no solo por elevadas razones éticas (lucha contra el maltrato animal, repudio de
la violencia especista antropocéntrica), sino también por elementales razones de
salud pública, e incluso –permítasenos agregar sin ninguna exageración distópica
o apocalíptica– por estrictas razones de supervivencia.
Porque la del coronavirus dista mucho de ser la primera pandemia o epidemia
zoonótica que se origina en alguna mutación viral ligada a la ganadería
intensiva de mercado. Es
solo la última de la lista: mal de las vacas locas, SARS, gripe aviar, gripe
porcina… Incluso el VIH-sida y el ébola podrían tratarse de zoonosis, y acaso
también la gripe española que tantos estragos causó allá por 1918. En el siglo
XXI, la proliferación de enfermedades letales de origen animal se ha vuelto un
flagelo crónico. Las zoonosis no son, pues, una anomalía externa al orden
económico burgués. Podemos y debemos considerarlas productos
típicos del
capitalismo tardío y de su irracionalidad civilizatoria.
Sin embargo, de esto casi no se habla.
Autoridades y medios de comunicación, gobernantes
de diferente signo político y empresarios de todas las tendencias, parecen
coincidir en algo: lo
pasado, pisado. Sucede
que progresistas declaradxs y neoliberales confesxs avalaron por igual, sin
grandes diferencias, el imperativo del crecimiento económico permanente, la
expansión sin freno de la frontera agraria a costa de la biodiversidad, y la
aplicación despiadada del régimen fabril a la actividad ganadera. Tuvieron
varias advertencias con anterioridad (gripe aviar, gripe porcina y otras
zoonosis), además de innumerables estudios científicos y documentos
elaborados por pueblos originarios y organizaciones ecologistas, pero
hicieron caso omiso de ellos. El show productivista-consumista
debía seguir… Y
la verdad es que nada invita hoy a creer que COVID-19 les haga recapacitar,
por mucho que se esté hablando –en broma distendida o con morbo
sensacionalista– de la sopa de murciélago de Wuhan. Su adhesión al
capitalismo se mantiene incólume. Unxs
y otrxs evitan reflexionar, como si se tratase de un tabú, sobre la cada vez
más evidente ligazón entre zoonosis y capitalismo.
* * *
Hay, sin embargo, una
verdadera batalla
de relatos en la cual, a
un lado y al otro del espectro ideológico del capital, se esgrimen explicaciones
igualmente inconsistentes del éxito o fracaso sanitarios a la hora de afrontar
la crisis pandémica. Las
mismas medidas, o medidas muy semejantes, son aplaudidas si las implementa un
gobierno de determinado signo político, y condenadas si las pone en práctica un
gobierno de signo contrario. Día tras día, la población es intoxicada con
noticias relativas al número o proporción de contagios y muertes, y con
acusaciones o elogios a las autoridades de turno. Parecería que la supervivencia
de la especie dependiera pura y exclusivamente de decisiones políticas tomadas
con celeridad. Y los datos incómodos son dejados a un lado, pues ahora es
momento de actuar, y de actuar rápido. Quienes hoy gobiernan, deben sentirse
algo así como Churchill en 1940, ofreciendoblood,
toil, tears and sweat, y lidiando con los bombardeos masivos de la Luftwaffe en
medio de la Batalla de Inglaterra; o bien, el presidente Whitmore (Bill Pullman)
en la película Día
de la Independencia, enfrentando
una invasión de monstruosos alienígenas procedentes del espacio exterior.
Sin embargo, un examen
atento de los números de la pandemia no justifica tanto tremendismo, como ya
explicamos en otro escrito (Pandemia:
paranoia e hipocresía global en tiempos de capitalismo tardío http://la5tapata.net/pandemia-paranoia-e-hipocresia-global-en-tiempos-de-capitalismo-tardio).
Si se cotejan con serenidad las estadísticas de la OMS, el coronavirus sigue
estando lejos –muy lejos, a decir verdad– de otras causas de mortalidad como el
cáncer, las cardiopatías, los accidentes de tránsito y de trabajo, las
enfermedades propias de la pobreza y la periferia (cólera, tuberculosis,
malaria), los asesinatos, el VIH/sida y los suicidios.
A escala global, el COVID-19 revela
marcadísimas diferencias geográficas. Las
cifras sugieren más bien la incidencia de patrones geopolíticos de larga
duración (estructurales), antes que la eficacia o torpeza de decisiones
políticas circunstanciales.
Las tasas de mortalidad por millón de habitantes varían de manera casi
increíble de una región a otra. Dentro de cada región, en cambio, los
resultados suelen ser bastante parecidos, aunque las políticas desarrolladas
para afrontar la pandemia hayan sido profundamente diferentes de un estado a
otro. Si bien se podría sostener que ciertos gobiernos han sido más
eficientes para contener la pandemia que otros, rara vez la mejor o peor performance de
un estado de cierta región se acerca a las performances típicas
de otra región. Hay saltos regionales curiosamente marcados.
Examinemos los datos. África y la India, los
dos grandes núcleos de la pobreza global, tienen unas tasas que van de 0 a 2
muertes por millón de habitantes. En el polo opuesto, la Europa occidental y
Norteamérica (EE.UU. y Canadá) tienen en casi todos los casos más de 100
defunciones por millón de habitantes, con Bélgica encabezando el raking (+700),
y con pocos países por debajo de los 100 decesos. Las naciones de Europa
oriental se ubican uniformemente –casi sin excepción– entre 10 y 40 muertes. El
Asia oriental tiene tasas de entre 2 y 10 defunciones por millón de habitantes.
América Latina oscila, en general, entre 4 y 40.
¿Qué sucede al interior de
estas regiones? Empecemos por
Asia oriental.Las tasas de
Corea del Sur son parecidas a las de China y Japón, a pesar de que los tres
estados aplicaron medidas muy diferentes: confinamiento
total (aunque sólo en las provincias más afectadas), en China; detección
temprana en base a tests masivos,
en Corea; confinamiento muy parcial junto a extremas medidas de higiene, en
Japón.
Geográficamente cercanos,
los dos países más grandes y desarrollados de Oceanía, Australia y Nueva
Zelanda, presentan prácticamente la misma baja mortalidad (aproximadamente 4
víctimas fatales por millón de habitantes), no obstante el hecho de que sus
gobiernos optaron por estrategias divergentes (Australia,
cuarentena parcial; Nueva Zelanda, confinamiento total). Sus tasas de contagio
también son similares. Ambos países consiguieron aplanar sus curvas
exitosamente, aunque transitando distintos caminos sanitarios.
Si la pandemia parecería
haber sido contenida en todos estos países, no sucede lo mismo en Europa
occidental y Norteamérica. Allí
las muertes por millón de habitantes se cuentan, en casi todos los estados, de a
varios centenares. Solo parecerían estar por debajo de esas cifras, y aun así
parcialmente, los países nórdicos. Las severas políticas de cuarentena
total no impidieron a Italia, España y Francia ubicarse entre los países más
afectados, acaso por haberlas implementado tardíamente (¿la implementación
tardía habrá servido de mucho, o solo para mostrar que se hacía algo y/o aliviar
un poco las conciencias?). El confinamiento drástico solo pareciera poder
compensar los ingentes sacrificios económico-sociales que demanda cuando se lo
pone en práctica de modo muy incipiente, antes de que se dispare la curva de
contagios.Inversamente, la
ausencia casi total de aislamiento en Suecia y Holanda no las catapultó al tope
de las naciones más afectadas: sus tasas de mortalidad son significativamente
inferiores a las de los tres países mediterráneos (entre un 20 y 45% más bajas).
Europa oriental presenta otra realidad,
un cuadro mucho menos sombrío que la Europa del oeste: su cantidad de
defunciones por millón de habitantes oscila entre 10 y 40. Nuevamente, con
relativa independencia de las medidas sanitarias adoptadas: por ejemplo, un
confinamiento bastante estricto en Ucrania, y actividades prácticamente
normales en Bielorrusia, arrojan cifras semejantes: 9 y 14 muertes por
millón, respectivamente. Lo mismo cabe decir de Polonia y Rusia. La vecina
eslava de Alemania, cuarentenada sin dilaciones a mediados de marzo, ha
registrado 21 decesos por millón de habitantes, mientras que la potencia
euroasiática presidida por Putin, cuarentenada con cierta demora a fines de
marzo, exhibe –paradójicamente– una tasa incluso más baja: apenas 13.
La relativa levedad del
COVID-19 en la Europa del Este otrora comunista obedece a varios factores
estructurales: posición
periférica en el tráfico global de personas y mercancías, pirámides de
población más jóvenes, menor densidad demográfica y acaso también (es una
hipótesis que están investigando varixs especialistas) un umbral más alto de
inmunidad colectiva asociado a la continuidad, hasta hoy, de la BCG en las
cartillas de vacunación universal y obligatoria (en la mayoría de los países
desarrollados de Europa occidental y otras partes del mundo, esa política
sanitaria se abandonó en el último tercio del siglo pasado, a medida que la
tuberculosis fue dejando de ser un problema sanitario).
Pasemos ahora a América
Latina. Argentina y Brasil pueden ser considerados, poco más o menos, como las
dos antítesis mundiales en la reacción al coronavirus. Argentina
estableció la cuarentena más severa y precoz –en términos relativos– que
cualquier otro país: encierro total antes de que hubiera circulación comunitaria
del virus. Brasil ha tenido, junto a Estados Unidos, el presidente que más
irresponsablemente tomó la pandemia, con un nivel de ceguera y negacionismo
rayano en la estupidez homicida.
Sin embargo, Argentina –con 6,59 defunciones
por millón de habitantes– supera con creces el 1,47 de la India, o las cifras
aún más bajas de muchas naciones africanas; en tanto que Brasil, con medio
centenar por millón, se encuentra a gran distancia de las mortandades
pluricentenarias de España, Italia, Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos. Con
un confinamiento mucho menos severo, Uruguay presenta una tasa de mortalidad
inferior a la de Argentina, aun teniendo mayor densidad poblacional.
Ecuador es, por lejos, el país
latinoamericano con mayor cantidad de decesos por millón de habitantes, y, de
hecho, el único que supera la barrera centenaria (120). Paraguay, por el
contrario, es uno de los menos afectados de toda la región (no llega siquiera a
2).
Sería intelectualmente poco serio
atribuir semejante disparidad al grado de pericia sanitaria y
responsabilidad social de sus respectivos gobiernos de turno, que –dicho sea
de paso– implementaron la cuarentena con escasos días de diferencia.
Claramente la explicación pasa por otro lado. Ecuador es el país con mayor
densidad demográfica de toda Sudamérica, mientras que Paraguay es uno de los
menos densamente poblados. Ecuador, debido al puerto de Guayaquil (donde la
pandemia precisamente causó más estragos), es parte del circuito marítimo
internacional del Pacífico. Paraguay, por su ubicación mediterránea y
periférica, es una de las naciones más aisladas del continente.
En Asia, la cantidad de
decesos por millón de habitantes es muy baja. Se ha hablado mucho de China, por
ser el foco original de la pandemia, y también de Corea del Sur y Japón, por su
–al parecer– riesgosa proximidad al coloso oriental. Pero, al final, solo se
trató de mucho
ruido y pocas nueces... En
Japón y Corea del Sur, la mortandad ha sido escasa, tanto en términos relativos
como absolutos. En China, es cierto, murieron más de 4.600 personas, pero
tratándose del país más populoso de todo el planeta, esa cifra representa un
porcentaje extremadamente exiguo (algo que los medios de comunicación
occidentales suelen pasar por alto, por preferir erróneamente, en general, las
comparaciones numéricas absolutas a las relativas).
Ninguno de los tres países más importantes
del Asia oriental supera el umbral de 5 muertes por millón de habitantes. La
distancia con Europa occidental y Norteamérica es sideral. India, el segundo
país más poblado de Asia y del mundo, tiene una tasa inferior a 2… En el Sudeste
Asiático, el Asia central y la Siberia rusa el panorama es similar. También en
Medio Oriente, con dos únicas excepciones, muy parciales: Irán y Turquía, con 80
y 46 defunciones por millón de habitantes, guarismos que siguen estando bastante
lejos de aquellos que exhiben los países occidentales más castigados por el
flagelo del COVID-19.
¿África? Sin lugar a dudas,
es el continente menos impactado por la pandemia (dejando
de lado la Antártida, desde luego). Muchas naciones africanas tienen tasas
inferiores a 1 ó 2. El rango de las más afectadas (Sudáfrica, Camerún, Egipto,
Marruecos, etc.) oscila apenas entre 3 y 5.
El único país que rebasa el techo decenal es Argelia, con tan solo 12 víctimas
fatales por coronavirus cada millón de habitantes. Igual que Asia, el continente
africano ofrece un panorama sumamente uniforme, sin
diferencias destacables entre sus regiones (Magreb, África subsahariana,
etc.).
Sin embargo, también en
Asia y África se imponen diferentes tipos de restricciones sanitarias, y
ciertamente no faltan allí las medidas draconianas como la cuarentena.
Medidas que, dadas las condiciones socioeconómicas tan vulnerables de la
mayoría de esos países, podrían provocar una catástrofe humanitaria mucho
peor que el COVID-19. En su artículo
“India’s Starvation Measures” (New
Left Review, n° 122, mar-abr. 2020), N. R. Musahar alertó:
El
confinamiento ha descargado el peso de la pandemia casi totalmente sobre los
hombros de las personas pobres y marginadas. Queda
claro, por los videos en las redes sociales de gente común expresando su enojo e
impotencia, que la mayoría ve la cuarentena como una calamidad mucho mayor que
el propio COVID-19. Esto podría ser en parte porque el impacto pleno de la
epidemia aún no llegó, mientras que los efectos mitigadores de la cuarentena han
sido patéticamente inadecuados.
Pero sus argumentos no
pueden ser descartados a la ligera. La población joven de la India y el sesgo
fuertemente etario de esta enfermedad implican que las tasas de mortalidad del
coronavirus podrían ser algo más bajas que en Occidente, especialmente entre las
comunidades más pobres con una esperanza de vida generalmente más baja. Dicho
brutalmente, los trabajadores podrían morir de hambre para, básicamente, salvar
de la agonía a ancianos de clase media.
Y para quienes
dudan de que la posibilidad de inanición sea real, vale la pena señalar que
el jefe de gobierno de Kerala, ampliamente elogiado por su respuesta a la
pandemia, sintió la necesidad de reafirmar explícitamente al pueblo que él
no permitiría que nadie muriera de hambre a causa del confinamiento.
Musahar tiene razón. A veces, como reza
el refrán, el
remedio puede ser peor que la enfermedad… Esto
se aplica no solo al subcontinente indostánico, sino también, en líneas
generales, al África, y también a numerosos países asiáticos y
latinoamericanos del «Tercer Mundo», donde abundan los problemas
estructurales como la pobreza e indigencia, la subnutrición, el
hacinamiento, el desempleo, la precarización y la informalidad laboral.
* * *
¿Cómo explicar estas
disparidades regionales a nivel global? Evidentemente, la variable clave es
la cantidad
de población con afecciones respiratorias o pulmonares preexistentes. Este
tipo de afección es la primera causa de muerte en los países más pobres. Y
es, por el contrario, una causa de mortalidad muy secundaria en los países
más ricos. Digámoslo crudamente: en los países pobres la gente que tiene
enfermedades respiratorias o pulmonares se muere en masa como consecuencia
de la combinación de tales dolencias con problemas de nutrición y de escasez
o inexistencia de tratamientos médicos adecuados (vacunas, aparatos
respiratorios, antibióticos, etc.).
Al ingresar en estos países, el COVID-19
halla pocas víctimas potenciales. Los países ricos, por el contrario, poseen una
masa enorme de habitantes –en términos absolutos y/o relativos– con trastornos
pulmonares o respiratorios que sobreviven en base a vacunas, intervenciones
médicas habituales y un estado de medicación permanente. Al penetrar en las
naciones más prósperas, el COVID-19 se topa con cantidades ingentes de víctimas
potenciales: la gente con inconvenientes respiratorios o pulmonares abunda, y a
diferencia de lo que ocurre con otras neumopatías, los sistemas de salud carecen
de vacunas preventivas para la enfermedad del coronavirus, no sabiendo bien cómo
tratarla; circunstancia muchas veces agravada porque, como los problemas
pulmonares o respiratorios no son ni los más frecuentes ni los más importantes,
no hay mucha práctica en afrontarlos (algo que ha explicado con claridad el
virólogo argentino Pablo Goldsmith).
La segunda variable decisiva
–luego de la enfermedades respiratorias o pulmonares preexistentes– es la ancianidad. Sin
embargo, como parece sugerir el caso de Japón (que posee tasas de mortalidad por
millón muy alejadas de las europeas y norteamericanas, aunque su pirámide
poblacional es incluso más regresiva que la italiana), el quid de
la cuestión no pasa tanto por la cantidad en sí de adultxs mayores, sino, más
bien, por sus condiciones de salud y habitabilidad. Todavía no hay estudios
precisos, pero todo indicaría que Japón consigue llegar a niveles de longevidad
iguales o superiores a los de Europa occidental dependiendo menos de la
farmacopea: su elevada esperanza de vida parecería ser consecuencia de una vida
más saludable (por lo menos a nivel nutricional), antes que de intervenciones
médicas masivas. A esto se le suman las pautas de cohabitación: el
mayor número de víctimas fatales del COVID-19 se halla en los geriátricos: la
mitad en Europa, casi dos tercios en España. Entre los ancianos y ancianas que
viven con sus familias se registran menos casos letales. La
masiva concentración de mayores de 65 años –principal grupo de riesgo– en asilos
u hogares comunitarios constituye un alarmante caldo de cultivo, pero tal
fenómeno se halla bastante más extendido en Occidente que en Oriente.
La insularidad y/o
el aislamiento
relativo respecto a los
grandes circuitos internacionales
son también factores de peso, como
parecen sugerir los casos de Australia, Nueva Zelanda, Paraguay, Bolivia, Japón,
Mongolia y Madagascar, entre otros. Menos tráfico de bienes y personas, menos
viajes de negocios o estudios, menos turistas que vienen de visita o que
regresan del extranjero, fronteras más fáciles de cerrar y vigilar, ausencia o
lejanía de países vecinos, etc. En el extremo opuesto, tenemos al norte de
Italia, España, París, Londres, Nueva York… grandes mecas del turismo global. La
geografía también tiene su incidencia.
Imposible obviar la importancia de los recursos
sanitarios –materiales,
humanos y tecnológicos– preexistentes a la crisis pandémica: cantidad
de hospitales, camas, respiradores, ambulancias, laboratorios, personal médico y
de enfermería, kits de
testeo, insumos varios, etc. Aquellos países desarrollados donde el sistema de
salud pública ha sufrido grandes recortes y privatizaciones, resultaron más
vulnerables: Italia y Estados Unidos, por caso.
Otros
dos elementos a tener en cuenta son la densidad
demográfica y el
hacinamiento urbano. Por
obvias razones, todo fenómeno de concentración humana (grandes metrópolis,
asentamientos precarios, cárceles, asilos, etc.) conlleva cierto riesgo
sanitario frente al COVID-19 y cualquier otra enfermedad de tipo contagioso. No
es casualidad que Nueva York, San Pablo, Montreal y Guayaquil sean algunas de
las comarcas americanas más afectadas por la pandemia. Tampoco es casualidad
que, dentro de la Argentina, Buenos Aires encabece con holgura el ranking de
morbilidad y mortalidad.
También el factor
climático podría tener
cierta influencia indirecta. Dado que el
COVID-19 afecta especialmente a las personas con afecciones pulmonares o
respiratorias, el invierno resulta más riesgoso que otras temporadas. La gran
disparidad entre los hemisferios norte y sur podría deberse, al menos en parte,
a esa circunstancia.
Agreguemos a la lista el factor
cultural: formas de saludo, hábitos de higiene, etc. En muchas
sociedades asiáticas (Japón por ej.) ha primado tradicionalmente un mayor
distanciamiento corporal. La gente no estila saludarse con besos, abrazos o
apretones de mano. Las personas se quitan el calzado para entrar a sus casas o
departamentos, y están acostumbradas desde hace mucho tiempo a utilizar
preventivamente barbijo ante el menor síntoma de resfrío o fiebre. En Italia y
España, por el contrario, tales costumbres brillan por su ausencia.
Y no
se pueden descartar cuestiones de índole genética (mayor
o menor predisposición a contraer la enfermedad según el ADN), ni otras
hipótesis en estudio como la masividad
y continuidad de ciertas políticas de vacunación.
Esto último, por ej., podría llegar a explicar, quizá, las bajas tasas de
contagio y mortalidad en el «Tercer Mundo», los países comunistas y
poscomunistas, Japón y Corea del Sur, donde la BCG ha perdurado en las cartillas
obligatorias hasta el día de hoy, o por más tiempo que en EE.UU. y Europa
occidental.
¿Qué importancia habría que atribuir a
las medidas específicas adoptadas por las autoridades ante la pandemia ya
desatada? Contrariamente al sentido común imperante, habría que concluir que
relativamente poca: las condiciones estructurales preexistentes han mostrado
una influencia mucho mayor. Ha sido la celeridad de la respuesta, antes que
una forma específica de la misma, lo que parece haber tenido cierta
influencia positiva en la contención de la pandemia. Y quedan por verse los
efectos colaterales o no deseados de las medidas sanitarias más draconianas,
que en algunas regiones podrían ser dramáticos.
En cualquier caso, no hay explicaciones
generales unicausales de la pandemia, al menos no que resulten empíricamente
satisfactorias. Aquí se ha propuesto un modelo más complejo, multicausal,
donde diversos factores se refuerzan o contrarrestan de forma variable. Un
modelo multicausal que, empero, asume la existencia de una jerarquía u orden
de importancia –no absolutamente uniforme, pero sí bastante general– entre
los distintos factores intervinientes.
Las medidas tomadas por los gobiernos de
turno ante la pandemia ya desatada, sin desmerecer su importancia ni
desconocer su utilidad –o perjuicio–, no pueden modificar esas condiciones
objetivas preexistentes a la crisis sanitaria. De ahí la relativa
heterogeneidad interregional –y
también homogeneidad intrarregional–
que ha exhibido el coronavirus en su dinámica expansiva, con relativa
independencia de las políticas de emergencia implementadas, más o menos
similares o diferentes en tiempo y forma. Las acciones coyunturales pueden
paliar o empeorar el cuadro, pero no pueden borrar de un plumazo los límites
y las presiones estructurales.
* * *
Las diferencias
pandémicas entre el mundo occidental, por un lado, y Asia oriental, por otro,
están siendo objeto de interpretacionesideológicas en
el viejo y negativo sentido de la palabra «ideología»: falsa conciencia con
escasa atención a las evidencias empíricas. Se habla de una cultura más
colectivista y autoritaria, sustentada en la tradición confuciana (China, Japón,
Corea del Sur, Taiwán, etc.), contrapuesta a una cultura más individualista y
liberal (oeste europeo, EE.UU. y otros países anglosajones). Las preferencias
pueden variar, pero el contraste parece ser aceptado como una evidencia tanto
por los que deploran el ascenso del autoritarismo policial-digital chino
(variante casi distópica del
biopoder), como por quienes
saludan las decididas políticas comunitarias de salud montadas por los fuertes e
interventores estados del lejano este asiático.
Por lo demás, Australasia exhibe guarismos
similares a los del Asia oriental. Los países del Pacífico occidental, pese a
sus enormes disparidades demográficas, políticas e histórico-culturales,
celebran por igual su éxito frente a la amenaza pandémica, con el mérito
adicional de haber logrado una rápida contención en la mismísima región donde
surgió el COVID-19. Tanto la gigantesca, autoritaria y confuciana China, como la
pequeña, liberal y anglosajona Nueva Zelanda, hoy pueden ufanarse de haber
vencido al coronavirus.
Es notable que Byung-Chul Han, a la hora de
explicar la disparidad del impacto pandémico entre Europa occidental y Asia
oriental, haya elegido reciclar el choque
de civilizaciones, cuando dos países «blancos» bastante próximos al
Lejano Oriente, Australia y Nueva Zelanda, ponen totalmente en entredicho su
tesis culturalista. No solo eso: Australia y Nueva Zelanda son estados de
ascendencia británica, es decir, países occidentales donde el individualismo y
el liberalismo tienen mayor arraigo histórico que en otros donde ha primado, por
ejemplo, la cultura latina, como Italia, España, Francia y Portugal. Siguiendo
el razonamiento del filósofo coreano, la Europa mediterránea debería haber
tenido una mejorperformance sanitaria
que la Australasia anglosajona, pero esto es ostensiblemente falso, incluso en
el caso lusitano, el menos desfavorable. La cohesión comunitaria no parece ser
un aspecto tan fundamental… Dentro del mundo islámico, ¿cómo se explicaría
entonces que el ultrafundamentalista Irán duplique la tasa de mortalidad por
coronavirus de Turquía y Bosnia-Herzegovina, las naciones musulmanas más
occidentalizadas?
También han sido objeto de polémica otros
casos contrastantes. El presidente argentino Alberto Fernández comparó
recientemente la situación de Noruega y Suecia, creyendo ver en ellas una
confirmación de lo acertado de su severa política sanitaria frente a la
pandemia: el ASPO (aislamiento social, preventivo y obligatorio), un
confinamiento masivo y total muy precoz que ya ronda casi los dos meses. Noruega
–con una cuarentena relativamente temprana– y Suecia –donde hasta los bares
continúan abiertos– presentan tasas de mortalidad por millón de habitantes
ciertamente diferentes: 43 contra 325. Sin embargo, es cuanto menos dudoso lo
que esa comparación demuestra, o deja de demostrar. Después de todo, la
mortalidad proporcional que exhibe con orgullo la cautelosa y mesurada Noruega
de Solberg no está lejos de aquella que ostenta con escándalo el irresponsable y
desquiciado Brasil de Bolsonaro; en tanto que la tasa de la permisiva Suecia es
muy inferior a las de España, Italia y Bélgica, tres países que han optado por
la vía más estricta del confinamiento. Por otra parte, ¿por qué habríamos de
asumir, contra toda evidencia hasta el momento, que las tasas de mortandad por
millón de habitantes en América Latina tienden a ser análogas a las de Europa
occidental? Hasta ahora, viendo el panorama en conjunto, los datos estadísticos
muestran casi uniformemente lo contrario. Las excepciones parciales sirvan para
matizar, no para validar o refutar.
* * *
Nadie sabe a ciencia cierta cuál es la
efectividad de las medidas tomadas. Los tan marcados contrastes regionales más
bien parecen mostrar –como dijimos– que el impacto de la pandemia se ve más
determinado por condiciones estructurales preexistentes que por las decisiones
coyunturales y acciones urgentes de quienes gobiernan. Las comparaciones
Argentina-Brasil y Noruega-Suecia parecerían indicar que las medidas de
confinamiento total pueden reducir significativamente el impacto de la pandemia,
pero dentro de claros y bien diferenciados parámetros regionales (el peor
resultado latinoamericano difiere poco del mejor resultado europeo-occidental).
Y el parangón entre Japón y China, o Rusia y Bielorrusia, ponen en duda la
eficacia de la cuarentena estricta respecto a otras estrategias de contención
más flexibles pero inteligentes.
Por otra parte, es un hecho que el
confinamiento tiene consecuencias sociales y económicas. Y aquí también son
marcadas las diferencias regionales. En India y Filipinas, por ejemplo, la
cuarentena ha colocado a millones de personas al borde de la inanición. No es lo
mismo la suspensión de actividades económicas en países centrales desarrollados
y ricos –capaces de brindar cierta cobertura a su población más desfavorecida–,
que en estados subdesarrollados y pobres de la periferia: en estos, la pandemia
bien puede devenir en hambruna. Tampoco es equiparable el impacto de la
parálisis económica para empresas que han acumulado grandes capitales, que para
trabajadores sin capacidad de ahorro: en el primer caso, peligran las ganancias;
en el segundo, la propia supervivencia.
Lo mismo cabe señalar en relación a otras
variables macroeconómicas, como los niveles de desempleo, precarización e
informalidad, o el PBI per
cápita y la distribución
de la riqueza. La Noruega que ha invocado Alberto
Fernández tiene una espalda que
Argentina de ningún modo posee. Las sociedades escandinavas, prósperas y poco
desiguales, pueden hacer sacrificios materiales y esfuerzos sostenidos en el
tiempo que sus pares latinoamericanas –con enormes bolsones de desocupación,
subempleo, pobreza y marginalidad– no están en condiciones de afrontar, por lo
menos sin que medie una auténtica revolución (el gobierno argentino retrocedió
en chancletas tras lanzar una tímida propuesta de establecer un gravamen del 1%
a las grandes fortunas. En paralelo –y claro contraste– estableció sin mucho
ruido un recorte del 25% a los salarios en los sectores privados paralizados).
La Argentina que dejó Macri, endeudada hasta el cuello y en aguda recesión,
tiene índices de pobreza/indigencia e informalidad cercanos al 40%, que no cesan
de incrementarse debido a la crisis pandémica. El mentado quedate
en casa es una meta
imposible, o suicida, para amplios sectores sociales de la Argentina y del resto
del «Tercer Mundo».
En tal sentido, la antinomia salud-economía
tiene mucho de falaz. ¿La salud de quiénes? ¿La gente pobre, caída del sistema?
¿Los sectores medios y altos, bien integrados a la sociedad de consumo y el
empleo formal? ¿De qué hablamos cuando hablamos de economía?
¿De la rentabilidad empresarial o de la subsistencia popular? La burguesía,
igual que los medios y economistas que le son funcionales, solo se preocupan por
las ganancias. Su egoísmo de clase es repudiable. Pero también merecen crítica
aquellos gobiernos que, como el de Alberto Fernández en Argentina, enarbolan un talibanismo
sanitario despreocupado
por las condiciones materiales de existencia de la gente humilde, sobre la
premisa equivocada –implícita más que explícita– de que economía es
sinónimo de afán de lucro y riqueza concentrada.
Defender la economía no necesariamente es
hacerle el juego a la derecha neoliberal, como dicen algunos sectores del
progresismo (sectores que, dicho sea de paso, poco y nada hacen, en términos
prácticos, para que se les cobren más impuestos a las personas más ricas, con
los cuales poder financiar la actual emergencia sanitaria y social). Se puede –y
se debe– defender la economía como aquello que hace posible la reproducción
vital de las clases
trabajadoras y las mayorías populares. Está muy bien que nos importe más la
salud pública que el enriquecimiento privado, el bienestar general más que la
codicia corporativa. Lo que no está bien es que no nos importen las
consecuencias ruinosas de la cuarentena prolongada sobre el trabajo y la
subsistencia de los sectores más vulnerables, para los cuales la estabilidad de
ingresos y la capacidad de ahorro son cuentos de hadas.
Entre el no
hacer absolutamente nada de
Trump y Bolsonaro al inicio de la pandemia, y la cuarentena draconiana e
indefinida del talibanismo
sanitario, hay una enorme gama de opciones que, desgraciadamente, no
están siendo objeto de ningún debate público. Hay que tener mucha estrechez
mental para asociar mecánicamente el cuidado de la economía a la defensa del
lucro privado. El cuidado de la economía bien puede pasar por el establecimiento
de una renta básica ciudadana, una reforma progresiva del sistema tributario, o
incluso por expropiaciones al capital. Al poner esto sobre el tapete se torna
transparente que no es exactamente la estrechez mental lo que lleva a la
asociación economía-lucro. Lo que subyace es, en realidad, el compromiso
sustancial con una economía basada en la propiedad privada sobre los medios de
producción, el mercado y la acumulación capitalista: eso es lo que impide pensar
alternativas económicas de otro tipo.
La
contraposición entre salud y economía que hoy se asume masivamente es, pues,
un espantajo. Aunque
suene inverosímil en medio del pánico mundial por el COVID-19, el
principal problema sanitario de la humanidad es, por lejos, el hambre, junto
con la falta de agua potable. Que
los millones de niños y niñas que, año tras año, mueren de desnutrición (o
de problemas colaterales como las enfermedades diarreicas), no generen
angustia social en la comunidad internacional, ni sean causa de drásticas
medidas políticas y económicas, dice mucho del mundo en que vivimos… tanto
como el pánico desatado por una pandemia que, hasta ahora, no supera los 300
mil decesos. La cifra puede parecer impresionante, pero en verdad no lo es.
Para ingresar al sombrío ranking de
las diez causas de muerte más importantes a nivel global, aunque más no sea
en el décimo puesto, el coronavirus debería al menos cobrarse un millón y
medio de víctimas fatales en 2020. Para hacerlo, la mortandad de los dos
cuatrimestres próximos debería triplicar la mortandad acumulada durante el
primer cuatrimestre del año, algo sumamente improbable, dado que, en casi
todos los países, la curva de contagios tiende a aplanarse.
En
la sociedad posmoderna del espectáculo, el rigor lógico y empírico, los
análisis sobriamente mesurados, las comparaciones respetuosas del principio
de proporcionalidad y el examen en contexto son arrojados a la basura. Las
cifras absolutas son preferidas a las relativas (casi nadie habla de
Bélgica, pero se sigue hablando de China), los argumentos especulativos y
anecdóticos campean por doquier, y las aprobaciones o descalificaciones a
priori –ideológicas–
resultan mejor valoradas que los datos y las evidencias.
* * *
La
inmensa mayoría de los gobiernos, igual que el grueso de la opinión pública
intoxicada por los mass
media, parecen empeñarse en creer que la pandemia es una calamidad
terrible que puede ser contenida si las autoridades hacen lo adecuado. No hay
ninguna duda de que esta es la situación subjetiva hoy imperante. Sin
embargo, los crudos datos objetivos cuentan otra historia. La mortandad del
COVID-19 está muy por debajo de la del cólera, la malaria, el sida, la
desnutrición… y la lista sigue. Incluso en los estados más afectados por la
pandemia, las cifras no son catastróficas.
Italia ha superado los 30 mil decesos a causa
del coronavirus. La cifra absoluta es impresionante. Pero pocas veces se
recuerda que en 2019 murieron en ese país casi 650 mil personas, unas 2 mil por
día. Aun en el improbable caso de que todos los decesos por COVID-19 no hubieran
tenido lugar sin la pandemia (esto es, si a los 650 mil fallecimientos que
habría aproximadamente en condiciones normales adicionásemos 30 mil), la tasa de
mortalidad general de Italia aumentaría aprox. un 5% en relación a 2019.
Oscilaciones de ± 5 % son usuales en las tasas de mortalidad general, sin que
medie ningún evento excepcional. En España, por ej., de 2013 a 2014 hubo un
aumento del 7 % en la cantidad de decesos. El fenómeno no motivó ninguna
discusión pública. Y tratándose del COVID-19, los casos de Italia y España son
bastante extremos, muy por encima de la media mundial.
La comparación con la pandemia de 1918 –tan
traída y llevada por estos días– desmiente en realidad el alarmismo paranoico en
que vivimos. La mal llamada gripe
española causó entre 20 y
50 millones de muertes sobre una población mundial de unos 1.850 millones de
habitantes. Tomando la más baja de estas cifras, para que el COVID-19 alcance un
guarismo equiparable debería provocar no menos de 80 millones de decesos.
Argumentos escépticos de este tenor, basados en la estadística comparada y el
método lógico de la reductio
ad absurdum, podrían invocarse a granel.
¿Por qué entonces,
si las cifras de la actual pandemia no son –en términos relativos y
absolutos– tan descomunales, tan excepcionales, la humanidad se encuentra en
una situación sin precedentes? Uno de nosotros intentó una explicación más
exhaustiva en el artículo La
política del terrorhttp://www.laizquierdadiario.com/La-politica-del-terror,
publicado en La
Izquierda Diario. Baste aquí con recordar que la clave del
asunto parece ser que el coronavirus ha afectado especialmente a países y
clases sociales normalmente invulnerables a las grandes causas de mortandad
mundial, y en particular, invulnerables a las temidas y temibles
enfermedades contagiosas. La disparidad abismal del impacto de las
enfermedades contagiosas entre los países de más bajos ingresos (donde son
principalísima causa de muerte) y los países de ingresos más elevados (donde
son un problema sanitario menor) explica tanto el poderoso efecto subjetivo
de la actual pandemia en las clases acomodadas y las naciones ricas (que se
topan con un riesgo inusual para ellas, pero muy corriente entre las clases
pobres y los estados subdesarrollados), como su baja incidencia factual en
Asia y África.
Si el
pánico generado no se corresponde con las cifras objetivas, la eficacia de las
medidas gubernamentales tampoco concuerda con los relatos oficiales u oficiosos.
Esas cifras tampoco parecen encajar con las explicaciones más difundidas,
basadas en una presunta omnipotencia de
las políticas de emergencia improvisadas por las autoridades, o en
interpretaciones especulativas inspiradas en algo parecido al «choque de
civilizaciones». No hay panaceas sanitarias in
extremis, y las tesis culturalistas a lo Toynbee o Huntington
oscurecen más de lo que aclaran.
* * *
Más allá de los fuegos de artificio
retóricos, el sustrato ideológico de las interpretaciones imperantes sobre
la presente crisis pandémica es lo que podríamos llamar el
juego de las pequeñas diferencias, y la hiperpolitización
de las explicaciones de los procesos de larga duración.
Paradójicamente, mientras el rango de las alternativas políticas se
angostaba en extremo tras la caída del Muro de Berlín, las explicaciones politicistas cobraban
nuevos bríos. Al capcioso «no hay alternativa» thatchereano, se replicó con
algo así como hay
muchas alternativas mínimamente diferentes entre sí. La
estructura capitalista de las relaciones de producción fue considerada un
dato inalterable, irreversible, tanto por la ortodoxia neoliberal como por
sus detractores progresistas o populistas. Tras la debacle del socialismo
real, quienes asumieron implícita o explícitamente –de buena o mala gana–
que ya no había ningún horizonte posible más allá del sistema del capital,
empezaron a detectar sutiles diferencias dentro del capitalismo. Esas
diferencias por supuesto que existían. Pero el verlas como enormes y
sustanciales fue una consecuencia de la desaparición del comunismo en el
abanico de las posibilidades históricas. Ante una alteridad civilizatoria
radical como lo fue la Unión Soviética y sus satélites, las diferencias
entre el capitalismo yanqui, renano o nipón parecen meros matices
escasamente relevantes.
Nadie sabe si un nuevo
sistema alternativo al capitalismo podría triunfar en el futuro. En todo caso,
las fuerzas socialistas –o genéricamente anticapitalistas– son indudablemente
débiles en la actualidad. Por ello, desde el estricto punto de vista del
análisis de situación, el no contar con la probabilidad de una opción por fuera
de la sociedad burguesa no podría ser intelectualmente reprochable, por aquello
del pesimismo
de la inteligencia –o de la realidad– que
reclamaban Gramsci y Mariátegui. Sin
embargo, la eliminación de una alternativa anticapitalista del horizonte de lo
posible –o lo inmediato– ha contribuido a que, quienes asumen esa conclusión,
caigan con suma facilidad en errados análisis y discutibles diagnósticos. Desde
luego que aquellas personas que consideren poco probable una alternativa
socialista, una quimera perimida del siglo
XX corto, no tienen por qué embellecer formas específicas del
capitalismo, ni se hallan condenadas a brindar explicaciones poco consistentes
de los procesos actuales. Sin embargo, es esto lo usual en el panorama
intelectual contemporáneo.
Y sin embargo, las agudas contradicciones del capitalismo
se hallan en la base de todo cuanto está aconteciendo en el mundo en estas
últimas décadas. La inviabilidad de un crecimiento económico infinito en un
planeta finito es algo evidente. Esta imposibilidad lógica tiene ya
manifestación empírica: los desastres ecológicos de toda índole. Pero el
compromiso con un régimen social fundado en el imperativo del progreso material
indefinido es la piedra basal de todos los estados hoy existentes.
No es de extrañar
entonces que, en el discurso público mayoritario, a un lado y otro de las
fronteras ideológicas internas del capital (conservadores y progresistas,
liberales y populistas, ortodoxos pro-mercado y heterodoxos estatistas), se
omita o minimice la vinculación de la pandemia actual con la problemática
ambiental, se hable lo menos posible de la relación del capitalismo con esta
última, y se contraponga burdamente salud y economía. Por
lo mismo, tampoco es de extrañar que, en la polarizada Argentina de la grieta,
la política del ASPO dispuesta por el gobierno nacional peronista sea
apoyada –y replicada con celo a nivel local– por las tres provincias
radicales (Mendoza, Jujuy y Corrientes), y también por CABA, controlada por
el macrismo, las cuatro jurisdicciones opositoras de centroderecha.
Las diferencias
regionales expuestas en el presente texto –algo que estalla en la cara de
cualquiera que mire los datos– son sistemáticamente ignoradas. El abordaje
típico se concentra en un nivel político superficial, ignorando
pertinazmente tanto los fenómenos estructurales de larga duración, como la
posibilidad agencial de cambiar las estructuras socioeconómicas: posibilidad
siempre abierta, aunque con disímiles circunstancias y grados de factibilidad.
En consecuencia, lo que predominan son flacos análisis. Flacos porque deben
omitir datos obvios (como las escandalosas diferencias regionales), descartar
preguntas reveladoras (¿por qué, por ej., hay tanta alarma con el COVID-19, cuya
tasa de mortalidad se halla muy lejos de las de la desnutrición, el cólera, o el
paludismo?) y evitar el cruce de variables o dimensiones (como ecología y
capitalismo).
El resultado de todo esto es una pésima discusión pública
de los problemas, junto a un desconcierto generalizado que no reconoce fronteras
geopolíticas ni sociales. La humanidad parece ingresar al ojo de la tormenta de
una crisis civilizatoria con los ojos vendados. Solo que, a diferencia de la
diosa Temis, su balanza está descalibrada; y su espada, sin filo.
Fuente: https://rebelion.org/covid-19-estructura-y-coyuntura-ideologia-y-politica/