Viento Sur
“La pandemia que nos azota tiene su origen
fundamental en la rotura de todos los equilibrios, en la falta de previsión y
en modos de vida que desprecian las limitaciones naturales. Ese tan mentado
principio de precaución que nunca llegamos a aplicar en su auténtica dimensión.
Resultaría antropomorfizantee
ingenuo (casi animista) decir que la naturaleza nos está enviando una señal.
Tan tonto como pensar que la silla que se rompe bajo nuestro sobrepeso nos está
diciendo que debemos adelgazar. Lo que sí resulta cierto es que deberíamos
tener la suficiente inteligencia para interpretar las señales, los indicadores
o síntomas, que aparecen cuando las cosas van mal, cuando ponemos en riesgo
nuestra propia vida.” [1] (Carlos
González Vallecillo)
“¿No será que hemos vuelto al ritmo de vida normal?
¿Que el virus no es el trastorno de la norma, sino que, por el contrario, lo
anormal era el frenético mundo anterior al virus? Al fin y al cabo, el virus
nos ha recordado lo que tan apasionadamente negábamos: que somos seres frágiles
hechos de la materia más delicada. Que morimos, que somos mortales. Que no
estamos separados del mundo por nuestra ‘humanidad’ y excepcionalidad, sino que
el mundo es una especie de inmensa red en la que permanecemos unidos a otros
seres por medio de invisibles hilos de influjos y dependencias. Que dependemos
los unos de los otros y que, independientemente del país del que vengamos, de
la lengua en que hablemos y del color de nuestra piel, enfermamos de la misma
manera, tenemos el mismo miedo y morimos del mismo modo.”[2] (Olga
Tokarczuk)
“No está de más dar un paso a un lado para impedir
que el virus, además de nuestros cuerpos, colonice nuestras mentes.”[3] (Juan Arnau)
Un
doble juego inaceptable
Hay un doble juego que encuentra uno
practicado con regularidad en ciertos discursos de izquierda. Por una parte, se
elogia la resistencia de los pueblos indígenas, con sus sabidurías ancestrales
y su cosmovisión de la Madre
Tierra (“pachamamismo”, se desdeña desde otros sectores de
izquierda). Pero, por otra parte, se rechaza la perspectiva sociocultural
gaiana y la teoría Gaia
que subyace a aquella (y que en realidad es hoy “ciencia dura” o estándar entre
quienes cultivan las ciencias de la
Tierra, al menos en la versión de “Gaia homeostática”).[4] Eso
cuando no se denuncia directamente esa perspectiva gaiana como “ecofascismo
místico”, evidenciando un notable desconocimiento del trayecto que ha seguido
la (primero hipótesis y luego) teoría Gaia a lo largo del último medio siglo.[5]
Pero ese doble juego es incoherente, [6] pues la Madre Tierra es Gaia
desde un plano más emocional (y desde ciertas tradiciones culturales), y Gaia
es la Madre Tierra
desde el plano científico (sin que ello suponga despreciar las emociones). De
hecho, practicarlo revela cierta mentalidad colonial encubierta: dejemos a
aquellos pobres ignorantes que cultiven sus inadecuadas pero útiles
representaciones pachamamistas, pero no permitamos que Gaia desbarate nuestra
racionalidad parcelaria occidental trabajosamente construida… Como apunté, no
obstante, la teoría Gaia
no va en contra de la racionalidad científica (aunque muchos aspectos de la
misma requieran en Occidente un encaje cultural mejor), sino que se sitúa en su
seno y la amplía. Tenemos
que remitir, aquí, a los trabajos de Lynn Margulis, Isabelle Stengers, Carlos
de Castro y Bruno Latour, que nos proporcionan la base racional para un sentido
común mejor (gaiano) que el que hoy prevalece.[7]
Supóngase que miramos hacia la presente
crisis sanitaria desde esa óptica gaiana. ¿Qué apreciaríamos?
¿Qué hacemos con los virus?
Escribe Hibai Arbide Aza en medio de la
pandemia por el coronavirus SARS-CoV-2, en la primavera de 2020: “No hay nada
que me tranquilice menos que la retórica belicista, las arengas patrióticas,
las metáforas bélicas y la épica de batallar contra un enemigo invisible. No es
una guerra, joder…”[8]
Tiene toda la razón. Los virus son
nuestros compañeros de planeta. Hemos llegado a ser lo que somos en un largo
viaje coevolutivo compartido con ellos: literalmente, forman parte de nosotras
y nosotros mismos. En efecto, cuando se logró completar el mapa del genoma
humano en 2003 se descubrió un hecho sorprendente: nuestro cuerpo contiene una
enorme cantidad de restos de retrovirus endógenos (nada menos que el 8% del
genoma humano consiste en antiguos retrovirus).[9] Y luego
hemos sabido que el sistema inmune innato, nuestra primera línea de defensa
contra los agentes patógenos, funciona de manera coordinada gracias a
fragmentos de antiguos virus insertados en posiciones clave de nuestro genoma.[10] Este
descubrimiento revela la importancia de los virus y transposones (ADN saltarín)
en la evolución rápida de los sistemas biológicos complejos (una línea de
pensamiento que arranca de la gran genetista del siglo XX Barbara McClintock).
De hecho, y de manera significativa, han
sido esas inserciones virales en nuestro genoma las que han permitido que la
hembra de los mamíferos no rechace, a través de su sistema inmune, ese cuerpo
extraño llamado feto: la esencia de lo mamífero –euterio– la debemos a los
virus.[11] Como
subraya Máximo Sandín, somos, casi literalmente, agregados simbióticos de virus
y bacterias:
“Las células eucariotas, las que nos
constituyen, están formadas por una fusión de bacterias. El núcleo celular se
completó con secuencias génicas procedentes de virus. Los virus aportaron a las
bacterias las secuencias génicas relacionadas con la fotosíntesis bacteriana,
responsable de la mayor parte del oxígeno de nuestro planeta. Los genomas de
los seres vivos están formados por secuencias de origen bacteriano y viral. Las
secuencias del desarrollo embrionario fueron aportadas por virus…”[12]
Los virus son fuente de variabilidad
genética y motor de la evolución biológica, una fuerza transformadora de la
vida: así que organismos como Homo
sapiens también estamos aquí gracias a ellos. Gracias a los
virus (y a la “carrera de armamentos” biológica que se desarrolla respondiendo
a ellos) somos lo que somos. Cumplen también como protectores nuestros: una
enorme cantidad de virus bacterianos (también denominados con el inadecuado
nombre de “bacteriófagos”) están situados en la superficie de todas las mucosas
del organismo, donde eliminan a las bacterias exógenas que no deberían estar
ahí. Es decir, actúan como parte del sistema inmunitario.[13] Ah, y
si pensamos en los coronavirus en particular: los biólogos moleculares y las
bioquímicas saben que son, en potencia, un aliado importante frente a otras
infecciones. Quitando a un coronavirus las proteínas más peligrosas, se
elaboran vacunas, y se lo puede usar así como vehículo para inmunizar frente a
otros virus….
Nuestra vida con virus y microbios
Los virus, subraya la antropóloga francesa
Charlotte Brives, no están “afuera”. Por lo tanto, “no constituyen enemigos
contra los cuales uno debería ‘estar en guerra’. Los seres humanos vivimos,
biológica y socialmente, con virus y otros microbios. Irreparablemente y de
muchas maneras, de acuerdo con todo un espectro de posibles relaciones; la
patogenicidad es sólo una entre muchas otras”.[14] Desde
la misma aparición de la vida en la Tierra, los virus han desempeñado un papel
esencial en impulsar la evolución biológica. En 2016, un estudio dirigido por
la Universidad de Stanford descubrió que el 30% de todas las adaptaciones de
proteínas en humanos, en divergencia de los chimpancés, las impulsaban virus.[15]
Por supuesto, esto no significa que no
debamos hacer un esfuerzo social enorme y cuasi-bélico para mantener al
coronavirus SARS-cov-2 fuera de nuestros cuerpos: lo estamos haciendo en 2020
para proteger a los miembros más vulnerables de nuestra comunidad, sobre todo
nuestros mayores. Pero esa intimidad y codependencia con los virus sí que
debería hacernos pensar de otra forma sobre lo que significa ser vivientes en
el planeta Tierra. El problema no son los virus: el problema es un sistema
socioeconómico expansivo (y hasta una dinámica civilizatoria) que reduce cada
vez más el espacio ecológico de los seres silvestres, favoreciendo los saltos
de microbios entre especies que pueden desencadenar epidemias.[16] El
problema, también, son dietas cárnicas y hábitos culinarios que favorecen la zoonosis. Es la
destrucción de la naturaleza, en muchos casos, la que causa las enfermedades
infecciosas.[17] Como
explica el virólogo Antonio Tenorio,
“la aparición de infecciones va en aumento
y su contagio es cada vez más rápido. Las razones están asociadas al desarrollo
de una economía de sobreexplotación de recursos. Algunos ejemplos que lo
explican sería la propia deforestación y el cambio climático que hace que los
animales silvestres se acerquen a las poblaciones. También la manipulación de
animales silvestres para comerlos, o extraer sus cuernos, etc. El hacinamiento
de animales en las granjas―gripe aviar, peste porcina…―el caso de las vacas
locas por haberles dado restos de vacas muertas como alimento. También el
aumento de mosquitos por la pobreza, que transmiten enfermedades como vector
intermediario. Una gran pandemia del último siglo es el SIDA que hace cien años
saltó desde los monos y se expandió por todo el mundo; o el Ébola, que proviene
de murciélagos y no se ha extendido por gran número de países, pero en ambas
los factores de riesgo son la cercanía con animales silvestres en su aparición
y la globalización en su difusión…”[18]
Como subraya Nafeez Ahmed, aunque nuestras
sociedades ven al virus como un enemigo biológico inequívoco, “es un actor
integral en la compleja red de la
vida. Los virus tienen una función ecológica como fuerza
evolutiva para los organismos biológicos. Reconocer esto nos permite replantear
nuestra comprensión de la pandemia, que no surge de la nada ni puede ser
simplemente derrotada usando los instrumentos de la ciencia médica avanzada.
Por el contrario, la pandemia ha sido incubada por la estructura misma de
nuestra civilización. Por eso, la presión evolutiva que trae no es sólo una
cuestión de biología, sino que afecta al meollo mismo de nuestras sociedades,
cultura, política y economía”.[19]
¿No se podía saber?
¿No se podía saber? Por el contrario, las
advertencias de la OMS y otros organismos de especialistas sobre la posible
emergencia de pandemias han sido numerosas (sin ir más lejos, el Informe anual sobre Preparación Mundial ante
Emergencias Sanitarias de septiembre de 2019 alertaba
perfectamente frente a lo que sucedió a partir de enero de 2020). En todas las
estrategias de seguridad nacional de casi todos los Estados aparecen las
pandemias como un riesgo sistémico (también, por ejemplo, en la española de
2017).[20]
Desde hace tres lustros, el Global Risks Report (Informe sobre riesgos globales) es un
estudio anual que publica el Foro Económico Mundial antes de cada reunión anual
del Foro en Davos. Se basa en el trabajo de la Red Global de Riesgos,
y cada informe describe los cambios que se supone van ocurriendo en el panorama
global de riesgos. Pues bien: año tras año, encabezando el apartado de “riesgos
sociales” aparecen las posibles pandemias.[21] Esta
ha sido “una pandemia muy anunciada”, como escribía Ignacio Ramonet en su largo
y documentado informe sobre el “hecho social total” (luego volveremos a esta
noción) del conornavirus.[22] Como
ha señalado el ensayista y periodista de investigación David Quammen,
“todo —el virus procedente de un
murciélago que después pasa a los humanos, la conexión con un mercado en China,
el hecho de que se trate de un coronavirus— era predecible. Es lo que los
expertos a los que entrevisté para mi libro [Spillover.
Animal Infections and The Next Human Pandemic] me decían. [Me
sorprende] la falta de preparación de los Gobiernos y los sistemas sanitarios
públicos para afrontar un virus como este. Me sorprende y me decepciona. La
ciencia sabía que iba a ocurrir. Los Gobiernos sabían que podía ocurrir, pero
no se molestaron en prepararse…”[23]
Richard Horton, editor de la prestigiosa
revista científica The Lancet,
ha señalado que en los últimos años las investigaciones en el ámbito de la
salud pública y la epidemiología advirtieron reiteradamente del riesgo de una
pandemia como la actual; constataron que nuestras sociedades no estaban preparadas
para afrontar dicho riesgo y, en consecuencia, instaron a los gobiernos a tomar
medidas urgentes para paliar sus futuras consecuencias. “Sin embargo, tal y
como está ocurriendo desde hace décadas con las recomendaciones de las
investigaciones sobre la crisis ecológica y el cambio climático, tales
advertencias no sólo se ignoraron sino que incluso en determinados países como
el nuestro dieron lugar a políticas sociales que, mediante los recortes del
gasto público y las privatizaciones, han deteriorado todavía más los servicios
y las infraestructuras públicas. La ciencia sin conciencia ciudadana es sólo
otro tipo de negocio mercantil.”[24]
No hicimos caso de este conocimiento
experto,[25] igual
que no lo hemos hecho de los mil avisos sobre la tragedia climática en ciernes,
la Sexta Gran
Extinción o las crisis maltusianas de recursos a las que
vamos a hacer frente. Sí, la pandemia de la covid-19 (en femenino; porque no se
trata del nombre del virus, sino de la abreviatura de “enfermedad causada por
coronavirus que surgió en 2019”
en inglés) es una suerte de “examen sorpresa” –como ha sugerido también Ángel
Calle Collado– frente a los previsibles y previstos colapsos sanitarios y
alimentarios que vienen analizando, entre otros, los informes del IPCC.
El problema no es qué hacemos con
los virus, sino qué hacemos con nosotros mismos
El problema no es qué hacemos con los
virus (aunque lo sea a corto plazo en una pandemia como la del coronavirus),
sino qué hacemos con nosotros mismos. La naturaleza nos está enviando un
mensaje con esa pandemia[26] (que
no deberíamos ver sino como uno de los elementos de la crisis ecosocial
sistémica en curso), según la responsable de medio ambiente de NN.UU., Inger
Andersen. Ha declarado que la humanidad está ejerciendo demasiadas presiones
sobre el mundo natural con consecuencias dañinas, y advierte que no cuidar la
naturaleza significa no cuidarnos a nosotros mismos.[27] En el
mismo sentido va la reflexión de Marta Tafalla: “La biosfera no se venga de los
humanos. Pero, en la biosfera, todas las especies estamos entrelazadas. Los
humanos pensamos que no estamos ligados a las vidas de las plantas, de los
otros animales y de los microorganismos, pero cuando nosotros hacemos daño a la
biosfera o al resto de animales, el mal nos acaba volviendo hacia nosotros.
Maltratar la naturaleza es tirarse un tiro al pie. ¡No estamos por encima!”[28] No ser
capaces de responder adecuadamente a crisis como ésta remite a nuestro problema
de negacionismo: sobre ello ha insistido con acierto George Monbiot.
“Hemos estado viviendo dentro de una
burbuja, una burbuja de confort falso y denegación. En las naciones ricas,
habíamos comenzado a creer que hemos trascendido el mundo material. La riqueza
acumulada, a menudo a expensas de otros, nos ha protegido de la realidad. Viviendo
detrás de las pantallas, pasando de una cápsula a otra –nuestras casas, coches,
oficinas y centros comerciales–, nos convencimos de que la contingencia se
había retirado, de que habíamos llegado al punto que todas las civilizaciones
buscan: aislamiento de los peligros naturales”.[29]
La crisis sanitaria causada por el
coronavirus nos devuelve bruscamente a la realidad: somos organismos
ecodependientes e interdependientes dentro de una biosfera donde “todo está
conectado con todo lo demás” (según la célebre “primera ley de la ecología” de
Barry Commoner).[30] También
Santiago Alba Rico ha llamado la atención sobre este carácter de vuelta a la
realidad de la pandemia.[31] Y Eva
Borreguero realiza una valiosa reflexión sobre el coste del negacionismo a
partir de la pandemia de covid-19: “En la actual crisis epidemiológica
encontramos un anticipo de lo que nos espera si no nos tomamos en serio el
cambio climático. Los dos fenómenos comparten, además del negacionismo, otras
particularidades; un modus
operandi –una amenaza abstracta y difusa que en un giro
sorpresivo adquiere una tangibilidad íntima y material brutal–; o la
aproximación al coste de modular los efectos”.[32] Movilizarse
sólo a rastras y a destiempo puede convertir las crisis en catástrofes
terminales.
Tres niveles de negacionismo
Desde el comienzo de la covid-19, muchos
lectores y lectoras han vuelto a frecuentar La peste de Camus, el Diario del año de la peste de
Defoe o las tremendas páginas de Tucídides sobre las fiebres tifoideas en
Atenas. A mí no me ha tentado esa mirada literaria y retrospectiva: lo que me
impresiona más es el valor anticipatorio de la situación actual. No la memoria
de las pestes pasadas sino el aviso sobre el colapso ecológico-social que se
acelera y va intensificándose.
La cultura dominante padece un problema
muy básico de negacionismo. Pero no en el que era el sentido más habitual de
“negacionismo” hace veinte años (referido al Holocausto, la Shoáh),
el que podríamos llamar nivel cero;
ni tampoco al más corriente hoy (negacionismo climático), nivel uno; sino a un negacionismo más
amplio: el negacionismo que rechaza que somos seres corporales, finitos y
vulnerables, seres que han puesto en marcha procesos destructivos sistémicos de
magnitud planetaria, y que hemos desbordado los límites biofísicos del planeta
Tierra. Éste sería el nivel dos.
Me refiero al negacionismo que rechaza la
finitud humana, nuestra animalidad, nuestra corporalidad, nuestra mortalidad, y
esos límites biofísicos que visibiliza, por ejemplo, la famosa investigación
(sobre nine planetary
boundaries) de Johan Röckstrom y sus colegas en el Instituto
de Resiliencia de Estocolmo.[33]
Y habría, más allá de esto, un tercer nivel de negacionismo: el que
rechaza la gravedad real de la situación y confía en poder hallar todavía soluciones
dentro del sistema, sin desafiar al capitalismo. Por desgracia (porque esto
complica aún más nuestra situación), ya no es así…[34] Dejamos
pasar demasiado tiempo sin actuar. Ojalá existiesen esos espacios de acción
–pero eso equivale en buena medida a decir: ojalá estuviésemos en 1980, en
1990, en vez de en 2020. Ojalá 350 ppm de dióxido de carbono en la atmósfera,
en vez de 415 (y creciendo rápidamente). Los bienintencionados ODS de NN.UU.,
por ejemplo, llegan con decenios de retraso…
El eco-modernismo –con
versiones de izquierdas y de derechas–, por ejemplo, asume que una
transformación ecosocialista decrecentista es imposible, y que sólo habría
salvación posible acelerando todavía más nuestra huida prometeica hacia
adelante: buscando un futuro de alta energía y alta tecnología.[35] Para
mí, esto queda dentro del negacionismo de tercer nivel.
El “tema de nuestro tiempo”
Negacionismo, capitalismo y límites
biofísicos: éste es el “tema de nuestro tiempo”. El problema viene de lejos. De
hecho, los debates y las opciones decisivas tuvieron lugar sobre todo en los
años 1970, con 1972 como fecha clave (Cumbre de Estocolmo e informe The Limits to Growth).[36] Desde
entonces sabemos con certidumbre científica que la civilización que Europa
propuso al mundo entero a partir del siglo XVI (expansiva, colonial, patriarcal
y capitalista) no tiene ningún futuro, y que cuanto más tardemos en transitar a
alguna clase de poscapitalismo peor será la devastación: pero por desgracia en
los años 1970-1980, junto con el neoliberalismo, el negacionismo se impuso.
El escritor noruego Jostein Gaarder, en
estos meses de pandemia (que para él es “una especie de advertencia”), declara
en una entrevista: creo que “la pregunta filosófica más importante ahora es
cómo preservar las condiciones de vida en la Tierra”.[37] Y se
asombra de que en su best-seller filosófico El mundo de Sofía (1991, traducido a más de sesenta
idiomas) esa pregunta ni siquiera aparecía. Tal ha sido la ceguera de la
cultura dominante con respecto al “lugar del ser humano en el cosmos”, nuestra
situación real en el tercer planeta del Sistema solar.[38]
“Necesitamos ver”, ser capaces de ver,
decía el primer ministro de Canadá en una conferencia de prensa el 2 de junio
de 2020, tras el asesinato de George Floyd en Minneapolis. “Todos observamos
con horror y consternación lo que está sucediendo en Estados Unidos. Es un
momento para unir a las personas, pero es un momento para escuchar. (…) También
es un momento para nosotros como canadienses, para reconocer que nosotros
también tenemos nuestros desafíos, que los canadienses negros y los canadienses
racializados se enfrentan a la discriminación como una realidad vivida cada
día”, continuó Trudeau. Agregó que también hay discriminación sistémica en
Canadá, pero ésta no se ve: “Necesitamos ver eso, no sólo como gobierno (y
tomar medidas), sino que debemos ver eso como canadienses. Necesitamos ser
aliados en la lucha contra la discriminación.
Necesitamos escuchar; necesitamos aprender; y necesitamos
trabajamos duro para arreglarlo, para descubrir cómo podemos ser parte de la
solución para arreglar las cosas”, dijo Trudeau.[39] Necesitamos
ver, en efecto –tanto intramuros como extramuros–, y escuchar para ser capaces
de aprender.
La pregunta “¿dejaremos de autoengañarnos,
nos creeremos lo que sabemos, dejaremos de lado nuestro pertinaz negacionismo?”
nos conduce a una pregunta más profunda (que no es el momento de abordar
ahora): ¿seremos capaces de aceptar nuestra condición humana –y en el núcleo de
la misma, nuestra mortalidad?[40] La
“normalidad” a la que ahora añoramos volver es –ha escrito Santiago Alba Rico
de forma penetrante– la ilusión de inmortalidad.[41] Y
ahora, de forma inesperada, estamos aprendiendo
a morir en el Antropoceno, por decirlo con el título del importante
ensayo de Roy Scranton (que no va de coronavirus sino de catástrofe climática).[42]
No dañar al otro
¿Cómo se enfrentan los juristas de
prestigio a una crisis existencial de nuestras sociedades, provocada por el mal
encaje de las mismas en la biosfera? Puede servir como ejemplo esta reflexión
de Tomás de la Quadra
Salcedo, catedrático emérito de Derecho Administrativo, ex
ministro de Justicia y ex presidente del Consejo de Estado, entre otras altas
dignidades. Señala que está en juego “una obligación ineludible: la de no hacer
daño a los demás. El viejo principio romano de no hacer daño al otro (el alterum non laedere de Ulpiano)
continúa explicando muchas cosas, como esta mutación de los límites de nuestros
derechos fundamentales provocada directamente por un hecho de la naturaleza”. Y
es que los hechos científicos, sigue diciendo con harta razón el ex ministro de
Justicia, “delimitan automáticamente la frontera de nuestros derechos con
nuestra obligación de no hacer daño a los demás. Las medidas adoptadas
delimitan o restringen nuestra libertad (…), pero no violan nuestro inexistente
derecho fundamental a poner en peligro la vida y salud de los demás. Las
medidas no se dirigen a suspender derechos, que en realidad no permanecen
inmutables en el escenario de una naturaleza desenfrenada, sino a adoptar las
científicamente necesarias, por duras que nos resulten, para evitar la catástrofe. Su
proporcionalidad es otra cuestión bien relevante, controlable por los
tribunales atendiendo a criterios técnico-científicos”.[43]
¿Está hablando, en su artículo del 8 de
abril de 2020, de la catástrofe climática en ciernes –la manifestación más
evidente de una crisis ecológico-social global que, en efecto, pone en jaque el
ser y no ser de nuestras sociedades y frente a la cual la ciencia emite
advertencias ya casi desesperadas? No, Tomás de la Quadra Salcedo está
hablando del coronavirus SARS-cov-2. Pero todo su razonamiento debería
aplicarse, con más peso aún, a la crisis climática (si es que “crisis” resulta
el término adecuado aquí, luego volveré sobre ello.)
Lo que se puede ver ahora con claridad es
que la emergencia climática que declararon en 2019 diversas instituciones era
totalmente fake:
discurso (bienintencionado) no acompañado por acción. El parón en seco de
nuestra sociedad para combatir la covid-19 nos da la medida de la dimensión que
tendría, de verdad, iniciar una transición ecológica.
Un hecho ecológico total
Uno de nuestros filósofos políticos más
perspicaces, Daniel Innerarity, subraya cómo en nuestras sociedades complejas,
compuestas de esferas o subsistemas sociales que funcionan cada uno con su
propia dinámica (la economía, la cultura, la sanidad, el Derecho, la
educación…), los conflictos e incompatibilidades resultan inevitables. Bien. Y
anota entonces que, con la crisis sanitaria del coronavirus, “el caso más
chocante es lo que está pasando con el medio ambiente, que ha mejorado con el
parón de la economía”.[44] Ah…
detengámonos en ese adjetivo, chocante. ¿Chocante
para quién? Seguramente no para el propio Innerarity, quien no ignora que esa
mejora de los índices de contaminación o de la vitalidad de muchas clases de
seres vivos es precisamente lo que cabía esperar: cuando nuestro sistema
ecocida de extracción, producción, consumo y vertido se ralentiza, la biosfera
da un suspiro de alivio. El profesor vasco está seguramente haciéndose eco del
sentido común dominante, al cual sí le sorprenderá que pueda suceder algo así.
Y no obstante, algo inquieta en la
reflexión de Innerarity: pues sí parece dar por hecho que, al no haber (ya) un
“hecho social total” (Marcel Mauss) sino aquella diferenciación de esferas y
diversidad de perspectivas, el medio ambiente es una esfera más entre las otras
a la que se aplicará “el dramatismo de las decisiones en un entorno de
complejidad”. Y aquí sí se muestra, creo, un error de fondo –omnipresente en la
cultura dominante. No hay un “hecho social total”, pero sí un hecho ecológico total: sin una
biosfera habitable, lo demás sobra. Esa precedencia no es una demanda
ideológica ni es la reivindicación de un sector social particular (digamos, los
ornitólogos, las defensoras de la flora mediterránea, los paseantes por
geoparques u otras amantes de la vida silvestre): es la precondición de todo lo
demás. Ecosistemas desbaratados, biodiversidad masacrada, recursos minerales
menguantes y clima infernal no es que hagan más difícil la persecución del bien
común, sino que imposibilitan la
vida humana (y muchas otras formas de vida, por descontado).
No es casualidad ni exageración que estén organizándose movimientos sociales
que incorporan la palabra “extinción” en el nombre que se dan a sí mismos,
como Extinction Rebellion. Y
estamos en una cuenta atrás.
Se puede anticipar la respuesta que
probablemente daría el profesor Innerarity: aunque ello sea objetivamente
así extramuros (por
emplear mi propia terminología), hace falta que los agentes políticos intramuros asuman lo ecológico
como un problema, y ello lo convertirá en una esfera sociopolítica más que competirá
con las otras. Pero una constatación así es parte del problema… ¿De verdad
nuestras sociedades complejas supuestamente reflexivas y “del conocimiento” son
incapaces de distinguir entre lo esencial y lo secundario, de incorporar la
protección de sus propias condiciones de existencia a la articulación de sus
políticas? Algo muy interesante ha sucedido durante la crisis sanitaria de la
covid-19, como ha observado Santiago Alba Rico: los Gobiernos han sido capaces
de elaborar listas de actividades
esenciales, se las han arreglado para distinguir entre lo
importante y lo secundario –algo que de entrada está vetado bajo el orden
mercantil del capitalismo.[45]
Ecocidio, fuga de las elites y
ascenso de la ultraderecha
En mayo de 2019, un estudio de científicos
de más de cincuenta países (Global
Assessment of the Intergovernmental Science-Policy Platform for Biodiversity
and Ecosystem Services, IPBES) mostró que las sociedades industriales
han empujado a un millón de especies (una de cada ocho, aproximadamente) al
borde de la
extinción. Alrededor del 75% de toda la superficie terrestre
del planeta, y el 66% de la superficie oceánica están “severamente alteradas”
por las actividades humanas. La biomasa de los mamíferos salvajes ha disminuido
en un 82%, los ecosistemas naturales han perdido la mitad de su área y las
plantas y los animales están desapareciendo de decenas a cientos de veces más
rápido que durante los últimos diez millones de años, según constataron los más
de quinientos expertos en biodiversidad.[46]
El mismo día en que se hacía público ese
trágico informe del IPBES sobre el ecocidio en curso, el Secretario de Estado
estadounidense Mike Pompeo declaró: “Las reducciones constantes en el hielo
marino del Ártico están abriendo nuevos pasillos y nuevas oportunidades para el
comercio, lo que potencialmente puede reducir el tiempo que tardan los barcos
en viajar entre Asia y Occidente hasta en veinte días”. Así una parte de las
elites gobernantes ven, en el ecocidio más genocidio a que nos aboca la crisis
ecológico-social, nada más que oportunidades de negocio mientras buscan una
soñada “velocidad de escape” (pero luego hay quien se atreve a escribir que el
ecologismo es nihilista…).
Como viene argumentando juiciosamente
Bruno Latour estos últimos años, buena parte de las clases dirigentes “ha
llegado a la conclusión de que ya no hay suficiente espacio en la Tierra para
ellas y para el resto de sus habitantes”[47] y por
eso asumen el exterminio de la mayor parte de la humanidad (y de miles de
millones de nuestros “compañeros de planeta”) dentro de su BAU (Business As Usual). Hay que considerar
estos tres fenómenos como estrechamente relacionados: la huida hacia adelante
del capitalismo neoliberal (materializada en los programas de jibarización de
los Welfare States y
la desregulación a favor del gran capital), la explosión de las desigualdades
en segundo lugar, y finalmente el negacionismo climático (como expresión
concreta de una más amplia denegación de todas las cuestiones de límites
biofísicos que ya antes analizamos de forma somera).
Injusticia, desigualdad y extralimitación
ecológica son cuestiones íntimamente relacionadas. Usando la metáfora del
naufragio del Titanic, “las clases dirigentes están comprendiendo que el
naufragio es inevitable; se adueñan de los botes salvavidas y le piden a la
orquesta que siga tocando para disfrutar de la noche antes de que la agitación
excesiva alerte a las otras clases”.[48] También
Eliane Brum ha reflexionado intensamente sobre esta cuestión:
“La dificultad de cambiar nuestras
prioridades hace que el objetivo de limitar el sobrecalentamiento global a 1’5
grados sea cada vez más distante, si no imposible. Se trata del
‘tierraplanismo’, como denominamos el fenómeno principal de negar la evidencia
científica más consolidada, como la propia forma del planeta. El creciente
número de adeptos sugiere que, cuando los humanos más necesitan lucidez, es
precisamente cuando entran en un estado de negación.
Cualquiera que siga mis columnas de opinión
sabe que una de mis hipótesis para la elección de déspotas es el sentimiento de
inseguridad sobre el futuro. Pero no por la indeterminación del futuro.
Justamente al contrario. El futuro, como lo conocíamos antes, era un territorio
de posibilidades. ‘En el futuro será mejor’ o ‘en el futuro lograremos este
objetivo’ o incluso ‘en el futuro tendremos nuestra propia casa’. Ahora no. La
crisis climática ha determinado el futuro. Será malo, desde el punto de vista
del impacto del cambio climático. Toda nuestra lucha por el futuro gira en
torno a tener un planeta peor o un planeta hostil. Y, créanme, la diferencia es
enorme. Tan enorme que todos deberíamos estar luchando por eso en este preciso
instante. Me parece que también por esta razón, parte de la población mundial
prefiere votar a negacionistas del clima que prometen un retorno a un pasado
que nunca existió. Trump y Bolsonaro, como otros de sus colegas, son vendedores
de pasados. Pasados falsos.” [49]
La crisis del coronavirus, han señalado
diversos comentaristas, funciona como lo que los sociólogos llaman un analizador social, desvelando fenómenos
y estructuras que en tiempos “normales” apenas vemos. Así, también, en cuanto a
la desigualdad social. La vulnerabilidad o mortalidad humanas no son
democráticas, sino que dependen de la clase y el estatus social: la pandemia lo
ha puesto otra vez en evidencia. En Gran Bretaña o EEUU, la infección afecta
cuatro veces más a los negros que a los blancos; en todas partes, enferman y
mueren los trabajadores no cualificados en proporción muy superior a quienes
están más alto en la escala social. “La muerte no es democrática. La covid-19
no ha cambiado nada al respecto. La muerte nunca ha sido democrática. La
pandemia, en particular, pone de relieve los problemas sociales, los fallos y
las diferencias de cada sociedad. Piense por ejemplo en Estados Unidos. Por la
covid-19 están muriendo sobre todo afroamericanos. La situación es similar en
Francia. Como consecuencia del confinamiento, los trenes suburbanos que
conectan París con los suburbios están abarrotados. Con la covid-19 enferman y
mueren los trabajadores pobres de origen inmigrante en las zonas periféricas de
las grandes ciudades. Tienen que trabajar. El teletrabajo no se lo pueden
permitir los cuidadores, los trabajadores de las fábricas, los que limpian, las
vendedoras o los que recogen la
basura. Los ricos, por su parte, se mudan a sus casas en el
campo…”[50] Y
por otra parte, como recordaba Pedro L. Alonso estos días (es el director del
programa sobre malaria de la OMS), lo que hoy en Europa vivimos como un
excepcional tiempo horroroso es la norma en regiones enteras del mundo: el
paludismo (o malaria) mata cada año a casi medio millón de seres humanos; y la
diferencia de esperanza de vida entre España y la República Centroafricana
es de casi treinta años (sobre todo por las enfermedades infecciosas).
¿Un choque exógeno?
El impacto provocado por el coronavirus
¿se trataría de un shock exógeno
para la economía? Sólo si la pensamos como un sistema desligado de los
ecosistemas, los seres vivos y los territorios –pero eso es el mundo al revés,
la demencial inversión que las visiones económicas más realistas (como la
economía ecológica y la economía feminista) llevan decenios denunciando desde
el margen donde han sido confinadas… Mi metáfora de lo extramuros y lo
intramuros (en Ética
extramuros y otros libros) capta algo de este problema. Por
aclararlo muy brevemente: se trata de comprender el lugar del ser humano en el
cosmos (extramuros en la biosfera terrestre), no sólo mi lugar (o el de mi
endogrupo, o el de mi sexo/ género, o el de mi clase social, o el de mi etnia)
dentro de las relaciones de dominación (intramuros de la ciudad humana).[51]
No se trata de un shock exógeno, es una perturbación
interna del sistema Tierra. La crisis sanitaria causada por el coronavirus nos
devuelve bruscamente a la realidad: somos organismos ecodependientes e
interdependientes dentro de una biosfera donde, como ya observamos antes, “todo
está conectado con todo lo demás”.
Podríamos aterrizar, dejar de vivir como alienígenas
depredadores de la Tierra.
En efecto, si fuésemos –fantasía de
ciencia-ficción– una colonia organizada por una civilización extraterrestre
para la rápida extracción de los recursos del planeta Tierra, poniéndolos al
servicio de un proyecto alienígena de mercantilización generalizada, ese
metabolismo imaginario no diferiría demasiado del que de hecho está hoy
funcionando (y que ha sufrido un parón inesperado a causa de la pandemia). El
capitalismo fosilista convierte hoy en escasos incluso los recursos minerales
más abundantes (como la arena), desequilibra el clima hasta desembocar en
perspectivas de calentamiento infernales, esquilma el suelo fértil y el agua
dulce, y desgarra hasta tal extremo el tejido de la vida que tenemos que
inventar neologismos como “desfaunación” para referirnos a las dimensiones casi
inconcebibles de la
Sexta Gran Extinción en curso. Cada una de estas agresiones
contribuye no sólo a incrementar la probabilidad de nuevas pandemias, sino
asimismo a minar las bases de la salud de todos y cada uno de los ecosistemas
y, por tanto, de todas y cada una de las comunidades humanas.
¿Aprender por choques?
Hemos hablado con cierta frecuencia
de aprendizaje por shock,
poniendo en el mismo esperanzas probablemente infundadas.[52] El shock lo tenemos aquí, en forma de
SARS-CoV-2: un virus zoonótico (procedente de un animal) frente al que no
tenemos inmunidad previa y que ha puesto patas arriba el mundo entero. El shock está aquí, y se trata sólo
de uno entre los que venimos padeciendo y vamos a padecer: pero ¿seremos
capaces de aprendizaje colectivo? “La tentación, cuando esta pandemia haya
pasado, será encontrar otra burbuja. No podemos permitirnos sucumbir a eso. De
ahora en adelante, debemos exponer nuestras mentes a las realidades dolorosas
que hemos negado durante demasiado tiempo”, nos amonesta George Monbiot.[53] Tiene
toda la razón. La
crisis originada por esta pandemia es poca cosa al lado de lo que se avecina a
causa de la catástrofe climática, la crisis energética y la Sexta Gran Extinción.
¿Nos sobrepondremos al tercer nivel de
nuestro negacionismo para ser capaces de afrontar las transformaciones
sistémicas, revolucionarias, que necesitamos desesperadamente?[54]
Una cultura donde casi todo está
cabeza abajo
La diferencia relevante entre la covid-19
y el calentamiento global (que sólo es la manifestación más aparatosa de la
crisis ecológico-social, no nos cansaremos de repetirlo)[55] es que
la primera mata mucho más rápido. Más de cuarenta mil personas fallecidas ya en
España, en apenas unos meses.[56]
Es nuestra mala relación con el tiempo
(miopía temporal) y con los sistemas (dificultades para el pensamiento
complejo), dentro de una cultura dominante fatalmente errada (casi todo puesto
de cabeza, del revés), lo que está privando
de futuro a la humanidad. (No entro aquí en el espinoso asunto de nuestros
numerosos sesgos cognitivos, patologías grupales y hybris tecnólatra: EXPERTOS EN
DISEÑAR UN PLANETA MEJOR, proclama con orgullo la propaganda de una gran
empresa de infraestructuras.[57] Si
estuviésemos dentro de una cultura normal, intervendría de oficio la Fiscalía General
del Estado.)
Y ¿no hay especialistas en corregir ese
rumbo letal, homicida y suicida? En realidad se supone que sí: los y las
filósofas, esas expertas en racionalidad que se esfuerzan en desarrollar visión
de conjunto (synoptikós,
diría Platón).
La solución ¿sería entonces platónica: que
gobiernen esos (sedicentes) especialistas? No parece buena idea. Más bien se
trata de despertar a la filósofa, al filósofo que llevas dentro –a la manera de
John Dewey y Antonio Gramsci…[58]
Pandémica (y sinóptica) y
terrestre
Necesitamos pues visión de conjunto,
panorámica: el filósofo, la pensadora en cuanto synoptikós. Esta pandemia –como
decía William E. Rees en otro de sus lúcidos artículos– es como el tráiler, sólo un avance de la
película más amplia.[59] Si
superamos este obstáculo en dos años, sólo será para hacer frente al siguiente:
una crisis de deuda, o una crisis energética, u otra guerra más por los
recursos que van escaseando… ¿Volver a la normalidad? El profesor canadiense
apunta que “volver a la normalidad es el equivalente a que Noé desmantelara el
arca durante la tormenta para intentar construir un yate más grande y más
cómodo. Nosotros y él iríamos al fondo junto con el resto de la vida animada…”
¿Volver a la normalidad, si fue aquella peligrosa y dañina normalidad la que
nos condujo al desastre de hoy?
No, no vamos a tener “normalidad” (ese
anhelo remite a cómo idealizamos el capitalismo bien ordenado de tipo más o
menos keynesiano –ese breve episodio de la historia humana que quedó
definitivamente atrás). Eliane Brum acierta: recuperar la “normalidad” sería
“regresar a la brutalidad cotidiana que es sólo ‘normal’ para unos pocos, una
normalidad arrancada de las vidas de muchos a quienes diariamente les dejan el
cuerpo exhausto. La interrupción de lo ‘normal’, causada por el virus, puede
ser una oportunidad para diseñar una sociedad basada en otros principios, capaz
de detener la catástrofe climática y promover la justicia social. Lo peor que
nos puede pasar después de la pandemia es precisamente volver a la normalidad”,[60] porque
esa normalidad era catastrófica. Por eso Markus Gabriel habla de “romper la
cadena de infección del capitalismo”.[61]
Ahora que se está imponiendo la expresión
más bien paradójica de “nueva normalidad”, conviene insistir sobre ello: no
habrá normalidad, ni vieja ni nueva. La excepcionalidad del tiempo que vivimos
va a seguir desplegándose. Nada más importante que darnos cuenta de que esta
crisis sanitaria, la crisis energética, la crisis climática, la crisis de
biodiversidad, son manifestaciones de una crisis sistémica general, una crisis
ecosocial a la que sólo podríamos hacer frente de forma razonable con cambios
también sistémicos.[62] De
ahí lo peliagudo de nuestra situación. El biólogo Fernando Valladares –que ha
desplegado un enorme esfuerzo de ilustración ecológica, ecoliteracy suelen decir los
anglosajones, durante las primeras semanas de desarrollo de la covid-19 en
España–[63] decía:
“el éxito frente a la pandemia será evitar futuras pandemias” (en un tuit del 1
de mayo de 2020). Bueno, eso es quedarnos demasiado cortos. El éxito ante la
pandemia sería evitar las formas peores del colapso ecosocial que está
desarrollándose.
(Y atención al término de crisis en relación con lo
ecológico-social. El lenguaje ético-político no es neutro ni inocuo: Mark
Alizart dice que la palabra “crisis” ya apunta a una concesión a la ideología
dominante y una derrota. “La crisis es aquello sobre lo que no tenemos control,
lo que recae sobre nosotros sin previo aviso, aquello cuya responsabilidad
incumbe a todo el mundo (en otras palabras, a nadie). Hemos sabido lo que
estamos haciendo contra el clima y la biodiversidad durante más de sesenta
años. Y cuando digo ‘nosotros hemos sabido’ no me refiero a treinta
especialistas reunidos en un comité Théodule. Los industriales del petróleo y
el gas, es decir, los contaminadores, y nuestros gobiernos (a menudo son los
mismos) fueron los primeros en enterarse de esto”.[64] Así
que lo sabían, como dijo Alexandria Ocasio-Cortez; Exxon knew, y el resto de las
elites políticas y económicas también; y no sólo no hicieron nada, sino que
invirtieron miles de millones para que la sociedad no lo supiera. De manera que
hablar de una crisis, en el caso del vuelco climático, equivale a dar a estas
personas un cheque en blanco, “negarse a nombrar al enemigo” –sigue Alizart– y,
por tanto, evitar que se luche contra él. En lugar de crisis, deberíamos hablar
más bien de escándalo, delito o
incluso golpe de Estado.
Aquí también nos ayuda mucho la reflexión de Bruno Latour y Roger Hallam, en
estos años últimos.)[65]
Guardemos nuestro sentido de la
proporción: la crisis sanitaria originada por esta pandemia de la covid-19 es
poca cosa al lado de lo que se avecina a causa de la catástrofe climática, la
crisis energética y la Sexta Gran Extinción.[66] Hay
que pensarla, de hecho, como un momento o una etapa de la crisis ecológico-social
más amplia, que se desenvuelve ya como colapso ecosocial (el cual no hay que
concebir como un fin del mundo materializado en un solo acontecimiento
catastrófico sino como el despliegue entrelazado de muchos episodios y
fenómenos nefastos):[67] la
pandemia refuerza la crisis económica larvada previamente, que se entrelaza con
la crisis energética para acelerar el colapso sistémico que ya había empezado.[68] “El
virus vino a jalar el freno de emergencia y a parar el tren enloquecido de una
civilización corriendo hacia la destrucción masiva de la vida. ¿Dejaremos que
vuelva a arrancar? Eso sería la garantía de más cataclismos al lado de los
cuales lo que estamos viviendo actualmente parecerá, a posteriori, un
acontecimiento de moderada amplitud”.[69]
Hemos dicho: cambios sistémicos
Hablábamos de cambios sistémicos, de no
volver a arrancar “el tren enloquecido de una civilización que corre hacia la
destrucción masiva de la vida”, sino más bien –a la manera de Walter Benjamin–
tirar del freno de emergencia para cambiar de vía. ¿Cómo se iniciaría algo así?
De manera telegráfica, creo que se trataría de cambios como los siguientes:
· Abandonar el PIB como supuesto indicador
de bienestar: desarrollar un sistema de cuentas físicas para complementar los
indicadores monetarios de la Contabilidad Nacional.
· Socializar las compañías eléctricas y el
sector bancario.
· Reducir por ley el tiempo de trabajo
asalariado, para redistribuirlo. Medidas de acompañamiento para redistribuir
todos los trabajos (pagos e impagos).
· Reforma fiscal fuertemente progresiva,
con impuestos al capital, a la herencia y a las grandes fortunas.
· Jubileo de deudas injustas e impagables
(como se ha recordado más de una vez estos últimos años, la acumulación de
capital tiene, como su reverso, la creación de deuda sin relación con la
realidad biofísica y más allá de la posibilidad de reembolso).
· Ingreso mínimo garantizado y esquemas de
trabajo garantizado desde el sector público.
· Desmercantilización de la vivienda.
· Conversión industrial hacia la
fabricación de bienes necesarios (hemos visto cómo las plantas automovilísticas
se ponían a fabricar respiradores para las Unidades de Cuidados Intensivos; es
sin duda un ejemplo inspirador…).
· Reducción drástica de la movilidad
motorizada; salida de la soberanía del automóvil privado; urbanismo ecológico.
· Desglobalización ordenada; “constitución
de redes de cooperación bio-regional basadas en relaciones sostenibles entre
los ámbitos urbanos, rurales y naturales en economías (y sistemas alimentarios)
resilientes de proximidad”, por decirlo con Fernando Prats.
· Agroecología, agricultura de proximidad,
permacultura.
· Renaturalización de zonas muy extensas
en campos y ciudades.
· Alfabetización e ilustración ecológica a
escala masiva (también aquí el despliegue informativo y pedagógico sobre el
coronavirus nos da la medida de lo que tendría que ser tomarnos de verdad en
serio la urgencia ecosocial).
Deliras, dirá casi todo el mundo. No,
deliran quienes piensan que en lo esencial bastará con sustituir motores de
combustión por motores eléctricos para salvar el mundo”. En un país como España
(y en muchos otros), hemos visto lo que significa de verdad hacer frente a una
emergencia social con la respuesta a la covid-19. La emergencia ecológico-social es
muchísimo más grave: ¿pondremos esta vez manos a la obra, de manera no
retórica?[70]
Aprendizajes, otra vez
“Washington quiere que Londres levante las
restricciones a su pollo clorado, un proceso de descontaminación hasta ahora
prohibido por la legislación europea…”[71] Debería
bastar una frase como la anterior para que todo el mundo se percatase: esta
civilización está condenada.
Una buena imagen que ha propuesto Luis
González Reyes: somos como el estudiante que no ha hecho nada durante todo un
cuatrimestre, y en la víspera del examen abre por fin sus libros y se queda
toda la noche en vela, tratando de recuperar lo irrecuperable… para sacar al
día siguiente un aprobado ralo, en el mejor de los casos.[72]
La etimología (griega) de la palabra catástrofe nos remite a darle la
vuelta a algo. Ese volcar sería un cambio a peor… si no fuese el caso que
vivimos en un mundo (el del capitalismo patriarcal fosilista extractivista
colonial financiarizado… y podríamos seguir sumando adjetivos) invertido,
puesto del revés, donde los disvalores imperan como valores positivos y la
irracionalidad extrema se hace pasar por el sensato orden inevitable de las
cosas. Dar la vuelta a un orden socioeconómico así no sería un cambio a peor,
sino la condición para poder –quizá– escapar de una trampa mortal. Escribe la
novelista polaca Olga Tokarczuk: “Ante nuestros ojos se desvanece como el humo
el paradigma civilizatorio que nos ha formado en los últimos doscientos años:
que somos dueños de la creación, que lo podemos todo y que el mundo nos
pertenece. Se avecinan tiempos nuevos.” [73]
Esta crisis pandémica nos ha dado una
rápida e intensa lección de ecodependencia (nuestra salud depende de la salud
de los ecosistemas) e interdependencia (“aquí no puede ocurrir”… y ya vio todo
el mundo la celeridad con que el virus se globalizó). Hoy nos hacemos
conscientes de la necesidad de llevar mascarillas en los espacios públicos no
para proteger nuestra propia salud, sino la del otro, la de mi comunidad, la de
la humanidad entera; ¿llegaremos a ver también que –por ejemplo– mi decisión de
desplazarme en automóvil privado también daña al otro, a mi comunidad, a la
humanidad entera?
En medio del
dolor más extremo, escribe Bruno Latour, estamos viendo que “el orden mundial,
que se nos decía era imposible de cambiar, tiene una plasticidad asombrosa, y
que como colectivo los seres humanos no están indefensos. Todo depende de la
capacidad que tengan de resistirse a regresar al orden anterior”.[74] Hemos
visto, en la respuesta político-social a la pandemia, que se puede detener la Megamáquina. Ahora
toca asumir que, si no somos capaces de detenerla (de buena manera) con el
timón puesto hacia objetivos de supervivencia y emancipación, ella terminará de
destrozarnos (de la peor de las maneras posibles).
También hemos aprendido (o deberíamos
hacerlo; hablo todo el tiempo de aprendizajes posibles) que la mayor parte de
la actividad económica, bajo el capitalismo, no responde a satisfacer
necesidades humanas esenciales; pero que podríamos reorganizar ese aparato
económico prescindiendo de lo superfluo para reorganizar lo realmente esencial,
“sin dejar a nadie atrás” pero de veras, no como simple consigna. Como señala
con acierto un manifiesto de economistas decrecentistas, “la pandemia ha
llevado a los Gobiernos a emprender acciones sin precedentes en tiempos
modernos de paz, demostrando lo que es posible cuando hay voluntad para actuar:
reestructuraciones de los presupuestos, movilización y redistribución de
dinero, rápida expansión del sistema de seguridad social e importancia de la
vivienda para las personas sin hogar”.[75]
Boaventura de Sousa Santos llama a
construirnos como una humanidad humilde, que se acostumbre “a dos ideas
básicas: hay mucha más vida en el planeta que la vida humana, ya que representa
solo el 0,01 % de la vida en el planeta; la defensa de la vida del planeta
en su conjunto es la condición para la continuidad de la vida humana. De lo
contrario, si la vida humana continúa cuestionando y destruyendo todas las
demás vidas que conforman el planeta Tierra, es de esperar que estas otras
vidas se defiendan de la agresión causada por la vida humana y lo hagan de
maneras cada vez más letales”.[76] Y
Byung Chul-Han advierte: “La pandemia es la consecuencia de la intervención
brutal del ser humano en un delicado ecosistema. Los efectos del cambio
climático serán más devastadores que la pandemia. La violencia que el ser humano ejerce
contra la naturaleza se está volviendo contra él con más fuerza. En eso
consiste la dialéctica del Antropoceno: en la llamada Era del Ser
Humano, el ser humano está más amenazado que nunca”.[77] El
pensador germano-coreano recurre al cuento de Simbad el Marino para visualizar
nuestra situación.
“En un viaje, Simbad y su compañero llegan
a una pequeña isla que parece un jardín paradisíaco, se dan un festín y
disfrutan caminando. Encienden un fuego y celebran. Y de repente la isla se tambalea,
los árboles se caen. La isla era en realidad el lomo de un pez gigante que
había estado inmóvil durante tanto tiempo que se había acumulado arena encima y
habían crecido árboles sobre él. El calor del fuego en su lomo es lo que saca
al pez gigante de su sueño. Se zambulle en las profundidades y Simbad es
arrojado al mar. Este cuento es una parábola, enseña que el hombre tiene una
ceguera fundamental, ni siquiera es capaz de reconocer sobre qué está de pie,
así contribuye a su propia caída…”[78]
Respirar bien: una reflexión final
Si supiésemos respirar bien, nos dicen los
maestros de Oriente desde hace varios milenios, la vida humana se situaría de
otra manera mejor con respecto a la existencia y el mundo. “La respiración
consciente es mi ancla. (…) Nacemos y morimos con cada respiración. (…)
Permanezco en mi respiración para no perderme”.[79] Hay
algo significativo en que la enfermedad del coronavirus, la covid-19, se
manifieste como ahogo, como dificultad para respirar –que puede extremarse
hasta la muerte por asfixia si la neumonía se agrava y los pulmones se
deterioran demasiado. “No valoras la sencillez de que entre y salga el aire en
los pulmones –hasta que lo pierdes”, dice un enfermero que se contagió y estuvo
siete días ingresado en el hospital madrileño de La Paz, peleando contra la
enfermedad.[80]
Esta desquiciada civilización nuestra
tendría que aprender a asumir límites biofísicos; a cuestionar su
antropocentrismo; a ingeniar vías de salida del capitalismo (yugulando el poder
financiero, desmercantilizando bienes y servicios, des-salarizando vidas
humanas) a toda velocidad…
Las voces que se alzan escépticas no son
pocas, ni de poco peso: Emilio Lamo de Espinosa barrunta que los dos grandes
aprendizajes de la pandemia (el de la unidad de la especie humana y el de la
vulnerabilidad) podrían sumarse (y conducir a un aumento de lo que los
movimientos ecologistas llevan decenios llamando “conciencia de especie”,
añadiríamos nosotros). Pero el sociólogo emérito de la UCM teme que más que
sumarse se restarán: “la reacción ‘natural’ frente a la vulnerabilidad es
buscar refugio en lo conocido, en la tribu, la nación, la religión, las
comunidades ‘naturales’, para blindarse, negando justamente la experiencia
cosmopolita y, más bien, demonizando al ‘otro’ como fuente del peligro, de modo
que la vulnerabilidad cancela el cosmopolitismo”.[81] Así,
el Estado y la familia serían las instituciones que saldrían ganando de esta
conmoción, y se vaticina más bien “un mundo hobbesiano donde prima el sálvese
quien pueda” en la competencia intergrupal e interestatal.
Un médico (infectólogo) del Hospital Ramón
y Cajal, enfermo de covid-19 al borde de la muerte, narra su experiencia en un
diario conmovedor. En la entrada del 15 de mayo de 2020, ya superada la
enfermedad, anota: “Ya estoy al 100% trabajando, se me hace la hora de cenar y
no me entero. [Mi mujer] Toñi ha vuelto a reñirme [por trabajar demasiado],
como antes de ponerme malo. Te haces el propósito de cambiar. Pero eso es difícil
de ejecutar. Porque sales y es la vida misma y no tenemos muchas posibilidades
de escaquearnos de la
inercia. Toñi me dice hoy, como cada día: ‘¿Para eso te ha
servido ponerte malo? No has cambiado nada, no has aprendido nada’. He
fracasado en el intento, de momento. La vida no se ha modificado en casi nada a
como era previamente”.[82] “No
creo que salgamos mejores [de la pandemia]”, declara por su parte el pintor
Antonio López en una entrevista. “Nada cambiará porque el hombre no sabe
escuchar”.[83]
Romper las inercias mortales. Aprender del
trauma. Escuchar. Respirar. Contemplar. Caminar. Trabajar. Amar. Esos verbos
esenciales… ¿Aprenderemos los seres humanos a escuchar, a respirar…?
Notas:…
[70] Esa
suerte de “programa de emergencia”, compartido en Twitter, fue objeto de la
siguiente respuesta por parte de Emilio Santiaho Muíño: “Entre la meta que
plantea Jorge y nuestra realidad hay un hueco gigante. Este hueco sólo se cubre
articulando políticas ecológicas de mayorías en esta sociedad. Esto es,
asumiendo todos los apellidos nefastos que queráis ponerle (neoliberal, del
espectáculo) y sus reglas de juego. Éste es un experimento en el que no hay
varitas mágicas, y como demuestran los fracasos -relativos- de Corbyn y
Sanders, aunque hemos avanzado mucho respecto a hace diez años, aún estamos muy
lejos de lo que hace falta. Por complementar el buen programa que expone Jorge
Riechmann, la tarea del cómo hacer se debe plantear algunos de los siguientes
desafíos, que son inmensos:
1. Localizar elementos disputables a nuestro favor en el sentido
común, pero en el que está dado, con su ambivalencia y contradicciones (esto
es, disputar el sentido común sin esperar los efectos políticos de la
ilustración ecológica). Por suerte, hay muchos elementos que juegan a nuestro
favor para esto: empleo verde, salud, pacto generacional, el valor de lo local,
ideas de vida buena frugales, innovación científica (sin tecnolatría),
nostalgia de elementos de un pasado que estamos aprendido a echar de menos.
2. Apropiarse de los grandes espacios de consenso sobre
‘política ambiental pragmática’, con todas sus debilidades, y disputarlos
institucionalmente para sacar de ellos su mejor versión en el medio plazo:
Agenda 2030 y ODS, Green New Deal.
Buena parte de la izquierda cree que si el capitalismo habla tu lenguaje, lo
has perdido todo. Otros pensamos que significa que vas ganando. La prueba es
que no hay cambios en la hegemonía que no hayan sido profundamente mestizos. La
historia nunca es todo o nada. No obstante, eso no es impedimento para que los
movimientos sociales trabajen desde marcos más impugnatorios, que no hagan
concesiones pragmáticas o posibilistas, porque eso es importante también en la
guerra cultural. Pero me parece útil distinguir y separar escalas y métodos.
3. Localizar pequeñas victorias concretas, en el ámbito de
las políticas públicas posibles que estén en marcha, que supongan trincheras
cualitativas fuertes, suelos conquistados desde los que plantear la pelea en
mejores condiciones después, y poner mucho empeño en conseguirlas. Para mí esto
lo cumplen cuestiones como introducir un indicador oficial alternativo al PIB,
que la compra pública con criterios ambientales sea rutina, o establecer en
nuestro país una planta para el reciclaje de materiales críticos, como
minerales escasos.
4. Descubrir las brechas existentes en el sistema
mediático y saber hackearlas a favor de un discurso ecologista. Esto, además de
una pericia que solo poseen algunas pocas personas excepcionales, tiene como
base haber disputado bien y a tu favor el sentido común dado.
5. Necesitamos muchísimo trabajo de investigación en el
ámbito de lo que podríamos llamar traducción entre teoría ecologista y política
pública. Este tipo de I+D+i es fundamental, y estamos en pañales. Si
estuviéramos a la altura del desafío tendríamos decenas de tesis doctorales con
propuestas específicas y bien diseñadas técnicamente sobre cómo reformar el
sistema de pensiones en una economía de estado estacionario. Es un ejemplo de
miles posibles. Como demuestra el caso del RBU, un buen trabajo de investigación
y diseño técnico de su hipotética aplicación concreta no es garantía suficiente
para su realización efectiva. Pero si es condición imprescindible para que
pueda dejar de ser una propuesta de carácter solo moral.
6. Y necesitamos mucho ensayo y error en la política
institucional concreta para comprender nuestros límites y posibilidades. Del
dicho al hecho hay mucho trecho, especialmente en política. Y una legislatura
en gobierno puede darnos más lecciones útiles que cien tesis doctorales. En sus
charlas Yayo Herrero siempre dice que los cajones de los despachos
universitarios están llenos de estudios ecosociales fantásticos. El problema es
que sólo descubrirán su verdadero valor con la fricción y el roce de su
aplicación en entornos de competencia política real. Aquí hay un problema y es
que la evaluación de las políticas públicas reales siempre está distorsionada
por los sesgos de nuestras militancias partidistas y sus luchas de poder. Es
inevitable. Pero al menos deberíamos instalar un clima de debate en el que nos
permitamos fallar.
Hay muchas más cuestiones. Por supuesto todo esto tiene
que estar aterrizado en organizaciones políticas funcionales, que son un mundo
en sí mismo, y envuelto en la dinámica transformadora de la sociedad civil, en
la que los movimientos sociales son importantes, pero no lo único. El tema es
mucho más complejo y tiene implicaciones teóricas fuertes. La pregunta por el
cómo es la clásica pregunta por el sujeto histórico. Y además el último ciclo
político se construyó en base a la respuesta poco usual en nuestro país que el
primer Podemos dio a esta pregunta. Extraer conclusiones teóricas fundamentadas
de las luces y las sombras del último ciclo político y ponerlas a dialogar con
la historia del ecologismo en una nueva oleada de luchas y prácticas. Algo así
nos permitirá, poco a poco y con fallos, pasar del qué hacer al cómo hacer.”
(Hilo de tuits, 4 de mayo de 2020; https://twitter.com/E_Santiago_Muin/status/1257257355500281856 )....
[83] Antonio
López, “No saldremos mejores de esta crisis” (entrevista), El País, 1 de mayo de 2020.
Fuente: https://rebelion.org/la-crisis-del-coronavirus-como-momento-del-colapso-ecosocial/
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