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19 de junio de 2020

IiI. Hacia otra sociedad, otro Estado

La crisis del coronavirus como

momento del colapso ecosocial

19 de junio de 2020

Por Jorge Riechmann

Viento Sur
“La pandemia que nos azota tiene su origen fundamental en la rotura de todos los equilibrios, en la falta de previsión y en modos de vida que desprecian las limitaciones naturales. Ese tan mentado principio de precaución que nunca llegamos a aplicar en su auténtica dimensión. Resultaría antropomorfizantee ingenuo (casi animista) decir que la naturaleza nos está enviando una señal. Tan tonto como pensar que la silla que se rompe bajo nuestro sobrepeso nos está diciendo que debemos adelgazar. Lo que sí resulta cierto es que deberíamos tener la suficiente inteligencia para interpretar las señales, los indicadores o síntomas, que aparecen cuando las cosas van mal, cuando ponemos en riesgo nuestra propia vida.” [1] (Carlos González Vallecillo)
“¿No será que hemos vuelto al ritmo de vida normal? ¿Que el virus no es el trastorno de la norma, sino que, por el contrario, lo anormal era el frenético mundo anterior al virus? Al fin y al cabo, el virus nos ha recordado lo que tan apasionadamente negábamos: que somos seres frágiles hechos de la materia más delicada. Que morimos, que somos mortales. Que no estamos separados del mundo por nuestra ‘humanidad’ y excepcionalidad, sino que el mundo es una especie de inmensa red en la que permanecemos unidos a otros seres por medio de invisibles hilos de influjos y dependencias. Que dependemos los unos de los otros y que, independientemente del país del que vengamos, de la lengua en que hablemos y del color de nuestra piel, enfermamos de la misma manera, tenemos el mismo miedo y morimos del mismo modo.”[2] (Olga Tokarczuk)
“No está de más dar un paso a un lado para impedir que el virus, además de nuestros cuerpos, colonice nuestras mentes.”[3] (Juan Arnau)


Un doble juego inaceptable
Hay un doble juego que encuentra uno practicado con regularidad en ciertos discursos de izquierda. Por una parte, se elogia la resistencia de los pueblos indígenas, con sus sabidurías ancestrales y su cosmovisión de la Madre Tierra (“pachamamismo”, se desdeña desde otros sectores de izquierda). Pero, por otra parte, se rechaza la perspectiva sociocultural gaiana y la teoría Gaia que subyace a aquella (y que en realidad es hoy “ciencia dura” o estándar entre quienes cultivan las ciencias de la Tierra, al menos en la versión de “Gaia homeostática”).[4] Eso cuando no se denuncia directamente esa perspectiva gaiana como “ecofascismo místico”, evidenciando un notable desconocimiento del trayecto que ha seguido la (primero hipótesis y luego) teoría Gaia a lo largo del último medio siglo.[5]
Pero ese doble juego es incoherente, [6] pues la Madre Tierra es Gaia desde un plano más emocional (y desde ciertas tradiciones culturales), y Gaia es la Madre Tierra desde el plano científico (sin que ello suponga despreciar las emociones). De hecho, practicarlo revela cierta mentalidad colonial encubierta: dejemos a aquellos pobres ignorantes que cultiven sus inadecuadas pero útiles representaciones pachamamistas, pero no permitamos que Gaia desbarate nuestra racionalidad parcelaria occidental trabajosamente construida… Como apunté, no obstante, la teoría Gaia no va en contra de la racionalidad científica (aunque muchos aspectos de la misma requieran en Occidente un encaje cultural mejor), sino que se sitúa en su seno y la amplía. Tenemos que remitir, aquí, a los trabajos de Lynn Margulis, Isabelle Stengers, Carlos de Castro y Bruno Latour, que nos proporcionan la base racional para un sentido común mejor (gaiano) que el que hoy prevalece.[7]
Supóngase que miramos hacia la presente crisis sanitaria desde esa óptica gaiana. ¿Qué apreciaríamos?
¿Qué hacemos con los virus?
Escribe Hibai Arbide Aza en medio de la pandemia por el coronavirus SARS-CoV-2, en la primavera de 2020: “No hay nada que me tranquilice menos que la retórica belicista, las arengas patrióticas, las metáforas bélicas y la épica de batallar contra un enemigo invisible. No es una guerra, joder…”[8]
Tiene toda la razón. Los virus son nuestros compañeros de planeta. Hemos llegado a ser lo que somos en un largo viaje coevolutivo compartido con ellos: literalmente, forman parte de nosotras y nosotros mismos. En efecto, cuando se logró completar el mapa del genoma humano en 2003 se descubrió un hecho sorprendente: nuestro cuerpo contiene una enorme cantidad de restos de retrovirus endógenos (nada menos que el 8% del genoma humano consiste en antiguos retrovirus).[9] Y luego hemos sabido que el sistema inmune innato, nuestra primera línea de defensa contra los agentes patógenos, funciona de manera coordinada gracias a fragmentos de antiguos virus insertados en posiciones clave de nuestro genoma.[10] Este descubrimiento revela la importancia de los virus y transposones (ADN saltarín) en la evolución rápida de los sistemas biológicos complejos (una línea de pensamiento que arranca de la gran genetista del siglo XX Barbara McClintock).
De hecho, y de manera significativa, han sido esas inserciones virales en nuestro genoma las que han permitido que la hembra de los mamíferos no rechace, a través de su sistema inmune, ese cuerpo extraño llamado feto: la esencia de lo mamífero –euterio– la debemos a los virus.[11] Como subraya Máximo Sandín, somos, casi literalmente, agregados simbióticos de virus y bacterias:
“Las células eucariotas, las que nos constituyen, están formadas por una fusión de bacterias. El núcleo celular se completó con secuencias génicas procedentes de virus. Los virus aportaron a las bacterias las secuencias génicas relacionadas con la fotosíntesis bacteriana, responsable de la mayor parte del oxígeno de nuestro planeta. Los genomas de los seres vivos están formados por secuencias de origen bacteriano y viral. Las secuencias del desarrollo embrionario fueron aportadas por virus…”[12]
Los virus son fuente de variabilidad genética y motor de la evolución biológica, una fuerza transformadora de la vida: así que organismos como Homo sapiens también estamos aquí gracias a ellos. Gracias a los virus (y a la “carrera de armamentos” biológica que se desarrolla respondiendo a ellos) somos lo que somos. Cumplen también como protectores nuestros: una enorme cantidad de virus bacterianos (también denominados con el inadecuado nombre de “bacteriófagos”) están situados en la superficie de todas las mucosas del organismo, donde eliminan a las bacterias exógenas que no deberían estar ahí. Es decir, actúan como parte del sistema inmunitario.[13] Ah, y si pensamos en los coronavirus en particular: los biólogos moleculares y las bioquímicas saben que son, en potencia, un aliado importante frente a otras infecciones. Quitando a un coronavirus las proteínas más peligrosas, se elaboran vacunas, y se lo puede usar así como vehículo para inmunizar frente a otros virus….

Nuestra vida con virus y microbios
Los virus, subraya la antropóloga francesa Charlotte Brives, no están “afuera”. Por lo tanto, “no constituyen enemigos contra los cuales uno debería ‘estar en guerra’. Los seres humanos vivimos, biológica y socialmente, con virus y otros microbios. Irreparablemente y de muchas maneras, de acuerdo con todo un espectro de posibles relaciones; la patogenicidad es sólo una entre muchas otras”.[14] Desde la misma aparición de la vida en la Tierra, los virus han desempeñado un papel esencial en impulsar la evolución biológica. En 2016, un estudio dirigido por la Universidad de Stanford descubrió que el 30% de todas las adaptaciones de proteínas en humanos, en divergencia de los chimpancés, las impulsaban virus.[15]
Por supuesto, esto no significa que no debamos hacer un esfuerzo social enorme y cuasi-bélico para mantener al coronavirus SARS-cov-2 fuera de nuestros cuerpos: lo estamos haciendo en 2020 para proteger a los miembros más vulnerables de nuestra comunidad, sobre todo nuestros mayores. Pero esa intimidad y codependencia con los virus sí que debería hacernos pensar de otra forma sobre lo que significa ser vivientes en el planeta Tierra. El problema no son los virus: el problema es un sistema socioeconómico expansivo (y hasta una dinámica civilizatoria) que reduce cada vez más el espacio ecológico de los seres silvestres, favoreciendo los saltos de microbios entre especies que pueden desencadenar epidemias.[16] El problema, también, son dietas cárnicas y hábitos culinarios que favorecen la zoonosis. Es la destrucción de la naturaleza, en muchos casos, la que causa las enfermedades infecciosas.[17] Como explica el virólogo Antonio Tenorio,
“la aparición de infecciones va en aumento y su contagio es cada vez más rápido. Las razones están asociadas al desarrollo de una economía de sobreexplotación de recursos. Algunos ejemplos que lo explican sería la propia deforestación y el cambio climático que hace que los animales silvestres se acerquen a las poblaciones. También la manipulación de animales silvestres para comerlos, o extraer sus cuernos, etc. El hacinamiento de animales en las granjas―gripe aviar, peste porcina…―el caso de las vacas locas por haberles dado restos de vacas muertas como alimento. También el aumento de mosquitos por la pobreza, que transmiten enfermedades como vector intermediario. Una gran pandemia del último siglo es el SIDA que hace cien años saltó desde los monos y se expandió por todo el mundo; o el Ébola, que proviene de murciélagos y no se ha extendido por gran número de países, pero en ambas los factores de riesgo son la cercanía con animales silvestres en su aparición y la globalización en su difusión…”[18]
Como subraya Nafeez Ahmed, aunque nuestras sociedades ven al virus como un enemigo biológico inequívoco, “es un actor integral en la compleja red de la vida. Los virus tienen una función ecológica como fuerza evolutiva para los organismos biológicos. Reconocer esto nos permite replantear nuestra comprensión de la pandemia, que no surge de la nada ni puede ser simplemente derrotada usando los instrumentos de la ciencia médica avanzada. Por el contrario, la pandemia ha sido incubada por la estructura misma de nuestra civilización. Por eso, la presión evolutiva que trae no es sólo una cuestión de biología, sino que afecta al meollo mismo de nuestras sociedades, cultura, política y economía”.[19]
¿No se podía saber?
¿No se podía saber? Por el contrario, las advertencias de la OMS y otros organismos de especialistas sobre la posible emergencia de pandemias han sido numerosas (sin ir más lejos, el Informe anual sobre Preparación Mundial ante Emergencias Sanitarias de septiembre de 2019 alertaba perfectamente frente a lo que sucedió a partir de enero de 2020). En todas las estrategias de seguridad nacional de casi todos los Estados aparecen las pandemias como un riesgo sistémico (también, por ejemplo, en la española de 2017).[20]
Desde hace tres lustros, el Global Risks Report (Informe sobre riesgos globales) es un estudio anual que publica el Foro Económico Mundial antes de cada reunión anual del Foro en Davos. Se basa en el trabajo de la Red Global de Riesgos, y cada informe describe los cambios que se supone van ocurriendo en el panorama global de riesgos. Pues bien: año tras año, encabezando el apartado de “riesgos sociales” aparecen las posibles pandemias.[21] Esta ha sido “una pandemia muy anunciada”, como escribía Ignacio Ramonet en su largo y documentado informe sobre el “hecho social total” (luego volveremos a esta noción) del conornavirus.[22] Como ha señalado el ensayista y periodista de investigación David Quammen,
“todo —el virus procedente de un murciélago que después pasa a los humanos, la conexión con un mercado en China, el hecho de que se trate de un coronavirus— era predecible. Es lo que los expertos a los que entrevisté para mi libro [Spillover. Animal Infections and The Next Human Pandemic] me decían. [Me sorprende] la falta de preparación de los Gobiernos y los sistemas sanitarios públicos para afrontar un virus como este. Me sorprende y me decepciona. La ciencia sabía que iba a ocurrir. Los Gobiernos sabían que podía ocurrir, pero no se molestaron en prepararse…”[23]
Richard Horton, editor de la prestigiosa revista científica The Lancet, ha señalado que en los últimos años las investigaciones en el ámbito de la salud pública y la epidemiología advirtieron reiteradamente del riesgo de una pandemia como la actual; constataron que nuestras sociedades no estaban preparadas para afrontar dicho riesgo y, en consecuencia, instaron a los gobiernos a tomar medidas urgentes para paliar sus futuras consecuencias. “Sin embargo, tal y como está ocurriendo desde hace décadas con las recomendaciones de las investigaciones sobre la crisis ecológica y el cambio climático, tales advertencias no sólo se ignoraron sino que incluso en determinados países como el nuestro dieron lugar a políticas sociales que, mediante los recortes del gasto público y las privatizaciones, han deteriorado todavía más los servicios y las infraestructuras públicas. La ciencia sin conciencia ciudadana es sólo otro tipo de negocio mercantil.”[24]
No hicimos caso de este conocimiento experto,[25] igual que no lo hemos hecho de los mil avisos sobre la tragedia climática en ciernes, la Sexta Gran Extinción o las crisis maltusianas de recursos a las que vamos a hacer frente. Sí, la pandemia de la covid-19 (en femenino; porque no se trata del nombre del virus, sino de la abreviatura de “enfermedad causada por coronavirus que surgió en 2019” en inglés) es una suerte de “examen sorpresa” –como ha sugerido también Ángel Calle Collado– frente a los previsibles y previstos colapsos sanitarios y alimentarios que vienen analizando, entre otros, los informes del IPCC.

El problema no es qué hacemos con los virus, sino qué hacemos con nosotros mismos
El problema no es qué hacemos con los virus (aunque lo sea a corto plazo en una pandemia como la del coronavirus), sino qué hacemos con nosotros mismos. La naturaleza nos está enviando un mensaje con esa pandemia[26] (que no deberíamos ver sino como uno de los elementos de la crisis ecosocial sistémica en curso), según la responsable de medio ambiente de NN.UU., Inger Andersen. Ha declarado que la humanidad está ejerciendo demasiadas presiones sobre el mundo natural con consecuencias dañinas, y advierte que no cuidar la naturaleza significa no cuidarnos a nosotros mismos.[27] En el mismo sentido va la reflexión de Marta Tafalla: “La biosfera no se venga de los humanos. Pero, en la biosfera, todas las especies estamos entrelazadas. Los humanos pensamos que no estamos ligados a las vidas de las plantas, de los otros animales y de los microorganismos, pero cuando nosotros hacemos daño a la biosfera o al resto de animales, el mal nos acaba volviendo hacia nosotros. Maltratar la naturaleza es tirarse un tiro al pie. ¡No estamos por encima!”[28] No ser capaces de responder adecuadamente a crisis como ésta remite a nuestro problema de negacionismo: sobre ello ha insistido con acierto George Monbiot.
“Hemos estado viviendo dentro de una burbuja, una burbuja de confort falso y denegación. En las naciones ricas, habíamos comenzado a creer que hemos trascendido el mundo material. La riqueza acumulada, a menudo a expensas de otros, nos ha protegido de la realidad. Viviendo detrás de las pantallas, pasando de una cápsula a otra –nuestras casas, coches, oficinas y centros comerciales–, nos convencimos de que la contingencia se había retirado, de que habíamos llegado al punto que todas las civilizaciones buscan: aislamiento de los peligros naturales”.[29]
La crisis sanitaria causada por el coronavirus nos devuelve bruscamente a la realidad: somos organismos ecodependientes e interdependientes dentro de una biosfera donde “todo está conectado con todo lo demás” (según la célebre “primera ley de la ecología” de Barry Commoner).[30] También Santiago Alba Rico ha llamado la atención sobre este carácter de vuelta a la realidad de la pandemia.[31] Y Eva Borreguero realiza una valiosa reflexión sobre el coste del negacionismo a partir de la pandemia de covid-19: “En la actual crisis epidemiológica encontramos un anticipo de lo que nos espera si no nos tomamos en serio el cambio climático. Los dos fenómenos comparten, además del negacionismo, otras particularidades; un modus operandi –una amenaza abstracta y difusa que en un giro sorpresivo adquiere una tangibilidad íntima y material brutal–; o la aproximación al coste de modular los efectos”.[32] Movilizarse sólo a rastras y a destiempo puede convertir las crisis en catástrofes terminales.

Tres niveles de negacionismo
Desde el comienzo de la covid-19, muchos lectores y lectoras han vuelto a frecuentar La peste de Camus, el Diario del año de la peste de Defoe o las tremendas páginas de Tucídides sobre las fiebres tifoideas en Atenas. A mí no me ha tentado esa mirada literaria y retrospectiva: lo que me impresiona más es el valor anticipatorio de la situación actual. No la memoria de las pestes pasadas sino el aviso sobre el colapso ecológico-social que se acelera y va intensificándose.
La cultura dominante padece un problema muy básico de negacionismo. Pero no en el que era el sentido más habitual de “negacionismo” hace veinte años (referido al Holocausto, la Shoáh), el que podríamos llamar nivel cero; ni tampoco al más corriente hoy (negacionismo climático), nivel uno; sino a un negacionismo más amplio: el negacionismo que rechaza que somos seres corporales, finitos y vulnerables, seres que han puesto en marcha procesos destructivos sistémicos de magnitud planetaria, y que hemos desbordado los límites biofísicos del planeta Tierra. Éste sería el nivel dos.
Me refiero al negacionismo que rechaza la finitud humana, nuestra animalidad, nuestra corporalidad, nuestra mortalidad, y esos límites biofísicos que visibiliza, por ejemplo, la famosa investigación (sobre nine planetary boundaries) de Johan Röckstrom y sus colegas en el Instituto de Resiliencia de Estocolmo.[33]
Y habría, más allá de esto, un tercer nivel de negacionismo: el que rechaza la gravedad real de la situación y confía en poder hallar todavía soluciones dentro del sistema, sin desafiar al capitalismo. Por desgracia (porque esto complica aún más nuestra situación), ya no es así…[34] Dejamos pasar demasiado tiempo sin actuar. Ojalá existiesen esos espacios de acción –pero eso equivale en buena medida a decir: ojalá estuviésemos en 1980, en 1990, en vez de en 2020. Ojalá 350 ppm de dióxido de carbono en la atmósfera, en vez de 415 (y creciendo rápidamente). Los bienintencionados ODS de NN.UU., por ejemplo, llegan con decenios de retraso…
El eco-modernismo –con versiones de izquierdas y de derechas–, por ejemplo, asume que una transformación ecosocialista decrecentista es imposible, y que sólo habría salvación posible acelerando todavía más nuestra huida prometeica hacia adelante: buscando un futuro de alta energía y alta tecnología.[35] Para mí, esto queda dentro del negacionismo de tercer nivel.

El “tema de nuestro tiempo”
Negacionismo, capitalismo y límites biofísicos: éste es el “tema de nuestro tiempo”. El problema viene de lejos. De hecho, los debates y las opciones decisivas tuvieron lugar sobre todo en los años 1970, con 1972 como fecha clave (Cumbre de Estocolmo e informe The Limits to Growth).[36] Desde entonces sabemos con certidumbre científica que la civilización que Europa propuso al mundo entero a partir del siglo XVI (expansiva, colonial, patriarcal y capitalista) no tiene ningún futuro, y que cuanto más tardemos en transitar a alguna clase de poscapitalismo peor será la devastación: pero por desgracia en los años 1970-1980, junto con el neoliberalismo, el negacionismo se impuso.
El escritor noruego Jostein Gaarder, en estos meses de pandemia (que para él es “una especie de advertencia”), declara en una entrevista: creo que “la pregunta filosófica más importante ahora es cómo preservar las condiciones de vida en la Tierra”.[37] Y se asombra de que en su best-seller filosófico El mundo de Sofía (1991, traducido a más de sesenta idiomas) esa pregunta ni siquiera aparecía. Tal ha sido la ceguera de la cultura dominante con respecto al “lugar del ser humano en el cosmos”, nuestra situación real en el tercer planeta del Sistema solar.[38]
“Necesitamos ver”, ser capaces de ver, decía el primer ministro de Canadá en una conferencia de prensa el 2 de junio de 2020, tras el asesinato de George Floyd en Minneapolis. “Todos observamos con horror y consternación lo que está sucediendo en Estados Unidos. Es un momento para unir a las personas, pero es un momento para escuchar. (…) También es un momento para nosotros como canadienses, para reconocer que nosotros también tenemos nuestros desafíos, que los canadienses negros y los canadienses racializados se enfrentan a la discriminación como una realidad vivida cada día”, continuó Trudeau. Agregó que también hay discriminación sistémica en Canadá, pero ésta no se ve: “Necesitamos ver eso, no sólo como gobierno (y tomar medidas), sino que debemos ver eso como canadienses. Necesitamos ser aliados en la lucha contra la discriminación. Necesitamos escuchar; necesitamos aprender; y necesitamos trabajamos duro para arreglarlo, para descubrir cómo podemos ser parte de la solución para arreglar las cosas”, dijo Trudeau.[39] Necesitamos ver, en efecto –tanto intramuros como extramuros–, y escuchar para ser capaces de aprender.

La pregunta “¿dejaremos de autoengañarnos, nos creeremos lo que sabemos, dejaremos de lado nuestro pertinaz negacionismo?” nos conduce a una pregunta más profunda (que no es el momento de abordar ahora): ¿seremos capaces de aceptar nuestra condición humana –y en el núcleo de la misma, nuestra mortalidad?[40] La “normalidad” a la que ahora añoramos volver es –ha escrito Santiago Alba Rico de forma penetrante– la ilusión de inmortalidad.[41] Y ahora, de forma inesperada, estamos aprendiendo a morir en el Antropoceno, por decirlo con el título del importante ensayo de Roy Scranton (que no va de coronavirus sino de catástrofe climática).[42]

No dañar al otro
¿Cómo se enfrentan los juristas de prestigio a una crisis existencial de nuestras sociedades, provocada por el mal encaje de las mismas en la biosfera? Puede servir como ejemplo esta reflexión de Tomás de la Quadra Salcedo, catedrático emérito de Derecho Administrativo, ex ministro de Justicia y ex presidente del Consejo de Estado, entre otras altas dignidades. Señala que está en juego “una obligación ineludible: la de no hacer daño a los demás. El viejo principio romano de no hacer daño al otro (el alterum non laedere de Ulpiano) continúa explicando muchas cosas, como esta mutación de los límites de nuestros derechos fundamentales provocada directamente por un hecho de la naturaleza”. Y es que los hechos científicos, sigue diciendo con harta razón el ex ministro de Justicia, “delimitan automáticamente la frontera de nuestros derechos con nuestra obligación de no hacer daño a los demás. Las medidas adoptadas delimitan o restringen nuestra libertad (…), pero no violan nuestro inexistente derecho fundamental a poner en peligro la vida y salud de los demás. Las medidas no se dirigen a suspender derechos, que en realidad no permanecen inmutables en el escenario de una naturaleza desenfrenada, sino a adoptar las científicamente necesarias, por duras que nos resulten, para evitar la catástrofe. Su proporcionalidad es otra cuestión bien relevante, controlable por los tribunales atendiendo a criterios técnico-científicos”.[43]
¿Está hablando, en su artículo del 8 de abril de 2020, de la catástrofe climática en ciernes –la manifestación más evidente de una crisis ecológico-social global que, en efecto, pone en jaque el ser y no ser de nuestras sociedades y frente a la cual la ciencia emite advertencias ya casi desesperadas? No, Tomás de la Quadra Salcedo está hablando del coronavirus SARS-cov-2. Pero todo su razonamiento debería aplicarse, con más peso aún, a la crisis climática (si es que “crisis” resulta el término adecuado aquí, luego volveré sobre ello.)
Lo que se puede ver ahora con claridad es que la emergencia climática que declararon en 2019 diversas instituciones era totalmente fake: discurso (bienintencionado) no acompañado por acción. El parón en seco de nuestra sociedad para combatir la covid-19 nos da la medida de la dimensión que tendría, de verdad, iniciar una transición ecológica.
Un hecho ecológico total
Uno de nuestros filósofos políticos más perspicaces, Daniel Innerarity, subraya cómo en nuestras sociedades complejas, compuestas de esferas o subsistemas sociales que funcionan cada uno con su propia dinámica (la economía, la cultura, la sanidad, el Derecho, la educación…), los conflictos e incompatibilidades resultan inevitables. Bien. Y anota entonces que, con la crisis sanitaria del coronavirus, “el caso más chocante es lo que está pasando con el medio ambiente, que ha mejorado con el parón de la economía”.[44] Ah… detengámonos en ese adjetivo, chocante. ¿Chocante para quién? Seguramente no para el propio Innerarity, quien no ignora que esa mejora de los índices de contaminación o de la vitalidad de muchas clases de seres vivos es precisamente lo que cabía esperar: cuando nuestro sistema ecocida de extracción, producción, consumo y vertido se ralentiza, la biosfera da un suspiro de alivio. El profesor vasco está seguramente haciéndose eco del sentido común dominante, al cual sí le sorprenderá que pueda suceder algo así.
Y no obstante, algo inquieta en la reflexión de Innerarity: pues sí parece dar por hecho que, al no haber (ya) un “hecho social total” (Marcel Mauss) sino aquella diferenciación de esferas y diversidad de perspectivas, el medio ambiente es una esfera más entre las otras a la que se aplicará “el dramatismo de las decisiones en un entorno de complejidad”. Y aquí sí se muestra, creo, un error de fondo –omnipresente en la cultura dominante. No hay un “hecho social total”, pero sí un hecho ecológico total: sin una biosfera habitable, lo demás sobra. Esa precedencia no es una demanda ideológica ni es la reivindicación de un sector social particular (digamos, los ornitólogos, las defensoras de la flora mediterránea, los paseantes por geoparques u otras amantes de la vida silvestre): es la precondición de todo lo demás. Ecosistemas desbaratados, biodiversidad masacrada, recursos minerales menguantes y clima infernal no es que hagan más difícil la persecución del bien común, sino que imposibilitan la vida humana (y muchas otras formas de vida, por descontado). No es casualidad ni exageración que estén organizándose movimientos sociales que incorporan la palabra “extinción” en el nombre que se dan a sí mismos, como Extinction Rebellion. Y estamos en una cuenta atrás.
Se puede anticipar la respuesta que probablemente daría el profesor Innerarity: aunque ello sea objetivamente así extramuros (por emplear mi propia terminología), hace falta que los agentes políticos intramuros asuman lo ecológico como un problema, y ello lo convertirá en una esfera sociopolítica más que competirá con las otras. Pero una constatación así es parte del problema… ¿De verdad nuestras sociedades complejas supuestamente reflexivas y “del conocimiento” son incapaces de distinguir entre lo esencial y lo secundario, de incorporar la protección de sus propias condiciones de existencia a la articulación de sus políticas? Algo muy interesante ha sucedido durante la crisis sanitaria de la covid-19, como ha observado Santiago Alba Rico: los Gobiernos han sido capaces de elaborar listas de actividades esenciales, se las han arreglado para distinguir entre lo importante y lo secundario –algo que de entrada está vetado bajo el orden mercantil del capitalismo.[45]
Ecocidio, fuga de las elites y ascenso de la ultraderecha
En mayo de 2019, un estudio de científicos de más de cincuenta países (Global Assessment of the Intergovernmental Science-Policy Platform for Biodiversity and Ecosystem Services, IPBES) mostró que las sociedades industriales han empujado a un millón de especies (una de cada ocho, aproximadamente) al borde de la extinción. Alrededor del 75% de toda la superficie terrestre del planeta, y el 66% de la superficie oceánica están “severamente alteradas” por las actividades humanas. La biomasa de los mamíferos salvajes ha disminuido en un 82%, los ecosistemas naturales han perdido la mitad de su área y las plantas y los animales están desapareciendo de decenas a cientos de veces más rápido que durante los últimos diez millones de años, según constataron los más de quinientos expertos en biodiversidad.[46]
El mismo día en que se hacía público ese trágico informe del IPBES sobre el ecocidio en curso, el Secretario de Estado estadounidense Mike Pompeo declaró: “Las reducciones constantes en el hielo marino del Ártico están abriendo nuevos pasillos y nuevas oportunidades para el comercio, lo que potencialmente puede reducir el tiempo que tardan los barcos en viajar entre Asia y Occidente hasta en veinte días”. Así una parte de las elites gobernantes ven, en el ecocidio más genocidio a que nos aboca la crisis ecológico-social, nada más que oportunidades de negocio mientras buscan una soñada “velocidad de escape” (pero luego hay quien se atreve a escribir que el ecologismo es nihilista…).
Como viene argumentando juiciosamente Bruno Latour estos últimos años, buena parte de las clases dirigentes “ha llegado a la conclusión de que ya no hay suficiente espacio en la Tierra para ellas y para el resto de sus habitantes”[47] y por eso asumen el exterminio de la mayor parte de la humanidad (y de miles de millones de nuestros “compañeros de planeta”) dentro de su BAU (Business As Usual). Hay que considerar estos tres fenómenos como estrechamente relacionados: la huida hacia adelante del capitalismo neoliberal (materializada en los programas de jibarización de los Welfare States y la desregulación a favor del gran capital), la explosión de las desigualdades en segundo lugar, y finalmente el negacionismo climático (como expresión concreta de una más amplia denegación de todas las cuestiones de límites biofísicos que ya antes analizamos de forma somera).
Injusticia, desigualdad y extralimitación ecológica son cuestiones íntimamente relacionadas. Usando la metáfora del naufragio del Titanic, “las clases dirigentes están comprendiendo que el naufragio es inevitable; se adueñan de los botes salvavidas y le piden a la orquesta que siga tocando para disfrutar de la noche antes de que la agitación excesiva alerte a las otras clases”.[48] También Eliane Brum ha reflexionado intensamente sobre esta cuestión:
“La dificultad de cambiar nuestras prioridades hace que el objetivo de limitar el sobrecalentamiento global a 1’5 grados sea cada vez más distante, si no imposible. Se trata del ‘tierraplanismo’, como denominamos el fenómeno principal de negar la evidencia científica más consolidada, como la propia forma del planeta. El creciente número de adeptos sugiere que, cuando los humanos más necesitan lucidez, es precisamente cuando entran en un estado de negación.
Cualquiera que siga mis columnas de opinión sabe que una de mis hipótesis para la elección de déspotas es el sentimiento de inseguridad sobre el futuro. Pero no por la indeterminación del futuro. Justamente al contrario. El futuro, como lo conocíamos antes, era un territorio de posibilidades. ‘En el futuro será mejor’ o ‘en el futuro lograremos este objetivo’ o incluso ‘en el futuro tendremos nuestra propia casa’. Ahora no. La crisis climática ha determinado el futuro. Será malo, desde el punto de vista del impacto del cambio climático. Toda nuestra lucha por el futuro gira en torno a tener un planeta peor o un planeta hostil. Y, créanme, la diferencia es enorme. Tan enorme que todos deberíamos estar luchando por eso en este preciso instante. Me parece que también por esta razón, parte de la población mundial prefiere votar a negacionistas del clima que prometen un retorno a un pasado que nunca existió. Trump y Bolsonaro, como otros de sus colegas, son vendedores de pasados. Pasados falsos.” [49]

La crisis del coronavirus, han señalado diversos comentaristas, funciona como lo que los sociólogos llaman un analizador social, desvelando fenómenos y estructuras que en tiempos “normales” apenas vemos. Así, también, en cuanto a la desigualdad social. La vulnerabilidad o mortalidad humanas no son democráticas, sino que dependen de la clase y el estatus social: la pandemia lo ha puesto otra vez en evidencia. En Gran Bretaña o EEUU, la infección afecta cuatro veces más a los negros que a los blancos; en todas partes, enferman y mueren los trabajadores no cualificados en proporción muy superior a quienes están más alto en la escala social. “La muerte no es democrática. La covid-19 no ha cambiado nada al respecto. La muerte nunca ha sido democrática. La pandemia, en particular, pone de relieve los problemas sociales, los fallos y las diferencias de cada sociedad. Piense por ejemplo en Estados Unidos. Por la covid-19 están muriendo sobre todo afroamericanos. La situación es similar en Francia. Como consecuencia del confinamiento, los trenes suburbanos que conectan París con los suburbios están abarrotados. Con la covid-19 enferman y mueren los trabajadores pobres de origen inmigrante en las zonas periféricas de las grandes ciudades. Tienen que trabajar. El teletrabajo no se lo pueden permitir los cuidadores, los trabajadores de las fábricas, los que limpian, las vendedoras o los que recogen la basura. Los ricos, por su parte, se mudan a sus casas en el campo…”[50] Y por otra parte, como recordaba Pedro L. Alonso estos días (es el director del programa sobre malaria de la OMS), lo que hoy en Europa vivimos como un excepcional tiempo horroroso es la norma en regiones enteras del mundo: el paludismo (o malaria) mata cada año a casi medio millón de seres humanos; y la diferencia de esperanza de vida entre España y la República Centroafricana es de casi treinta años (sobre todo por las enfermedades infecciosas).

¿Un choque exógeno?
El impacto provocado por el coronavirus ¿se trataría de un shock exógeno para la economía? Sólo si la pensamos como un sistema desligado de los ecosistemas, los seres vivos y los territorios –pero eso es el mundo al revés, la demencial inversión que las visiones económicas más realistas (como la economía ecológica y la economía feminista) llevan decenios denunciando desde el margen donde han sido confinadas… Mi metáfora de lo extramuros y lo intramuros (en Ética extramuros y otros libros) capta algo de este problema. Por aclararlo muy brevemente: se trata de comprender el lugar del ser humano en el cosmos (extramuros en la biosfera terrestre), no sólo mi lugar (o el de mi endogrupo, o el de mi sexo/ género, o el de mi clase social, o el de mi etnia) dentro de las relaciones de dominación (intramuros de la ciudad humana).[51]
No se trata de un shock exógeno, es una perturbación interna del sistema Tierra. La crisis sanitaria causada por el coronavirus nos devuelve bruscamente a la realidad: somos organismos ecodependientes e interdependientes dentro de una biosfera donde, como ya observamos antes, “todo está conectado con todo lo demás”. 

Podríamos aterrizar, dejar de vivir como alienígenas depredadores de la Tierra.
En efecto, si fuésemos –fantasía de ciencia-ficción– una colonia organizada por una civilización extraterrestre para la rápida extracción de los recursos del planeta Tierra, poniéndolos al servicio de un proyecto alienígena de mercantilización generalizada, ese metabolismo imaginario no diferiría demasiado del que de hecho está hoy funcionando (y que ha sufrido un parón inesperado a causa de la pandemia). El capitalismo fosilista convierte hoy en escasos incluso los recursos minerales más abundantes (como la arena), desequilibra el clima hasta desembocar en perspectivas de calentamiento infernales, esquilma el suelo fértil y el agua dulce, y desgarra hasta tal extremo el tejido de la vida que tenemos que inventar neologismos como “desfaunación” para referirnos a las dimensiones casi inconcebibles de la Sexta Gran Extinción en curso. Cada una de estas agresiones contribuye no sólo a incrementar la probabilidad de nuevas pandemias, sino asimismo a minar las bases de la salud de todos y cada uno de los ecosistemas y, por tanto, de todas y cada una de las comunidades humanas.

¿Aprender por choques?
Hemos hablado con cierta frecuencia de aprendizaje por shock, poniendo en el mismo esperanzas probablemente infundadas.[52] El shock lo tenemos aquí, en forma de SARS-CoV-2: un virus zoonótico (procedente de un animal) frente al que no tenemos inmunidad previa y que ha puesto patas arriba el mundo entero. El shock está aquí, y se trata sólo de uno entre los que venimos padeciendo y vamos a padecer: pero ¿seremos capaces de aprendizaje colectivo? “La tentación, cuando esta pandemia haya pasado, será encontrar otra burbuja. No podemos permitirnos sucumbir a eso. De ahora en adelante, debemos exponer nuestras mentes a las realidades dolorosas que hemos negado durante demasiado tiempo”, nos amonesta George Monbiot.[53] Tiene toda la razón. La crisis originada por esta pandemia es poca cosa al lado de lo que se avecina a causa de la catástrofe climática, la crisis energética y la Sexta Gran Extinción.
¿Nos sobrepondremos al tercer nivel de nuestro negacionismo para ser capaces de afrontar las transformaciones sistémicas, revolucionarias, que necesitamos desesperadamente?[54]
Una cultura donde casi todo está cabeza abajo
La diferencia relevante entre la covid-19 y el calentamiento global (que sólo es la manifestación más aparatosa de la crisis ecológico-social, no nos cansaremos de repetirlo)[55] es que la primera mata mucho más rápido. Más de cuarenta mil personas fallecidas ya en España, en apenas unos meses.[56]
Es nuestra mala relación con el tiempo (miopía temporal) y con los sistemas (dificultades para el pensamiento complejo), dentro de una cultura dominante fatalmente errada (casi todo puesto de cabeza, del revés), lo que está privando de futuro a la humanidad. (No entro aquí en el espinoso asunto de nuestros numerosos sesgos cognitivos, patologías grupales y hybris tecnólatra: EXPERTOS EN DISEÑAR UN PLANETA MEJOR, proclama con orgullo la propaganda de una gran empresa de infraestructuras.[57] Si estuviésemos dentro de una cultura normal, intervendría de oficio la Fiscalía General del Estado.)
Y ¿no hay especialistas en corregir ese rumbo letal, homicida y suicida? En realidad se supone que sí: los y las filósofas, esas expertas en racionalidad que se esfuerzan en desarrollar visión de conjunto (synoptikós, diría Platón).
La solución ¿sería entonces platónica: que gobiernen esos (sedicentes) especialistas? No parece buena idea. Más bien se trata de despertar a la filósofa, al filósofo que llevas dentro –a la manera de John Dewey y Antonio Gramsci…[58]

Pandémica (y sinóptica) y terrestre
Necesitamos pues visión de conjunto, panorámica: el filósofo, la pensadora en cuanto synoptikós. Esta pandemia –como decía William E. Rees en otro de sus lúcidos artículos– es como el tráiler, sólo un avance de la película más amplia.[59] Si superamos este obstáculo en dos años, sólo será para hacer frente al siguiente: una crisis de deuda, o una crisis energética, u otra guerra más por los recursos que van escaseando… ¿Volver a la normalidad? El profesor canadiense apunta que “volver a la normalidad es el equivalente a que Noé desmantelara el arca durante la tormenta para intentar construir un yate más grande y más cómodo. Nosotros y él iríamos al fondo junto con el resto de la vida animada…” ¿Volver a la normalidad, si fue aquella peligrosa y dañina normalidad la que nos condujo al desastre de hoy?
No, no vamos a tener “normalidad” (ese anhelo remite a cómo idealizamos el capitalismo bien ordenado de tipo más o menos keynesiano –ese breve episodio de la historia humana que quedó definitivamente atrás). Eliane Brum acierta: recuperar la “normalidad” sería “regresar a la brutalidad cotidiana que es sólo ‘normal’ para unos pocos, una normalidad arrancada de las vidas de muchos a quienes diariamente les dejan el cuerpo exhausto. La interrupción de lo ‘normal’, causada por el virus, puede ser una oportunidad para diseñar una sociedad basada en otros principios, capaz de detener la catástrofe climática y promover la justicia social. Lo peor que nos puede pasar después de la pandemia es precisamente volver a la normalidad”,[60] porque esa normalidad era catastrófica. Por eso Markus Gabriel habla de “romper la cadena de infección del capitalismo”.[61]
Ahora que se está imponiendo la expresión más bien paradójica de “nueva normalidad”, conviene insistir sobre ello: no habrá normalidad, ni vieja ni nueva. La excepcionalidad del tiempo que vivimos va a seguir desplegándose. Nada más importante que darnos cuenta de que esta crisis sanitaria, la crisis energética, la crisis climática, la crisis de biodiversidad, son manifestaciones de una crisis sistémica general, una crisis ecosocial a la que sólo podríamos hacer frente de forma razonable con cambios también sistémicos.[62] De ahí lo peliagudo de nuestra situación. El biólogo Fernando Valladares –que ha desplegado un enorme esfuerzo de ilustración ecológica, ecoliteracy suelen decir los anglosajones, durante las primeras semanas de desarrollo de la covid-19 en España–[63] decía: “el éxito frente a la pandemia será evitar futuras pandemias” (en un tuit del 1 de mayo de 2020). Bueno, eso es quedarnos demasiado cortos. El éxito ante la pandemia sería evitar las formas peores del colapso ecosocial que está desarrollándose.
(Y atención al término de crisis en relación con lo ecológico-social. El lenguaje ético-político no es neutro ni inocuo: Mark Alizart dice que la palabra “crisis” ya apunta a una concesión a la ideología dominante y una derrota. “La crisis es aquello sobre lo que no tenemos control, lo que recae sobre nosotros sin previo aviso, aquello cuya responsabilidad incumbe a todo el mundo (en otras palabras, a nadie). Hemos sabido lo que estamos haciendo contra el clima y la biodiversidad durante más de sesenta años. Y cuando digo ‘nosotros hemos sabido’ no me refiero a treinta especialistas reunidos en un comité Théodule. Los industriales del petróleo y el gas, es decir, los contaminadores, y nuestros gobiernos (a menudo son los mismos) fueron los primeros en enterarse de esto”.[64] Así que lo sabían, como dijo Alexandria Ocasio-Cortez; Exxon knew, y el resto de las elites políticas y económicas también; y no sólo no hicieron nada, sino que invirtieron miles de millones para que la sociedad no lo supiera. De manera que hablar de una crisis, en el caso del vuelco climático, equivale a dar a estas personas un cheque en blanco, “negarse a nombrar al enemigo” –sigue Alizart– y, por tanto, evitar que se luche contra él. En lugar de crisis, deberíamos hablar más bien de escándalo, delito o incluso golpe de Estado. Aquí también nos ayuda mucho la reflexión de Bruno Latour y Roger Hallam, en estos años últimos.)[65]
Guardemos nuestro sentido de la proporción: la crisis sanitaria originada por esta pandemia de la covid-19 es poca cosa al lado de lo que se avecina a causa de la catástrofe climática, la crisis energética y la Sexta Gran Extinción.[66] Hay que pensarla, de hecho, como un momento o una etapa de la crisis ecológico-social más amplia, que se desenvuelve ya como colapso ecosocial (el cual no hay que concebir como un fin del mundo materializado en un solo acontecimiento catastrófico sino como el despliegue entrelazado de muchos episodios y fenómenos nefastos):[67] la pandemia refuerza la crisis económica larvada previamente, que se entrelaza con la crisis energética para acelerar el colapso sistémico que ya había empezado.[68] “El virus vino a jalar el freno de emergencia y a parar el tren enloquecido de una civilización corriendo hacia la destrucción masiva de la vida. ¿Dejaremos que vuelva a arrancar? Eso sería la garantía de más cataclismos al lado de los cuales lo que estamos viviendo actualmente parecerá, a posteriori, un acontecimiento de moderada amplitud”.[69]

Hemos dicho: cambios sistémicos
Hablábamos de cambios sistémicos, de no volver a arrancar “el tren enloquecido de una civilización que corre hacia la destrucción masiva de la vida”, sino más bien –a la manera de Walter Benjamin– tirar del freno de emergencia para cambiar de vía. ¿Cómo se iniciaría algo así? De manera telegráfica, creo que se trataría de cambios como los siguientes:
· Abandonar el PIB como supuesto indicador de bienestar: desarrollar un sistema de cuentas físicas para complementar los indicadores monetarios de la Contabilidad Nacional.
· Socializar las compañías eléctricas y el sector bancario.
· Reducir por ley el tiempo de trabajo asalariado, para redistribuirlo. Medidas de acompañamiento para redistribuir todos los trabajos (pagos e impagos).
· Reforma fiscal fuertemente progresiva, con impuestos al capital, a la herencia y a las grandes fortunas.
· Jubileo de deudas injustas e impagables (como se ha recordado más de una vez estos últimos años, la acumulación de capital tiene, como su reverso, la creación de deuda sin relación con la realidad biofísica y más allá de la posibilidad de reembolso).
· Ingreso mínimo garantizado y esquemas de trabajo garantizado desde el sector público.
· Desmercantilización de la vivienda.
· Conversión industrial hacia la fabricación de bienes necesarios (hemos visto cómo las plantas automovilísticas se ponían a fabricar respiradores para las Unidades de Cuidados Intensivos; es sin duda un ejemplo inspirador…).
· Reducción drástica de la movilidad motorizada; salida de la soberanía del automóvil privado; urbanismo ecológico.
· Desglobalización ordenada; “constitución de redes de cooperación bio-regional basadas en relaciones sostenibles entre los ámbitos urbanos, rurales y naturales en economías (y sistemas alimentarios) resilientes de proximidad”, por decirlo con Fernando Prats.
· Agroecología, agricultura de proximidad, permacultura.
· Renaturalización de zonas muy extensas en campos y ciudades.
· Alfabetización e ilustración ecológica a escala masiva (también aquí el despliegue informativo y pedagógico sobre el coronavirus nos da la medida de lo que tendría que ser tomarnos de verdad en serio la urgencia ecosocial).
Deliras, dirá casi todo el mundo. No, deliran quienes piensan que en lo esencial bastará con sustituir motores de combustión por motores eléctricos para salvar el mundo”. En un país como España (y en muchos otros), hemos visto lo que significa de verdad hacer frente a una emergencia social con la respuesta a la covid-19. La emergencia ecológico-social es muchísimo más grave: ¿pondremos esta vez manos a la obra, de manera no retórica?[70]

Aprendizajes, otra vez
“Washington quiere que Londres levante las restricciones a su pollo clorado, un proceso de descontaminación hasta ahora prohibido por la legislación europea…”[71] Debería bastar una frase como la anterior para que todo el mundo se percatase: esta civilización está condenada.
Una buena imagen que ha propuesto Luis González Reyes: somos como el estudiante que no ha hecho nada durante todo un cuatrimestre, y en la víspera del examen abre por fin sus libros y se queda toda la noche en vela, tratando de recuperar lo irrecuperable… para sacar al día siguiente un aprobado ralo, en el mejor de los casos.[72]
La etimología (griega) de la palabra catástrofe nos remite a darle la vuelta a algo. Ese volcar sería un cambio a peor… si no fuese el caso que vivimos en un mundo (el del capitalismo patriarcal fosilista extractivista colonial financiarizado… y podríamos seguir sumando adjetivos) invertido, puesto del revés, donde los disvalores imperan como valores positivos y la irracionalidad extrema se hace pasar por el sensato orden inevitable de las cosas. Dar la vuelta a un orden socioeconómico así no sería un cambio a peor, sino la condición para poder –quizá– escapar de una trampa mortal. Escribe la novelista polaca Olga Tokarczuk: “Ante nuestros ojos se desvanece como el humo el paradigma civilizatorio que nos ha formado en los últimos doscientos años: que somos dueños de la creación, que lo podemos todo y que el mundo nos pertenece. Se avecinan tiempos nuevos.” [73]
Esta crisis pandémica nos ha dado una rápida e intensa lección de ecodependencia (nuestra salud depende de la salud de los ecosistemas) e interdependencia (“aquí no puede ocurrir”… y ya vio todo el mundo la celeridad con que el virus se globalizó). Hoy nos hacemos conscientes de la necesidad de llevar mascarillas en los espacios públicos no para proteger nuestra propia salud, sino la del otro, la de mi comunidad, la de la humanidad entera; ¿llegaremos a ver también que –por ejemplo– mi decisión de desplazarme en automóvil privado también daña al otro, a mi comunidad, a la humanidad entera?
En medio del dolor más extremo, escribe Bruno Latour, estamos viendo que “el orden mundial, que se nos decía era imposible de cambiar, tiene una plasticidad asombrosa, y que como colectivo los seres humanos no están indefensos. Todo depende de la capacidad que tengan de resistirse a regresar al orden anterior”.[74] Hemos visto, en la respuesta político-social a la pandemia, que se puede detener la Megamáquina. Ahora toca asumir que, si no somos capaces de detenerla (de buena manera) con el timón puesto hacia objetivos de supervivencia y emancipación, ella terminará de destrozarnos (de la peor de las maneras posibles).

También hemos aprendido (o deberíamos hacerlo; hablo todo el tiempo de aprendizajes posibles) que la mayor parte de la actividad económica, bajo el capitalismo, no responde a satisfacer necesidades humanas esenciales; pero que podríamos reorganizar ese aparato económico prescindiendo de lo superfluo para reorganizar lo realmente esencial, “sin dejar a nadie atrás” pero de veras, no como simple consigna. Como señala con acierto un manifiesto de economistas decrecentistas, “la pandemia ha llevado a los Gobiernos a emprender acciones sin precedentes en tiempos modernos de paz, demostrando lo que es posible cuando hay voluntad para actuar: reestructuraciones de los presupuestos, movilización y redistribución de dinero, rápida expansión del sistema de seguridad social e importancia de la vivienda para las personas sin hogar”.[75]
Boaventura de Sousa Santos llama a construirnos como una humanidad humilde, que se acostumbre “a dos ideas básicas: hay mucha más vida en el planeta que la vida humana, ya que representa solo el 0,01 % de la vida en el planeta; la defensa de la vida del planeta en su conjunto es la condición para la continuidad de la vida humana. De lo contrario, si la vida humana continúa cuestionando y destruyendo todas las demás vidas que conforman el planeta Tierra, es de esperar que estas otras vidas se defiendan de la agresión causada por la vida humana y lo hagan de maneras cada vez más letales”.[76] Y Byung Chul-Han advierte: “La pandemia es la consecuencia de la intervención brutal del ser humano en un delicado ecosistema. Los efectos del cambio climático serán más devastadores que la pandemia. La violencia que el ser humano ejerce contra la naturaleza se está volviendo contra él con más fuerza. En eso consiste la dialéctica del Antropoceno: en la llamada Era del Ser Humano, el ser humano está más amenazado que nunca”.[77] El pensador germano-coreano recurre al cuento de Simbad el Marino para visualizar nuestra situación.
“En un viaje, Simbad y su compañero llegan a una pequeña isla que parece un jardín paradisíaco, se dan un festín y disfrutan caminando. Encienden un fuego y celebran. Y de repente la isla se tambalea, los árboles se caen. La isla era en realidad el lomo de un pez gigante que había estado inmóvil durante tanto tiempo que se había acumulado arena encima y habían crecido árboles sobre él. El calor del fuego en su lomo es lo que saca al pez gigante de su sueño. Se zambulle en las profundidades y Simbad es arrojado al mar. Este cuento es una parábola, enseña que el hombre tiene una ceguera fundamental, ni siquiera es capaz de reconocer sobre qué está de pie, así contribuye a su propia caída…”[78]
Respirar bien: una reflexión final
Si supiésemos respirar bien, nos dicen los maestros de Oriente desde hace varios milenios, la vida humana se situaría de otra manera mejor con respecto a la existencia y el mundo. “La respiración consciente es mi ancla. (…) Nacemos y morimos con cada respiración. (…) Permanezco en mi respiración para no perderme”.[79] Hay algo significativo en que la enfermedad del coronavirus, la covid-19, se manifieste como ahogo, como dificultad para respirar –que puede extremarse hasta la muerte por asfixia si la neumonía se agrava y los pulmones se deterioran demasiado. “No valoras la sencillez de que entre y salga el aire en los pulmones –hasta que lo pierdes”, dice un enfermero que se contagió y estuvo siete días ingresado en el hospital madrileño de La Paz, peleando contra la enfermedad.[80]
Esta desquiciada civilización nuestra tendría que aprender a asumir límites biofísicos; a cuestionar su antropocentrismo; a ingeniar vías de salida del capitalismo (yugulando el poder financiero, desmercantilizando bienes y servicios, des-salarizando vidas humanas) a toda velocidad…
Las voces que se alzan escépticas no son pocas, ni de poco peso: Emilio Lamo de Espinosa barrunta que los dos grandes aprendizajes de la pandemia (el de la unidad de la especie humana y el de la vulnerabilidad) podrían sumarse (y conducir a un aumento de lo que los movimientos ecologistas llevan decenios llamando “conciencia de especie”, añadiríamos nosotros). Pero el sociólogo emérito de la UCM teme que más que sumarse se restarán: “la reacción ‘natural’ frente a la vulnerabilidad es buscar refugio en lo conocido, en la tribu, la nación, la religión, las comunidades ‘naturales’, para blindarse, negando justamente la experiencia cosmopolita y, más bien, demonizando al ‘otro’ como fuente del peligro, de modo que la vulnerabilidad cancela el cosmopolitismo”.[81] Así, el Estado y la familia serían las instituciones que saldrían ganando de esta conmoción, y se vaticina más bien “un mundo hobbesiano donde prima el sálvese quien pueda” en la competencia intergrupal e interestatal.
Un médico (infectólogo) del Hospital Ramón y Cajal, enfermo de covid-19 al borde de la muerte, narra su experiencia en un diario conmovedor. En la entrada del 15 de mayo de 2020, ya superada la enfermedad, anota: “Ya estoy al 100% trabajando, se me hace la hora de cenar y no me entero. [Mi mujer] Toñi ha vuelto a reñirme [por trabajar demasiado], como antes de ponerme malo. Te haces el propósito de cambiar. Pero eso es difícil de ejecutar. Porque sales y es la vida misma y no tenemos muchas posibilidades de escaquearnos de la inercia. Toñi me dice hoy, como cada día: ‘¿Para eso te ha servido ponerte malo? No has cambiado nada, no has aprendido nada’. He fracasado en el intento, de momento. La vida no se ha modificado en casi nada a como era previamente”.[82] “No creo que salgamos mejores [de la pandemia]”, declara por su parte el pintor Antonio López en una entrevista. “Nada cambiará porque el hombre no sabe escuchar”.[83]
Romper las inercias mortales. Aprender del trauma. Escuchar. Respirar. Contemplar. Caminar. Trabajar. Amar. Esos verbos esenciales… ¿Aprenderemos los seres humanos a escuchar, a respirar…?
Notas:…
[70] Esa suerte de “programa de emergencia”, compartido en Twitter, fue objeto de la siguiente respuesta por parte de Emilio Santiaho Muíño: “Entre la meta que plantea Jorge y nuestra realidad hay un hueco gigante. Este hueco sólo se cubre articulando políticas ecológicas de mayorías en esta sociedad. Esto es, asumiendo todos los apellidos nefastos que queráis ponerle (neoliberal, del espectáculo) y sus reglas de juego. Éste es un experimento en el que no hay varitas mágicas, y como demuestran los fracasos -relativos- de Corbyn y Sanders, aunque hemos avanzado mucho respecto a hace diez años, aún estamos muy lejos de lo que hace falta. Por complementar el buen programa que expone Jorge Riechmann, la tarea del cómo hacer se debe plantear algunos de los siguientes desafíos, que son inmensos:
1. Localizar elementos disputables a nuestro favor en el sentido común, pero en el que está dado, con su ambivalencia y contradicciones (esto es, disputar el sentido común sin esperar los efectos políticos de la ilustración ecológica). Por suerte, hay muchos elementos que juegan a nuestro favor para esto: empleo verde, salud, pacto generacional, el valor de lo local, ideas de vida buena frugales, innovación científica (sin tecnolatría), nostalgia de elementos de un pasado que estamos aprendido a echar de menos.
2. Apropiarse de los grandes espacios de consenso sobre ‘política ambiental pragmática’, con todas sus debilidades, y disputarlos institucionalmente para sacar de ellos su mejor versión en el medio plazo: Agenda 2030 y ODS, Green New Deal. Buena parte de la izquierda cree que si el capitalismo habla tu lenguaje, lo has perdido todo. Otros pensamos que significa que vas ganando. La prueba es que no hay cambios en la hegemonía que no hayan sido profundamente mestizos. La historia nunca es todo o nada. No obstante, eso no es impedimento para que los movimientos sociales trabajen desde marcos más impugnatorios, que no hagan concesiones pragmáticas o posibilistas, porque eso es importante también en la guerra cultural. Pero me parece útil distinguir y separar escalas y métodos.
3. Localizar pequeñas victorias concretas, en el ámbito de las políticas públicas posibles que estén en marcha, que supongan trincheras cualitativas fuertes, suelos conquistados desde los que plantear la pelea en mejores condiciones después, y poner mucho empeño en conseguirlas. Para mí esto lo cumplen cuestiones como introducir un indicador oficial alternativo al PIB, que la compra pública con criterios ambientales sea rutina, o establecer en nuestro país una planta para el reciclaje de materiales críticos, como minerales escasos.
4. Descubrir las brechas existentes en el sistema mediático y saber hackearlas a favor de un discurso ecologista. Esto, además de una pericia que solo poseen algunas pocas personas excepcionales, tiene como base haber disputado bien y a tu favor el sentido común dado.
5. Necesitamos muchísimo trabajo de investigación en el ámbito de lo que podríamos llamar traducción entre teoría ecologista y política pública. Este tipo de I+D+i es fundamental, y estamos en pañales. Si estuviéramos a la altura del desafío tendríamos decenas de tesis doctorales con propuestas específicas y bien diseñadas técnicamente sobre cómo reformar el sistema de pensiones en una economía de estado estacionario. Es un ejemplo de miles posibles. Como demuestra el caso del RBU, un buen trabajo de investigación y diseño técnico de su hipotética aplicación concreta no es garantía suficiente para su realización efectiva. Pero si es condición imprescindible para que pueda dejar de ser una propuesta de carácter solo moral.
6. Y necesitamos mucho ensayo y error en la política institucional concreta para comprender nuestros límites y posibilidades. Del dicho al hecho hay mucho trecho, especialmente en política. Y una legislatura en gobierno puede darnos más lecciones útiles que cien tesis doctorales. En sus charlas Yayo Herrero siempre dice que los cajones de los despachos universitarios están llenos de estudios ecosociales fantásticos. El problema es que sólo descubrirán su verdadero valor con la fricción y el roce de su aplicación en entornos de competencia política real. Aquí hay un problema y es que la evaluación de las políticas públicas reales siempre está distorsionada por los sesgos de nuestras militancias partidistas y sus luchas de poder. Es inevitable. Pero al menos deberíamos instalar un clima de debate en el que nos permitamos fallar.
Hay muchas más cuestiones. Por supuesto todo esto tiene que estar aterrizado en organizaciones políticas funcionales, que son un mundo en sí mismo, y envuelto en la dinámica transformadora de la sociedad civil, en la que los movimientos sociales son importantes, pero no lo único. El tema es mucho más complejo y tiene implicaciones teóricas fuertes. La pregunta por el cómo es la clásica pregunta por el sujeto histórico. Y además el último ciclo político se construyó en base a la respuesta poco usual en nuestro país que el primer Podemos dio a esta pregunta. Extraer conclusiones teóricas fundamentadas de las luces y las sombras del último ciclo político y ponerlas a dialogar con la historia del ecologismo en una nueva oleada de luchas y prácticas. Algo así nos permitirá, poco a poco y con fallos, pasar del qué hacer al cómo hacer.” (Hilo de tuits, 4 de mayo de 2020; https://twitter.com/E_Santiago_Muin/status/1257257355500281856 )....
 [83] Antonio López, “No saldremos mejores de esta crisis” (entrevista), El País, 1 de mayo de 2020.
Fuente: https://rebelion.org/la-crisis-del-coronavirus-como-momento-del-colapso-ecosocial/

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