Inundaciones, modelo productivo y usos
de los recursos públicos
Por Julio C. Gambina (Rebelión)
Por estas horas todos hablan de la tormenta que asoló la Capital Federal ,
el Gran Buenos Aires, y especialmente a la ciudad de La Plata, con un saldo
elevado de 50 muertes evitables y miles de afectados con secuelas aún no
evaluadas, no solo económicas, sino humanas, de salud, e incluso culturales.
Lo mejor provino de la solidaridad social. Lo
peor de la imprevisión pública ante situaciones de catástrofes.
Por muchas razones, entre otras el cambio
climático, resulta recurrente que se presenten situaciones catastróficas, no
sólo en Argentina, sino en el mundo.
Un imperativo de la época es analizar las
consecuencias del cambio climático y prevenirlas y más aún, combatirlas.
Eso nos lleva al modelo productivo hegemónico
a escala mundial que degrada a la naturaleza, que la agrede en múltiples
formas, con monocultivos, e industrialización acompañada de organismos genéticamente
modificados, todo con el afán del crecimiento para satisfacer objetivos de
lucro empresario, más que en atender necesidades alimentarias de la población.
Es por ello que buena parte de la producción
del agro se utiliza para producir energía. Así, la energía disputa con la
alimentación la utilización de la producción agraria. Es una mayor producción
disputada para alimentar personas o máquinas. La consecuencia sobre la
naturaleza es gravosa, afectando el metabolismo natural y la huella ecológica,
con lo que se consume más naturaleza que la que se puede auto reproducir.
Pero esa rentabilidad acrecida es también
utilizada en el negocio inmobiliario con fines especulativos, sin planificación
del hábitat para el vivir bien de la población en su conjunto. El proceso de
urbanización resulta de la aplicación de ganancias al negocio de la
construcción, más como resguardo de inversión que para satisfacer la necesidad
de techo de una población cercana a los 5 millones de personas. Lo curioso es
que existen tantas construcciones vacías, producto de la valorización
inmobiliaria, como demandantes de vivienda propia sin posibilidad de acceso. En
rigor, no solo ladrillos, sino que también se orientan las inversiones hacia el
parque automotor que inunda de hormigón el espacio público.
Las inundaciones y sus consecuencias sociales
son adjudicadas a la naturaleza, y es cierto, pero convengamos también que esa
naturaleza está condicionada por el tipo de modelo productivo y de desarrollo
en curso.
Como siempre el interrogante es ¿qué hacer?
Obvio que la mirada se asienta sobre el Estado, en tanto sujeto que establece
las normas de funcionamiento de la sociedad.
Algunos se sorprenden por la crítica de los
afectados por las inundaciones a los gobernantes, sin reparar en la sensación
de abandono que sienten los perjudicados directos. Estos dirigen la bronca
hacia la ausencia del Estado, sus funcionarios o representantes, en el lugar de
los hechos, aún cuando se ven escasos contingentes de ayuda municipal,
provincial o nacional, con efectivos de policía, ejército o gendarmería.
No alcanza lo que hay. Hace falta planificar
con antelación la disposición de recursos financieros y personal para atender
la logística ante catástrofes, algo inexistente en la Argentina.
Es que el Estado no tiene como principal
función satisfacer este tipo de demandas sociales, sino que es una institución
para resguardar el orden capitalista, especialmente reformado en la década del
90´ para atender las necesidades del capital más concentrado. Los cambios operados
en materia de intervención estatal en los últimos años no atacan el núcleo duro
de la regresiva restructuración del decenio pasado.
A modo de ejemplo podemos anotar que en el
mismo momento que se evaluaban los daños por la inundación, se disponía de más
de 3.300 millones de dólares de las reservas internacionales para cancelar
deuda con los organismos internacionales. Las cancelaciones de deuda pública
constituyen el gasto más importante del país, por encima de la contribución
presupuestal a la salud y a la educación, y prácticamente nada a la prevención
ante catástrofes como la ocurrida.
Duele la comparación con países como Cuba,
acostumbrada a tifones y huracanes con las consabidas consecuencias sobre
bienes físicos, pero con un detallado programa para salvaguardar la vida. Es un logro
planificado por años, que en nuestro país no existe.
Es hora de discutir el privilegio del gasto
público. Se puede estudiar cómo actúan otras sociedades y aplicar esas
conclusiones para que él “nunca más”, no solo remita a procesos dictatoriales,
sino que exprese nuevas funciones del Estado, en todos los ámbitos, para
privilegiar el vivir bien de toda la población, antepuesto al objetivo de la
ganancia, la acumulación y la dominación capitalista.
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