Crisis Climática
Biodiversidad | 08 octubre 2009
Por Ingrid
Kossmann y GRAIN
El
mal llamado cambio climático. En los últimos años se habla mucho de cambio
climático, se realizan reuniones y se firman compromisos pero el problema
parece agravarse. En Biodiversidad, sustento y culturas queremos aportar
información sencilla y clara sobre el tema y analizar falsas soluciones que se
están proponiendo, por lo que en este cuaderno y el de nuestro número 63, en
enero de 2010, abordaremos aspectos clave de la crisis climática.
En
nuestro planeta se producen cambios en el clima, periodos de aumento de
temperatura y de enfriamiento que conforman ciclos de más o menos cien mil
años. Actualmente estamos en un periodo de enfriamiento. Sin embargo se
pronostica un aumento de temperatura que resulta amenazador para los
ecosistemas y que tendrá fuertes impactos en la economía y las condiciones de
vida de la gente. ¿A qué se debe este aumento? A la acción humana. Por eso en
esta cartilla preferimos hablar de crisis climática, crisis producida por la
acción humana.
Causas
políticas y económicas. El origen
de la crisis climática está en el modelo de desarrollo vigente. El concepto de
progreso y modernidad de la sociedad occidental promovió el desarrollo
industrial y tecnológico y el consumo ilimitado, sin tener en cuenta el impacto
que esto producía en las distintas culturas y en el entorno natural. El
crecimiento económico se volvió el único indicador considerado válido. En el
presente pese a existir mayor conciencia ambiental, la búsqueda de ganancia
sigue siendo el eje en torno al cual se analiza y organiza el funcionamiento
social.
Desde
comienzos del siglo xx la actividad industrial se desarrolló a partir de
motores que consumen combustibles derivados del petróleo. En la década del 50
la industria automotriz se expandió y se convirtió en el corazón de la
industria general del mundo. Actualmente circulan en el planeta más de 800
millones de autos, cada año se producen 80 millones de unidades. La industria
automotriz y las empresas petroleras se convirtieron en un núcleo de poder con
capacidad de presionar e influir en decisiones políticas de países y organismos
regionales.
Desde los
años 80 estamos transitando la globalización. Un proceso de acumulación de
capital y poder en un puñado de corporaciones que establecen las reglas de
juego políticas y económicas para todo el mundo. A través de tratados imponen
sus condiciones a los países y los gobiernos terminan actuando como títeres
funcionales a los intereses corporativos.
Las
falsas soluciones. Tal como
hemos compartido hasta aquí el Protocolo de Kyoto se ha convertido en una gran
feria de negocios. Los dos principios básicos que han guiado las negociaciones
han sido privilegiar al mercado como proveedor de soluciones y no exigir a los
países contaminantes una disminución real y en sus territorios de la cantidad
de emisiones. No se cuestionan las verdaderas causas que nos han llevado a esta
crisis climática: una sociedad sostenida por la combustión de petróleo, basada
en el consumo ilimitado de productos materiales y en la que la totalidad de la
vida ha sido convertida en una mercancía.
Las
verdaderas soluciones. La crisis
civilizatoria a la que nos enfrenta la crisis climática demanda cambios
radicales en nuestra sociedad. El actual modelo de producción y consumo hace
que nuestra sociedad sea inviable. Hace falta tomar conciencia que la
biodiversidad sustenta nuestras vidas sobre la Tierra y que éste es el marco en
donde deben inscribirse las soluciones a la crisis climática. Los pueblos han
avanzado en encontrar sus soluciones y generar sus propias propuestas. En el
próximo cuadernillo trataremos las falsas y las verdaderas soluciones.Leer
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La crisis
climática y la Tierra
12/04/11
Por Shalmali Guttal y Sofía
Monsalve
La tierra, los bosques y el agua deben ser protegidos como riqueza
social común y se debe garantizar la seguridad de la tenencia de los recursos a
los pequeños agricultores, los pescadores, los pastores trashumantes y las
comunidades indígenas, a través de una reforma agraria integral. Los recursos y
las políticas públicas deben reorientarse para apoyar el uso de la tierra y las
prácticas agrícolas que enfrían el planeta, nutren la biodiversidad y ahorran
energía. De esta forma se podrá controlar el calentamiento global, alcanzar la
soberanía alimentaria y reducir la angustiosa emigración rural hacia las zonas
urbanas
Cuando
hablamos de la crisis del cambio climático, generalmente nos referimos a
las alteraciones recientes y futuras de los sistemas del clima del planeta que
pueden atribuirse a actividades humanas (1). A la cabeza de estas actividades
encontramos la quema de los combustibles fósiles, la explotación de los
recursos naturales y la producción y consumo de energía y bienes industriales.
Todos estos sectores son grandes emisores de gases de efecto invernadero (GEI).
El incontenible calentamiento del clima mundial resultante del aumento de las
concentraciones de GEI en la atmósfera, ya ha provocado distorsiones en las
condiciones del tiempo en las cuatro estaciones y en los patrones de las
precipitaciones, así como el derretimiento de glaciares, cambios en los ciclos
hidrológicos y mayor incidencia de eventos climáticos extremos, con graves
consecuencias para los ecosistemas, la producción agrícola, la seguridad alimentaria y la seguridad del abasto y acceso al agua,
y para los medios de sustento de las
comunidades pobres urbanas y rurales en todo el mundo.
La tierra
y el agua son elementos centrales de la crisis
del clima. La industrialización y el crecimiento económico dependen en gran medida
de la explotación de la tierra y el agua, y su acaparamiento para servir a la
producción de energía, la minería, la industria, la agricultura, los parques tecnológicos, el turismo, la
recreación y la expansión urbana, continúa de manera irrefrenable en todas
partes del mundo. Los cambios en la cobertura de la Tierra y los cambios en el
uso del suelo son los impactos mundiales más antiguos de la humanidad y han
producido cambios significativos en la cantidad de carbono que se almacena y se libera en la atmósfera. Los bosques y los humedales almacenan más carbono
que las praderas, las que, a su vez, almacenan más carbono que los cultivos.
Los bosques naturales del mundo, las sabanas y los humedales han contribuido
durante mucho tiempo a mantener el balance en el ciclo del carbono, pero su
conversión a otros usos ha reducido gravemente este servicio crucial de estos
ecosistemas. Hay estudios, incluidos los del Panel Internacional sobre Cambio Climático (PICC o IPCC por su sigla en inglés),
que muestran que el uso del suelo y los cambios en el uso del suelo son
responsables de más del 30 por ciento de las emisiones de GEI que atrapan el calor en la
atmósfera de la Tierra y ocasionan el calentamiento global.
Las
plantas, las especies animales y la vida marina están amenazadas o
desapareciendo a un ritmo sin precedentes debido a los efectos combinados del
calentamiento global y la explotación industrial. La vida en su conjunto está
en peligro por el descenso de la disponibilidad de recursos de agua dulce. Ya hay más de mil millones de
personas que viven sin acceso a agua potable segura y más de un millón de
personas –la mayoría niños- mueren cada año de enfermedades como la diarrea, la
disentería y el cólera, que están relacionadas con la falta de una higiene
adecuada y de agua potable segura.
Las
evaluaciones del PICC indican que, a nivel mundial, se prevé que los impactos
negativos del cambio climático sobre los sistemas de agua dulce serán
enormes. Las proyecciones indican que, a partir de 2050, se duplicará o más el
área de tierra sometida al creciente estrés hídrico. Se prevé que el aumento en
la intensidad y variabilidad de las precipitaciones incremente los riesgos de
inundaciones y sequías en muchas áreas y afecte negativamente la recarga de los
acuíferos subterráneos, reduciendo así las reservas hídricas de las napas
freáticas. Debido a los cambios en la temperatura y el patrón de lluvias, las
sequías han venido sucediéndose de manera más frecuente desde 1970. Se prevé
que los cambios en la cantidad y calidad de agua debidos al cambio climático
determinen una disminución de la disponibilidad de alimentos y un aumento de la
vulnerabilidad de las comunidades rurales pobres, en especial en los trópicos
áridos y semiáridos, y en los mega-deltas de Asia y África. Está previsto
también el ascenso de los niveles del mar, que modificará la vida de las
comunidades costeras, generando mayores desplazamientos en el interior de los
países y entré países -en particular en Asia y África- y desatará nuevos
conflictos por la tierra y el agua.
La
destrucción causada por el calentamiento global va más allá de lo físico. Las
condiciones del tiempo impredecibles y constantemente cambiantes cuestionan los
conocimientos y la resiliencia local que han sido la base de un buen manejo de
la agricultura y
los ecosistemas en coproducción con la naturaleza, los que deberán ser reconstruidos
a nuevo para ajustarse a las nuevas condiciones climáticas. En el período de
transición, sin embargo, es probable que las comunidades rurales se tornen más
vulnerables y dependientes de insumos y técnicas externas, y pierdan su
preciado conocimiento local sobre los alimentos, las plantas medicinales, los
suelos y el manejo costero, la protección de los bosques y
la biodiversidad, etc.
Agricultura
industrial
La agricultura y
las pesquerías son sumamente vulnerables al cambio climático. Hoy, el 75 por ciento de los
pobres del mundo viven en zonas rurales en los países en desarrollo y dependen
de la agricultura familiar minifundista, la pesca artesanal y el pastoreo
trashumante. Independientemente de las variaciones regionales, se prevé que el
cambio climático tendrá impactos negativos sobre estas comunidades. Mientras se
proyecta que enormes superficies en Rusia, Canadá y China se convertirán en
tierras de cultivo, en las regiones tropicales y semitropicales el cambio
climático probablemente conduzca a un descenso importante de los rendimientos
de la producción agrícola, acelere la degradación de las tierras de cultivos y
la línea costera, aumente la desertificación y provoque el desplazamiento de
millones de pequeños productores rurales minifundistas.
La agricultura y
otros sectores cuya actividad se basa en el uso del suelo son también grandes
emisores antropogénicos de GEI a nivel mundial: la agricultura da cuenta de
alrededor del 13,5 por ciento de las emisiones,
aunque, contando el transporte, el procesamiento y la distribución de los
productos agrícolas, esta cifra aumenta considerablemente; los cambios en el
uso del suelo y la silvicultura representan el 17,4 por ciento (2), y la
deforestación es responsable del 25 al 30 por ciento de las emisiones mundiales
de GEI (3), aunque una investigación reciente muestra que la contribución
combinada de las emisiones de la deforestación y la degradación de los bosques y las turberas da cuenta de alrededor
del 15 por ciento de las emisiones de gases de efecto invernadero, una
participación similar a la del sector del transporte (4). La tierra agrícola
ocupa entre el 40 y el 50 por ciento del total de la superficie continental del
planeta y da cuenta del 60 al 80 por ciento de las emisiones de óxido nitroso
(N2O) y entre el 50 y el 55 por ciento de las emisiones de metano (CH4) (5). La
producción pecuaria da cuenta del 70 por ciento del uso de la tierra agrícola y
los cultivos para forraje y alimento animal representan el 33 por ciento del
total de la tierra arable. Un informe de la FAO estima que las emisiones de GEI
provenientes de los cultivos comerciales de forraje y alimento animal, el
transporte de estos alimentos y de los productos de origen animal, la
fermentación entérica y las emisiones de CH4 y N2O derivadas del estiércol
animal son responsables del 18 por ciento de las emisiones de GEI (FAO, 2006).
Hay estudios que indican que las emisiones antropogénicas de GEI provenientes
de la agricultura están aumentando debido al uso creciente de fertilizantes
nitrogenados y a la cría de un número cada vez más grande de animales, en particular
ganado vacuno. Las infraestructuras urbanas, los rellenos sanitarios, la
disposición de residuos, el saneamiento, y la quema de biomasa son otras
fuentes importantes de emisiones de GEI.
Sin
embargo, no toda la agricultura acelera el calentamiento global. Según la Evaluación Internacional
del Papel del Conocimiento, la Ciencia y la Tecnología en el Desarrollo
Agrícola (IAASTD, 2009), la más alta intensidad de emisiones del sector agrícola está asociada a la
agricultura industrial y a los monocultivos intensivos, que incluyen la
producción de cultivos comerciales, alimentarios y bioenergéticos a mediana y
gran escala y con uso intensivo de productos químicos, las plantaciones (de
monocultivos de árboles) y la cría industrial de animales. Esta agricultura de
uso intensivo de recursos reconfigura la forma en que se usan la tierra y el
agua, y tiene impactos complejos y multidimensionales en los bosques, los
ecosistemas, las cuencas hídricas, el clima, la seguridad alimentaria y las formas de sustento.
Los suelos
agrícolas son tanto fuentes como sumideros de carbono.
En las regiones de bosques tropicales húmedos, el comercio mundial y la
intensificación de las economías de mercado impulsan la destrucción de los
bosques para dar paso a los cultivos industriales y pasturas para la industria
ganadera. Brasil sufrió una deforestación de 93.700 km2 entre 2001 y
2004, en gran parte debido al crecimiento de la demanda mundial de soja y carne
vacuna. El bioma brasileño conocido como Cerrado –una zona de tierras secas,
que ha sido reconocida como uno de los lugares de gran biodiversidad en alto
riesgo—se encuentra particularmente amenazado. Más del 50 por ciento del Cerrado
ha sido transformado para dar paso a la agricultura intensiva y la producción
ganadera. De manera semejante, el sudeste asiático perdió 23.000 km2 de bosques
entre 1990 y 2000 a
manos de la tala maderera y la expansión agrícola. Cuatro quintos de los
bosques húmedos indonesios han desaparecido desde la década de 1960, en su
mayor parte a manos del cultivo de la palma aceitera, el caucho y otros
monocultivos. En Sumatra, Kalimantan y Papúa, se estima que el ritmo de la
deforestación se traduce en la pérdida de 400 campos de fútbol por día, la tasa
más alta de deforestación del mundo.
La
agricultura industrial y los monocultivos destruyen los procesos naturales que
son necesarios para almacenar el carbono en la materia orgánica del suelo, y
los sustituyen por procesos basados en fertilizantes y fitosanitarios químicos
cuya producción insume grandes cantidades de combustible fósil. También
destruyen características importantes del paisaje como los cercos vivos, las
arboledas, las cuencas de captación de agua, hileras de árboles o arbustos,
pequeños bosques naturales y otros hábitat naturales que brindan servicios
ecosistémicos cruciales, como la recarga de los acuíferos y las cuencas
hídricas, la retención de los nutrientes del suelo y el almacenamiento de
carbono.
Acaparamiento
de tierras
En los
países en desarrollo, las necesidades diarias de alimentos de la mayoría de las
familias rurales se satisfacen fundamentalmente a través de la producción
localizada y las actividades de recolección a cargo de las mujeres. El
agotamiento de los recursos naturales socava el conocimiento que tienen las
mujeres de los usos tradicionales de las plantas silvestres como alimentos,
forraje y medicina, aumentando su carga de labor en la tarea de satisfacer las
necesidades alimentarias y de salud de sus familias. El uso intensivo de
fertilizantes y fitosanitarios (plaguicidas, herbicidas y fungicidas) químicos
produce estragos en la biodiversidad, contamina los suelos, los ríos y los
cursos de agua, las fuentes de agua subterránea y los manantiales, y afecta
gravemente la salud de las comunidades y los ecosistemas. Cuando se destruyen
las fuentes de alimentos silvestres y se envenenan los ríos y los pozos de agua
y desaparecen los peces y la pequeña fauna marina, las comunidades rurales se
quedan prácticamente sin fuentes de alimento y agua.
La
sustitución de los cultivos alimentarios de los agricultores minifundistas por
la agricultura industrial y la transformación de los bosques para ese uso
exacerban la inequidad del acceso a la tierra y a los recursos naturales entre
las comunidades y entre hombres y mujeres, especialmente en el caso de los
cultivos bioenergéticos y otros cultivos comerciales de gran valor. A medida
que se expropian bosques y tierras agrícolas para la instalación de empresas
agrícolas industriales y plantaciones, las comunidades locales van siendo
arrinconadas en parcelas más pequeñas y menos fértiles, y se ven obligadas a
depender de una base de recursos más reducida para resolver sus necesidades de
alimentos e ingresos. Las reservas de agua dulce son monopolizadas y en algunos
casos agotadas, creando y exacerbando la escasez de agua. Esto ha desatado conflictos
por el agua entre poblaciones locales, en particular, entre campesinos,
pescadores y comunidades indígenas que se ven privados de sus derechos al agua.
Los derechos de los pueblos indígenas al control, uso, administración y
preservación de sus tierras ancestrales son particularmente afectados. La
política agresiva de compra de cada vez más tierras por quienes tienen dinero
ha multiplicado los precios de la tierra y ha generado pujantes mercados de
tierras en los cuales los pequeños agricultores empobrecidos son presas fáciles
de la especulación y los intermediarios.
Las
familias que son desplazadas o expulsadas de sus tierras no tienen otro remedio
que mudarse a zonas boscosas o de monte, y despejar nuevas tierras para
cultivo. Allí compiten con otras comunidades que habitaban esas zonas desde
antes, por el acceso a una base de recursos cada vez más estrecha. Las
plantaciones comerciales a gran escala atraen a las poblaciones migrantes -que
son a menudo poblaciones que fueron desplazadas de otras partes- a trabajar
como mano de obra asalariada, habitualmente por sueldos magros. La
infraestructura creada al servicio de la agricultura industrial –como las
carreteras, el transporte, la electrificación, etc.—promueve la urbanización y
facilita la penetración de las fuerzas del mercado en todos los ámbitos del
ecosistema.
Las
crisis mundiales alimentaria y financiera han transformado a las tierras
agrícolas y la infraestructura para la producción agraria en bienes
estratégicos de gran valor. Los países ricos que no pueden satisfacer sus
necesidades alimentarias a través de la producción nacional –por ejemplo,
Japón, Corea del Sur, China, Emiratos Árabes Unidos, Qatar, Libia y Arabia
Saudita- están adquiriendo enormes extensiones de tierras de cultivo (y las
fuentes de agua que contienen) mediante contratos de arrendamiento a largo
plazo en Asia, África y América Latina, con el propósito de garantizarles
alimentos a sus propias poblaciones y materias primas a sus industrias
agroalimentarias. Al mismo tiempo, las empresas de agronegocios y las compañías
financieras como Morgan Stanley, AIG, Deutche Bank, Goldman Sachs, Renaissance
Capital y Landkom, también han adquirido tierras (y recursos hídricos) en el
Sur, para asegurarse ganancias en futuras inversiones. Para los financistas
aquejados de problemas, la tierra, el agua y la infraestructura agrícola son
paraísos relativamente seguros: con el cambio climático, una población mundial
en crecimiento, y la previsión de escasez de alimentos, asegurarse el control del
suministro futuro de alimentos promete ser un negocio sumamente rentable.
Estos
negocios de tierras socavan la biodiversidad, la salud humana y ambiental, y la
capacidad de las sociedades de asegurarse sus alimentos por sus propios medios. Incluso si son los Estados los que adquieren
tierras de cultivo, ellos tercerizan la producción efectiva de los alimentos a
empresas de agronegocios y de la industria agroalimentaria. Las empresas
privadas que adquieren tierras suelen invertir en los cultivos que dan más
ganancia: soja, trigo, maíz y otros cultivos bioenergéticos. Las comunidades
rurales no sólo pierden el acceso a las fuentes locales de alimentos, agua y
medicinas e ingresos, también desaparecen las pequeñas granjas de agricultura
campesina y familiar diversa, los bosques, las pasturas abiertas y otros bienes
comunes que son acaparados para la producción industrial de enormes extensiones
de monocultivos agrícolas que perpetúan prácticas de producción ecológicamente
destructivas, aumentan las emisiones de GEI y aceleran el calentamiento
global.
Lucrando
con la crisis
Los
instrumentos de mercado, tales como el comercio de derechos de emisión y el
Mecanismo de Desarrollo Limpio (MDL), han sido promovidos a través del
Protocolo de Kioto y por diversas agencias internacionales como herramientas
para enfrentar la crisis climática. Mediante estos mecanismos, los países del
Norte y sus empresas (responsables del grueso de las emisiones de GEI) pueden
comprar "derechos de emisión" a los países del Sur que tienen menores
niveles de industrialización, y financiar sumideros de carbono (incluyendo plantaciones de árboles) y
proyectos de "desarrollo sustentable" en el Sur, como una alternativa
lucrativa a la reducción de las emisiones en el Norte. El Banco Mundial ha
asumido de manera agresiva el liderazgo de los programas de ‘financiamiento del
carbono’, entre otros, a través del Fondo Prototipo de Carbono, los Fondos de
Carbono para el Desarrollo Comunitario, el Fondo BioCarbon, el Fondo Paraguas
para el Carbono y el Fondo Cooperativo para el Carbono de los Bosques. Muchos
de estos programas proclaman que reducen las emisiones de GEI provenientes de
la deforestación en los países en desarrollo, al vender créditos de carbono de
los bosques en el mercado internacional de emisiones. El 3 de noviembre, el Banco
Mundial firmó un acuerdo con el Proyecto de Carbono Agrícola de Kenia para
comprarles créditos de carbono del suelo a los agricultores keniatas a través
del Fondo BioCarbon (6).
Entre las
iniciativas de carbono de los bosques se destaca el programa de Naciones Unidas
para la Reducción de Emisiones derivadas de la Deforestación y Degradación de
los bosques (REDD), que aparentemente apunta a recompensar a los gobiernos y
los propietarios de los bosques en los países en desarrollo por proteger los
bosques y no talarlos, reduciendo así las emisiones de GEI. El Banco Mundial
apoya activamente la
iniciativa REDD, al igual que distintas agencias
internacionales de conservación ambiental y compañías privadas de comercio de
carbono. Los críticos de REDD señalan que la definición de Naciones Unidas de
los bosques no distingue entre bosques y plantaciones de árboles, dejando así
la puerta abierta para que inversionistas privados y gobiernos conviertan a los
bosques en plantaciones de árboles, y que además se les pague por hacerlo.
REDD
implica graves consecuencias para los pueblos indígenas, las comunidades
rurales, los bosques y la
biodiversidad. Un asunto particularmente polémico es el de la
tenencia. ¿De quién son los bosques? y ¿a quién hay que recompensar por protegerlos
y no talarlos? A pesar del lenguaje eufemístico adoptado, los proyectos para la
"conservación y manejo sustentable de los bosques" frecuentemente
implican el desalojo de las comunidades locales de las áreas boscosas y la
autorización de la tala comercial en determinados tramos de bosques; además, la
"mejora de las reservas de carbono del bosque" puede incluir
plantaciones industriales de árboles que reducen la calidad ambiental de
numerosas maneras.
Los
gobiernos del Sur comúnmente proclaman la propiedad sobre todos los recursos en
sus territorios soberanos y hacen tratos allí donde puedan obtener más
ganancias, sea a través de los programas de REDD, o con las compañías
madereras, de energía o minería o de agronegocios. Las reivindicaciones de las
comunidades rurales, entre ellas las de los pueblos indígenas, que reclaman el
uso y poder de decisión sobre los bosques que ellos han manejado y cuidado
durante tanto tiempo, no son reconocidas por los gobiernos ni la industria de
la conservación ambiental.
REDD no
respeta algunos instrumentos cruciales de los derechos humanos como la
Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas
o el concepto de derecho al consentimiento previo, libre e informado. Los
pueblos indígenas y otras comunidades rurales temen que REDD y las iniciativas
asociadas al programa fomentarán los acaparamientos de tierra y brindarán
nuevos incentivos a los gobiernos y los grandes terratenientes para aplicar un
enfoque del tipo o "pagas o talo" a cada hectárea de bosque que han
logrado sacarle a los pueblos indígenas y los campesinos sin tierras. Tanto en
los proyectos REDD como en los proyectos MDL, las tierras, las cuencas hídricas
y los bosques se valoran más en términos económicos monetarios que en términos
de la diversidad de vida que sustentan.
Hasta la
fecha, sin embargo, ninguno de estos programas ha logrado una reducción neta
sustantiva de las emisiones de GEI, ni han detenido la deforestación. Por
el contrario, el clima ha sido ‘financierizado’ y las tierras y los bosques
están siendo manipulados económicamente para permitir que los inversionistas
lucren con la crisis del clima. Grandes proyectos de infraestructura, energía e
industrias, a menudo de dudosa calidad ambiental, pueden asegurarse financiamiento
internacional, mientras los países ricos obtienen acceso a abundantes “créditos
de carbono” baratos que los ayudan a evitar adoptar penosas reducciones de
emisiones en sus propios territorios. Igualmente importante, el comercio del
carbono de los bosques y los suelos no reducirá el calentamiento global, sino
que al contrario, creará mayores incentivos y oportunidades para la
mercantilización de los bosques en los mercados internacionales de carbono. Las
burbujas y la inestabilidad de estos mercados pueden determinar que preciosos
recursos naturales queden expuestos y vulnerables a los riesgos del mercado,
dado que cualquier caída de precios puede significar incentivos perversos para
retirarle protecciones legales a los bosques.
Otra
supuesta panacea muy elogiada contra el calentamiento global son los
agrocombustibles. Los gobiernos y las empresas de agronegocios siguen
promoviéndolos como ambientalmente benignos y como una alternativa limpia a los
combustibles fósiles, sin evaluar integralmente sus costos sociales, económicos
y ambientales. La producción de agrocombustibles -por ejemplo, los monocultivos
de maíz, caña de azúcar, palma aceitera, soja y jatrofa- implica una
reestructuración del uso del suelo, el desplazamiento y la desposesión de las comunidades
rurales de sus fuentes de sustento, la expansión de la frontera de la
agricultura industrial a costa de bosques y ecosistemas nativos, la
contaminación de las aguas y una degradación mayor de los suelos. También
implica dejar de producir alimentos en valiosas tierras de cultivo para
dedicarlas a cultivos energéticos, que son adquiridos por empresas nacionales y
extranjeras a menudo violando las normas consuetudinarias de gobernanza de la
tierra y las leyes ambientales nacionales.
La
producción de agrocombustibles está estimulada con incentivos financieros que
los Estados otorgan al sector privado para mantener estilos de vida de alto
consumo, a pesar de los costos que esto genera en comunidades y medioambientes
de otras partes del mundo. Por ejemplo, Estados Unidos, la Unión Europea (UE) y
otros países de la OCDE han establecido metas obligatorias y apoyos financieros
para promover la producción de agrocumbustibles de primera y segunda generación
(7). También están invirtiendo fuertemente en la investigación y
experimentación con agrocombustibles, incluyendo el desarrollo y ensayo de
cultivos y árboles genéticamente modificados. La UE se fijó la meta vinculante
de reemplazar el 20 por ciento de los combustibles fósiles y el 10 por ciento
del combustible para el transporte por biomasa, energía hidroeléctrica, eólica
y solar al 2020.
Mientras
los países ricos cumplen sus metas de energía “limpia”, cientos de millones de
campesinos y pequeños agricultores, pastores trashumantes y pueblos indígenas
son expulsados de las tierras y bosques de los que dependen para sobrevivir.
Todas las tierras que están en la mira o que ya han pasado a manos de grandes
empresas son tierras que las comunidades locales ya utilizaban de una forma u
otra. Los gobiernos y las empresas pueden argumentar que muchas tierras no
forestadas que se han convertido en plantaciones de agrocombustibles son
”tierras yermas” o "tierras marginales” que deberían ser aplicadas a un
uso productivo. En realidad, sin embargo, es muy probable que esas tierras
hayan sido usadas de manera colectiva comunitaria o según los usos y costumbres
tradicionales y las normas consuetudinarias desde hace muchas generaciones, y
sean cruciales para el sustento de las comunidades locales. Las mujeres, que
son las principales productoras de alimentos del mundo, son las más proclives a
trabajar en las llamadas "tierras marginales", debido a la
discriminación de género histórico-tradicional, y son por eso más fácilmente
desprovistas de sus tierras que los hombres.
El cambio
de uso de las tierras arables y los bosques (degradados o no) a la producción
comercial de agrocombustibles tiene consecuencias severas para los pueblos y
las personas que ya gastan más de la mitad de sus ingresos en alimentos. La
crisis alimentaria mundial se debe, al menos en parte, a la carrera vertiginosa
en pos de los agrocombustibles y la producción de forraje y alimento animal.
Estudios recientes demuestran que la sustitución de ecosistemas nativos por
plantaciones de agrocombustibles tendrá por efecto un aumento del calentamiento
global, en vez de mitigarlo. El carbono que se libera en el desmonte y
conversión de bosques húmedos, turberas, sabanas o praderas supera los
"ahorros de carbono" derivados de los agrocombustibles. Por ejemplo,
los procesos de conversión para producir maíz o caña de azúcar para etanol, o
palma aceitera o soja para biodiesel liberan entre 17 y 420 veces más carbono
que los ahorros anuales derivados de la sustitución de combustibles fósiles.
Los estudios científicos muestran además que no todos los agrocombustibles son
fuentes de energía "limpia" o "eficiente. Muchos
agrocombustibles de etanol han demostrado ser bastante menos
"eficientes" que otros combustibles, medidos por unidad de energía
producida. La producción de cultivos para agrocombustibles (particularmente en
el caso del etanol) y del propio combustible son procesos con uso intensivo de
químicos, agua e incluso combustible fósil, que contaminan la tierra, el suelo
y el agua, y destruyen la biodiversidad natural y agrícola.
La
defensa de la tierra, los bienes comunes, los territorios y la dignidad
Las
discusiones oficiales sobre el cambio climático y el hambre tienden a
inclinarse por soluciones tecnológicas y de mercado, en vez de apuntar a los
problemas estructurales socio-políticos, como el de los campesinos sin tierra,
la alta concentración de la propiedad de las tierras agrícolas y el agua, y los
modos industriales de producción y consumo que están en el corazón de las
crisis. Las crisis del clima y los alimentos se han transformado en
oportunidades de lucro empresarial, y la tierra, el agua y otros recursos
naturales están siendo monetizados, reevaluados y explotados como nunca antes.
El lucro
de la agricultura industrial proporciona al corto plazo grandes ganancias a las
grandes empresas, los inversionistas ricos y las clases adineradas, en
contraste con la agricultura campesina agroecológica, cuyas ganancias van en su
mayor parte para las comunidades locales, la sociedad en su conjunto y las
generaciones futuras. Las investigaciones muestran que los pequeños productores
de granjas familiares minifundistas producen más de dos tercios de los
alimentos básicos en Asia, África y América Latina. A través de la recolección,
el cultivo, la pesca, el pastoreo y actividades de procesamiento localizadas,
la producción de los pequeños agricultores es la fuente primaria de una amplia
variedad de alimentos para las familias de bajos ingresos en las zonas rurales
y urbanas. Las investigaciones también indican que las pequeñas granjas,
especialmente las que se basan en poli-cultivos tradicionales, son mucho más
productivas que las grandes explotaciones agrícolas, en términos de su
productividad total, incluyendo, granos, fibras, frutas, verduras, forraje y
productos animales, todos ellos cosechados en los mismos campos o huertos.
El
policultivo de los pequeños agricultores minifundistas suele utilizar la
tierra, el agua, la biodiversidad, la energía y otros recursos agrícolas de
manera mucho más eficiente que la agricultura industrial y los monocultivos, y
es mucho menos contaminante y mucho más benigno para el clima. Proporciona
servicios ecosistémicos vitales y tiene gran potencial de almacenaje de carbono
en la biomasa, tanto la que crece sobre el suelo como la del subsuelo. En
términos de conversión de la riqueza natural del planeta en “productos",
la sociedad obtiene mucho más ganancias con los pequeños productores
minifundistas que con las empresas de agronegocios y las operaciones de la
industria agroquímica.
La
mayoría de los modelos del cambio climático prevén que los daños afectarán
desproporcionadamente a las regiones pobladas por pequeños agricultores,
especialmente a aquellos que hacen agricultura sin riego y que dependen de las
lluvias en el Sur. Al mismo tiempo, las prácticas de cultivo diversificadas de
los agroecosistemas tradicionales los hacen menos vulnerables a las pérdidas
masivas de cosechas cuando hay desastres naturales. El conocimiento y las
tecnologías tradicionales que aplican los pequeños agricultores, campesinos,
pastores trashumantes, pescadores y comunidades indígenas constituyen un
verdadero almacén de enseñanzas y lecciones de capacidad de adaptación y
resiliencia a los fenómenos del tiempo y el cambio climático. Estas capacidades
y conocimientos se verán afectados en gran medida, y hasta pueden perderse
completamente, si el proceso de conversión del uso de la tierra continúa al
ritmo actual.
Los
esfuerzos mundiales para reducir las emisiones de GEI no pueden darse el lujo
de seguir la lógica continuista de “negocios como siempre”, ni basarse en los
artilugios de la tecnología o las iniciativas de mercado. La decisión
recientemente adoptada por los gobiernos en la décima Conferencia
de las Partes del Convenio sobre Diversidad Biológica celebrada en Nagoya,
Japón, que estableció que ante la ausencia de mecanismos regulatorios efectivos
y en aplicación del enfoque precautorio, no se debe realizar ninguna actividad
de geo ingeniería relacionada con el clima que pueda afectar la biodiversidad,
es un paso a saludar en este sentido.
Es
urgente desmantelar el control de la tierra, los bosques y las fuentes de agua
en manos de grandes empresas, y los Estados y las sociedades deben reconocer
los derechos fundamentales de las poblaciones locales a gobernar y velar por
los bienes comunes. La tierra, los bosques y el agua deben ser protegidos como
riqueza social común y se debe garantizar la seguridad de la tenencia de los
recursos a los pequeños agricultores, los pescadores, los pastores trashumantes
y las comunidades indígenas, a través de una reforma agraria integral. Los
recursos y las políticas públicas deben reorientarse para apoyar el uso de la
tierra y las prácticas agrícolas que enfrían el planeta, nutren la
biodiversidad y ahorran energía. De esta forma se podrá controlar el
calentamiento global, alcanzar la soberanía alimentaria y reducir la angustiosa
emigración rural hacia las zonas urbanas. www.ecoportal.net
Artículo
escrito por Shalmali Guttal y Sofía
Monsalve, con aportes de Mary Ann Manahan y Rebecca
Leonard. Shalmali Guttal es miembro de Focus on the Global South y
Sofía Monsalve es la coordinadora de los temas de la tierra de FIAN
International. Rebecca Leonard y Mary Ann Manahan son investigadoras que
trabajan con Focus on the Global South. Leer
http://www.ecoportal.net/Temas_Especiales/Cambio_Climatico/La_crisis_climatica_y_la_Tierra