Aprender de un
progresismo
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3 de noviembre de 2018
Por Nils Castro (Rebelión)
Los acontecimientos pronto han demostrado que lo que hoy llamamos progresismo ‑‑fenómeno político que según las
particularidades de cada pueblo a inicios de este siglo brotó en varias
latitudes de América Latina‑‑ no fue un simple “ciclo” ni ha concluido. Y que tampoco fue
mero efecto de un cambio del precio internacional de las materias primas. La
evolución de nuestros pueblos es más compleja que eso; su comportamiento
político no oscila según los vaivenes del comercio, pues las relaciones entre
economía y sociedad no son así de pueriles.
Como recordamos, al inicio los años 90 la
acometida neoconservadora abanderada por Margaret Tatcher y Ronald Reagan se
potenció con el derrumbe soviético. Eso, además de imponer un viraje de las
políticas económicas que prevalecían, determinó asimismo un tsunami ideológico que unas izquierdas
divididas y perplejas mal pudieron enfrentar. No obstante, ni esas políticas ni
los efectos culturales de aquel tsunami han finalizado. La crisis global que
emergió en 2008 desenmascaró al neoliberalismo, pero sin que todavía hayamos
creado las propuestas necesarias para remplazarlo.
Con todo, en menos de 10 años las prácticas neoliberales causaron
daños e inconformidades populares suficientes para levantar protestas y
movimientos políticos que dieron pie a una significativa marea progresista.
Este fenómeno, más expresivo de un vasto repudio que de nuevos proyectos
factibles, animó los primeros tres lustros de este siglo, incluso allá donde no
pudo elegir gobiernos. Y donde sí lo consiguió, además de realizar destacados
avances contra la pobreza y la inequidad, aportó significativos progresos de la
autodeterminación nacional y la solidaridad de nuestros países.
Obviamente, al hacerlo todavía en tiempos de crisis de las
izquierdas y restauración de la democracia liberal, no había entonces bases
sociales, político‑culturales ni organizativas suficientemente desarrolladas
para emprender revoluciones factibles
y sustentables. Caso por caso, eso deparó oportunidades para acceder al
gobierno, no para tomar el poder. Y por el lado opuesto, las élites criollas,
aunque forzadas a ceder la administración del gobierno, pudieron hacerlo sin
perder sus recursos económicos fundamentales.
Aun así, durante ese período millones de
latinoamericanos salieron de la marginalidad y adquirieron ciudadanía.
empleo, educación y salud, y sus
naciones alcanzaron mayor dignidad. Patrias y gentes pudieron ensayar nuevas
expectativas. Incluso sin revoluciones propiamente dichas, esa era una agenda
de izquierda y fue peor que ingenuo suponer que los progresos sociales y
políticos alcanzados en esos años pudieran repetirse sin causar, a su vez, una
fuerte contraofensiva del imperialismo y de las élites locales.
Con sobrados respaldos económicos, socioculturales y mediáticos,
la derecha tuvo condiciones y tiempo para renovar objetivos, remozar imagen,
reactualizar métodos y reconstruir imagen política. Ya no solo para volver a
Palacio a recuperar hegemonía, sino para emprender un roll back más ambicioso: revertir las conquistas populares
cedidas desde los años 50 a
la fecha. De
la estructuración y fines de ese contraataque ya me ocupé entonces.1
¿Quién nos hace vulnerables?
Mas no todos los éxitos después conseguidos por la contraofensiva
reaccionaria pueden achacarse a las artimañas y al poder financiero y mediático
de las derechas locales, ni a la coordinación y patrocinio del imperialismo.
Estos son factores reales, pero no suficientes para explicar sus logros. Los
reveses de este progresismo deben atribuirse también a las permisividades,
omisiones y errores de sus liderazgos y gobiernos, que minusvaloraron la
indispensable coparticipación crítica de sus partidos y de las organizaciones
populares, y relegaron el diálogo y acuerdo con las comunidades locales.
Poco útil es atribuir el consiguiente reflujo
del apoyo popular solo al poderío económico, la vileza y los medios de
comunicación de la clase dominante, y el respaldo de sus mentores foráneos: estos medios han sido tan eficaces
como se lo facilitan las deficiencias de los liderazgos que con tales fallas y
errores los hicieron más vulnerables.
Entre estos, los errores en política
económica. El primero, característico de los procesos más radicales: propiciar un rápido incremento del
gasto social y el consumo popular para resolver sus principales urgencias, con
una celeridad muy superior al crecimiento de la producción y la productividad,
y de la mejora de eficiencia institucional y la capacidad de obtener nuevos
recursos económicos. Con las conocidas consecuencias de desabastecimiento,
endeudamiento y pérdida del valor efectivo de los salarios. Acelerar el
desarrollo nacional ‑‑el de las fuerzas productivas‑‑ es costoso; exige formar
recursos humanos, asimilar tecnologías, crear infraestructuras. Eso exige
exportar recursos valiosos para adquirir insumos caros, en mejores condiciones
de intercambio, o contar con potente ayuda foránea.
Pero en la presente coyuntura el error de política económica que
los críticos señalan con mayor acritud es el de haber justificado o hasta
propiciado el extractivismo. Se responsabiliza a los gobiernos progresistas de
valerse de las empresas extractivas –mineras, agrícolas u otras‑‑ como fuentes
ingresos para resolver necesidades sociales e inversiones en infraestructura y
desarrollo. Y se los acusa de hacerlo sin restringir sus actividades con las
necesarias fiscalizaciones, penalidades y compensaciones por los daños
socioambientales que generen.
No obstante, la crítica al extractivismo, tal como algunos
articulistas suelen abrazarla, puede exhibir la frivolidad de una moda y
conducirlos a disparates. La extracción de materias o productos sin elaborar es
una actividad común a muchas economías de distinto sello. La primera cuestión
es si la política económica de cada país busca incrementar el valor agregado de
esos productos mediante su transformación por empresas y trabajadores
nacionales, o si favorece un saqueo colonial o neocolonial que exporta esos
recursos primarios para elaborarlos en el extranjero. ¿Esa extracción
contribuye a desarrollar y valorizar la respectiva economía y sociedad
nacionales, o solo es un modo de explotar su mano obra barata reproduciendo el
subdesarrollo del país?
La otra cuestión está en si las autoridades nacionales vigilan
eficazmente que la regulación y control de las actividades extractivas se
prevén, conceden y realizan garantizando los menores daños ambientales y su
mejor compensación y restauración, así como la suficiente protección y provecho
para las comunidades aledañas y los sectores nacionales afectados.
Este asunto siempre ha estado entre las
principales reivindicaciones de los movimientos de liberación nacional y de las
izquierdas en general. Con una excepción: mientras prevaleció el modelo
soviético (incluida su variante maoísta) primó el afán por forzar a toda costa
el crecimiento económico, con devastadoras consecuencias en materia ambiental,
hasta el colapso de ese modelo. Pero aun así el estalinismo no fue un pecador
solitario, puesto que ni el liberalismo clásico ni el neoliberalismo han sido
inocentes de esa misma práctica, que estos prosiguen por razones mucho peores.
De hecho, nada justifica el dislate de
atribuirle al actual progresismo una índole necesariamente extractivista, ni
alegar que la izquierda y el progresismo son diferentes porque la primera se
opone a esa práctica, mientras que cometerla es un atributo constitutivo del
progresismo. Como tampoco la simpleza economicista de suponer que el
progresismo obedeció a un ascenso del precio internacional de las commodities y su supuesta extinción a que este
bajó; ergo, que no hasta
que estas vuelvan a encarecerse.
Antes bien, durante gran parte del siglo XX y lo que va del XXI,
el progresismo ‑‑como noción incluyente vinculada a las luchas por la
liberación nacional y el desarrollo social‑‑ ha sido la manifestación más
visible de las izquierdas latinoamericanas. Y ahora, una vez depurado de las
deficiencias de su pasada ofensiva regional, hay sobrados motivos para prever
que volverá a serlo. Esa anterior experiencia no fue la primera ni la única en
que las izquierdas han tenido errores.
Para evitar que estos se repitan, una de las mejores aportaciones
de sus críticos será idear mejores modos de que los próximos gobiernos
progresistas o revolucionarios puedan resolver el imperativo de financiar su
lucha contra el subdesarrollo, y solucionar necesidades populares, sin recurrir
a formas incorrectas de obtener los recursos indispensables para ello.
Dado que consolidar un gobierno nacional‑liberador y sus
posibilidades de proyectarse a objetivos de mayor alcance exige tanto superar
el atraso como asegurar el desarrollo humano y material de las fuerzas
productivas, Fidel Castro dedicó al tema gran parte de su pensamiento. A
proponer y debatir estrategias y alternativas de combate al subdesarrollo, así
como formas de concertación y cooperación de los países del Tercer Mundo y de
Latinoamérica para cambiar las injustas condiciones del comercio y el
financiamiento internacionales, en defensa de los intereses de sus pueblos,
incluso sin que las diferencias de régimen político fueran obstáculo para
colaborar en ese objetivo común.
En el caso concreto de Cuba, ese reto desde el
comienzo ha sido extraordinariamente agravado por el bloqueo estadunidense. En
la primera época de la Revolución, el respaldo económico y militar soviético
fue importantísimo para resistir y avanzar. Pero luego de esos tiempos los
procesos progresistas, liberadores o revolucionarios de otros países no pueden
contar con ese tipo de solidaridad. Así, su capacidad real para adquirir
recursos tecnológicos y económicos para el desarrollo es una dificultad
objetiva de sus posibilidades reales. Tan grande que al parecer sus críticos
más severos prefieren no mencionarla.
De nueva cuenta, la mesa está servida
Así las cosas, la experiencia de los tres
lustros progresistas que iniciaron nuestro siglo XXI debe discutirse examinando
todas sus aristas, lo que debe hacerse con autocrítica responsabilidad. No para
imputar responsabilidades personales, sino para sacar conclusiones sustantivas
sobre cómo prever, castigar y erradicar tales deficiencias, e imprimirle más
robusta y eficaz consistencia ética, política y estratégica a nuestra
participación en la próxima ofensiva popular. No apenas para agregar más
análisis diagnósticos, sino enfocándose en proponer mejores opciones para
vencer los anteriores problemas y los que ya cabe prever.
Entre otras, hay fallas que ya es habitual
señalar pero que reclaman mayor análisis. Una, la insuficiencia y hasta el abandono
del trabajo político y organizativo que siempre debe sustanciar cada gestión
administrativa de las izquierdas, no solo en el ámbito laboral y sectorial, sino
igualmente en el barrial y comunitario, que
es donde habitan, conviven y votan los
necesitados y sus familias.
Otra, el acomodamiento y hasta la permisividad
con los vicios del poder burocrático, que llegan hasta admitir indicios de
corrupción en algunos dirigentes devenidos en funcionarios, desmintiendo así la
calidad moral de la organización y del proceso políticos que ellos representan.
Y aún más,
reducir unos partidos y movimientos surgidos de la rebeldía, la lucha y la
creatividad política, a la mera condición de aparatos reelectorales. Al extremo, incluso
de hacerlos “comprender” arreglos con operadores de la política tradicional, a
despecho de los principios cuya práctica nos hace gente de izquierda y nos
identifica como tales.
La corrupción es un vicio políticamente
asimétrico: salvo
ocasionales excesos, en la derecha es parte de una vieja cultura y se da por
sentada. Pero a la izquierda se la elige para combatirla, y tolerarla entre sus
filas constituye una afrenta que pone en entredicho los demás valores que la
gente le reconoce a los dirigentes de una organización progresista. En la izquierda,
sin importar la magnitud del delito, sus implicaciones políticas le dan
trascendencia y, aunque el castigo sea mayor, el conjunto del liderazgo demora
en recuperar el necesario liderazgo moral.
Como también debe censurarse la bobada
política de suponer que, si un gobierno progresista cumple su deber elemental
de solucionar demandas populares, sus beneficiarios automáticamente le
concederán una interminable gratitud de electores cautivos. Resolver los
problemas de la gente no es un favor, sino la misión de los funcionarios.
Cumplirla no supone un contrato electoral. Si el voto popular echó a la
anterior administración porque esa incumplía sus deberes, esto no conlleva que
los electores pasan a ser deudores de quien sí los realice.
Al revés, son los funcionarios ‑‑mucho más si
asumen la tarea a título de progresistas o revolucionarios‑‑ quienes a diario
deben volver a ganar confianza ciudadana. En política electoral, son los
funcionarios quien siempre está en deuda, pues el pueblo cada vez tendrá nuevas
demandas pendientes. Los
electores no votan para atrás sino hacia adelante: no sufragan por lo que ya se resolvió,
sino fiándole cierta confianza temporal a quien se compromete a solucionar lo
que falte. Quien recibe ese voto asume el deber de honrar este compromiso para
seguir mereciendo esa confianza.
Aun así, dicho compromiso no concluye al
entregar soluciones, sino al darles sentido perdurable. Su adecuada
interpretación, uso y mantenimiento deben reproducirse más allá de la entrega. Cosa que
también requiere promover la conciencia y organización que aseguren el buen
aprovechamiento y preservación de lo recibido. La entrega solo culmina cuando
sus beneficiarios se asuman como sus responsables y defensores. Esa conciencia
y organización participativa ‑‑y no una vasalla gratitud‑‑ es lo que da
significado político a los beneficios entregados.
Uno se hace revolucionario porque se indigna
frente a una realidad injusta y decide contribuir a cambiarla. Por
consiguiente, la integridad ética es la principal exigencia de la condición de
revolucionario. Aun más que la astucia o la habilidad de maniobra, que algunas
veces también han servido para encubrir al oportunismo o la pérdida de
integridad moral y credibilidad ciudadana.
El proyecto revolucionario es estratégico, no
coyuntural. En este sentido, en ocasiones más vale perder solos que ganar mal
acompañados, si con esto robustecemos la identidad, el ascendiente político y
el liderazgo sociocultural que deben diferenciar a la opción revolucionaria.
Por lo tanto, transcurrida la pasada marea
progresista, la experiencia de esos tres lustros de logros y errores ahora
ofrece un acervo continental de extraordinario valor, que ya toca revisar con
autocrítica responsabilidad. Y lo que da sentido a examínar este caudal es
obtener las conclusiones requeridas para erradicar las deficiencias y potenciar
los aciertos de esa experiencia, a fin de garantizarle mejor armazón ética,
cultura política, organización popular y eficacia a nuestras prácticas, y
concretarlas en el liderazgo de la venidera ofensiva popular.
Ahora, mientras los loros bizantinos olvidan
los procesos de emancipación nacional y popular, y especulan sobre “ciclos”,
progresismos, reformas o revoluciones, otra ola protestas sociales ha empezado
a rodar. Las barbaridades de Macri y similares vuelven a exhibir los abusos,
incompetencias y fracaso de las viejas o “nuevas” derechas como alternativa.
Como señala Joao Pedro Stedile, aunque
Bolsonaro use todo el tiempo toda la represión y el amedrentamiento, y libere todas
las fuerzas reaccionarias presentes en la sociedad, para dar toda la libertad
al capital con un programa neoliberal, esa opción es inviable, no da cohesión
social y no resuelve los problemas concretos de la población. Eso ,
continúa Stedile, aunque complazca a los bancos agrava las contradicciones y
genera un caos social que lleva a los movimientos sociales a retomar la
ofensiva.2
Los despropósitos neoliberales causan inconformidades
populares que, a su vez, demandan liderazgos y proyectos confiables La sólida
votación obtenida por Gustavo Petro,
las expectativas que ya levantan frentes como Brasil Popular y Pueblo Sin Miedo
y una izquierda reencauzada, así como la aplastante victoria electoral de López
Obrador, están entre sus nuevas manifestaciones palpables.
Al propio tiempo, por su lado, en Washington
DC los dislates de un paquidermo arrogante evidencian que el sistema de
dominación imperial sigue perdiendo capacidad para proveerse de visión,
eficacia y liderazgo estratégicos.
Así pues, de
nueva cuenta la mesa de las
condiciones objetivas suficientes para comenzar otra ofensiva progresista está servida. Una
ofensiva que no solo es de segunda generación sino distinta, mejor dotada de
experiencias, ideas y expectativas. Con lo cual el asunto ya no radica en si
los procesos progresistas, de liberación nacional o con vocación socialista han
amainado o concluyeron, sino en cómo corresponde liderar sus próximas aspiraciones, para que
en las nuevas circunstancias su acometida sea más abarcadora y asuma objetivos
sostenibles de mayor alcance.
¿Cuánto hemos aprendido de nuestra anterior
experiencia? ¿Cómo actualizar, compartir e instrumentar sus lecciones en las
actuales condiciones? La pasada ofensiva brotó en unas condiciones
socioculturales que las izquierdas afrontaron no solo fragmentadas, sino
también sin aun sin madurar una comprensión de la crisis del modelo soviético,
ni de sus puntales políticos e ideológicos, como tampoco del cambio de las
circunstancias internacionales, ni de las opciones que estas podrán deparar.
En aquella coyuntura fue posible captar el voto, más que la
adhesión, de unos pueblos exasperados pero aún cohibidos por la sombra de la
hegemonía imperial y recientes dictaduras. Y por eso culturalmente inhibidos de
aspirar a mayores expectativas, aún percibidas como riesgosas. En tales
condiciones, ese crédito electoral posibilitaba acceder al gobierno, no al
poder.3
En contraste hoy, en vísperas de otra ofensiva progresista, toca
asumir dos misiones previas ante una situación que ya no es la misma. Por una parte,
colaborar con amplia parte del pueblo ‑‑con la diversidad de sus comunidades
concretas‑‑ para superar rezagos político‑culturales y organizativos, tanto en
el sector laboral como en sus asentamientos locales. Por otra, ofrecer nuestras
propuestas como parte del esfuerzo para superar la fragmentación conceptual y
política de las izquierdas. Es decir, promoviendo vías de diálogo y cooperación
para juntar fuerzas y hacerle camino a nuevas posibilidades, no solo
proponiéndose ir más lejos, sino articulando las fuerzas necesarias para
lograrlo.4
Es malsano ignorar la pluralidad que dinamiza
a cada pueblo y clase social embrollando el concepto de unidad con el de su
acepción monolítica. Como asimismo equiparar a los sujetos políticos y sus vanguardias
con escuadrones militares, extrapolando una metáfora didáctica de tiempos de la
guerra civil en Rusia. Es indispensable apreciar las diversidades, una vez que
la unidad es un proceso que se construye entre diferentes, puesto que sin
diferencias no haría falta construirla.
Mientras se deja alargar discrepancias, las
contraposiciones resaltan sobre todo lo que haya en común. Sin embargo, entre
corrientes de izquierda y progresistas la mayoría de las veces será más ‑‑y de
mayor rango estratégico‑‑ lo que ellas comparten, aunque se deje de reconocer.
Esto remarca lo acertado de la propuesta de empezar por poner sobre la mesa los
respectivos proyectos y hallar en qué campos coinciden (con lo cual no pocos
prejuicios irán descartándose).
No es necesario lograr unidad en cada uno de
los aspectos conceptuales y propuestas, sino allí donde ya es posible coordinar
colaboraciones. Como proceso que es, la unidad se construye haciendo camino al andar, pues
al propiciar acercamientos donde ya cabe cooperar, se amplían las posibilidades
de coincidir en otras áreas y perspectivas. La fertilidad de la estrategia frenteamplista consiste en que se empieza por lo
mínimo esencial y las convergencias crecen en tanto se lucha en común por
objetivos que lo ameriten, sin que las diferencias obstruyan la marcha. Lo que asimismo
es prueba de buena fe.
Para abrir camino
En tiempos en que prevalecía el marxismo
dogmático, una de las primeras lecciones de Fidel Castro y la Revolución cubana
fue sobre la efectividad de la acción y la experiencia conjuntas como medio
para producir organización y pensamiento compartidos. El Movimiento que salió a
la luz el 26 de Julio de 1953 se inició tras convocar a jóvenes honestos y
patrióticos ‑‑martianos‑‑ con base en una condición, sin detenerse a
discriminar su pluralidad de ideas políticas y orígenes sociales. La condición
moral mínima de estar dispuestos a tomar las armas contra la dictadura para
erradicar la política corrupta, hacer efectiva la independencia nacional y
erigir una democracia socialmente comprometida. Propuesta que poco después
sería argumentada en La
historia me absolverá, un proyecto de liberación y desarrollo nacionales.
Desde esa condición inicial, combatir juntos y compartir las vicisitudes
populares sustentó la formación ideológica de esos jóvenes y de la mayor parte
del pueblo cubano, más que cualquier catecismo doctrinario.
Doctos analistas hoy calificarían ese proyecto
de reformista, desarrollista, socialdemócrata o progresista, dictaminando que
no pasa de proponer un adecentamiento del capitalismo, no una propuesta
revolucionaria. Pero en su condición de proyecto de liberación nacional, ese
del Moncada se fundó en poderosas convicciones patrióticas y de solidaridad
social, y tuvo gran capacidad de convocatoria no solo por sus argumentos sino
por el ejemplo cívico de sus militantes. Proyecto que, a partir de 1959,
avivado por su rápida ejecución y por el hostigamiento norteamericano, en
vísperas de Playa Girón hizo posible darle piso popular efectivo a la vocación
socialista emanada de su matriz nacional‑liberadora y desarrollista.
Esa experiencia debe recordarse ante los encabezados con que
algunos hoy pontifican sobre el progresismo latinoamericano. Califican este
fenómeno latinoamericano y actual apelando a clichés estáticos y excluyentes
como los de reforma o
revolución, o de intención anti
neoliberal o anti capitalista, que reducen
el análisis a las taxonomías con que la lógica formal disecciona un objeto aislado y estático. Y así eluden la
fatiga de discernir e interpretar la red de contradicciones con que la lógica
dialéctica opone y asocia una diversidad de factores, en el trabajo de
comprender y explicar un
proceso.5
En la actual situación de las naciones latinoamericanas y su
contexto continental y global, somos parte activa de una transición histórica
distinta de la confrontada en 1962 cuando la II Declaración de
La Habana, o durante la retracción, crisis y derrumbe del modelo soviético, y
bajo la ofensiva neoconservadora y el apogeo del neoliberalismo, o en medio de
la primera oleada progresista iniciada por Hugo Chávez. No pocas veces, los
esquemas o clichés verbales que en uno o más de esos períodos parecieron útiles
para entenderlo no son apropiados para comprender las potencialidades de otro.
En situaciones tan modificadas, los anteriores modos de concebir y alcanzar las
metas deseadas pueden dejado de ser eficaces, y tocará calificarlos con otros
adjetivos.
Para abrirle camino al otro futuro posible,
durante esta transición no solo es deseable y necesario ir más allá que en la
anterior oportunidad, sino indispensable articular y formar las fuerzas
requeridas para emprender camino, ampliarlo y sostenerlo. En la inminencia de
esta nueva marea de inquietudes populares, urge capacitar esas legiones, al
tiempo que luchar para revertir la contraofensiva de la derecha y discutir qué
objetivos proponernos al recuperar iniciativa, y cómo avanzar a corto y mediano
plazos en esa dirección, con los destacamentos sociales que efectivamente lo
pueden hacer posible.
Son estas fuerzas reales quienes determinarán cuánto y hasta
adónde se puede hacer y sostener en la práctica política, no los juegos de
palabras más sutiles, ni menos una campaña de caza y lapidación de presuntos
reformistas. Las indignaciones organizadas de la gente atizan el acontecer
mejor que las exhibiciones verbales, donde algunos articulistas malgastan sus
pericias intercambiando sentencias y entierros políticos en vez de aportar
ideas que resuelvan problemas y despejen caminos.
Porque si de fuerzas se trata, hay que
formarlas. Por lo pronto, tal como Frei Betto resume la actual perspectiva,
antes de que se haga tarde “solo le queda a la izquierda volver al trabajo de
base, organizar a las clases populares, promover la alfabetización política del
pueblo”6.
Notas:
1[1]. Ver, por ejemplo, ¿Quién es la “nueva” derecha?,
en Alai del 14-4-2009; Una
coyuntura liberadora… ¿y después?, en Rebelión del 23-7-2009; Una liberación por completar,
en Alai del 17-8-2009; La
brecha por llenar, premio del concurso Pensar
a contracorriente, La Habana, febrero de 2010; El reto de las izquierdas
latinoamericanas, en Rebelión del 27-4-2012; ¿Por qué y para qué son
progresistas estos gobiernos?, en Rebelión del 20-7-2012; Las disyuntivas progresistas y la
contraofensiva de las derechas, en Rebelión 1-12-2014; La contraofensiva de
las élites dominantes, en Alai del 2-12-2013; La
contraofensiva de las derechas y las opciones de las izquierdas, en
Rebelión del 5-11-2014; Combatir
errores y sumar nuevas fuerzas, en Alai del 24-10-2016 yConvertir
indignación social en militancia política, en Alai del 14-11-2016.
2[1]. Ver Joao Pedro Stedile, “Tenemos que
retomar el trabajo de bases”, Brasil de Fato, 30 de octubre de 2018.
3[1]. Una parte de las izquierdas así entró al
Órgano Ejecutivo, al elegir Presidente sin ganar la mayoría en los comicios
parlamentarios, estaduales y municipales, ni influencia en el Órgano Judicial,
tal como unos 30 años antes ocurriera con Salvador Allende y la Unidad Popular.
4[1]. Entre las izquierdas todavía pesa una
mala forma de discutir, en la que el debate no busca desarrollar ideas sino
descalificar al contrincante. Hace falta diferenciar tiempos y objetivos. Marx
contra Proudhon, Engels ante Dühring o Lenin frente a Kautsky respondieron otra
circunstancia: la de tres
polemistas geniales en el momento de zanjar puntos críticos de una decisión
estratégica. Su ejemplo no vale para dirimir controversias tácticas, ni mucho
menos para suplir la falta de mayores argumentos. Lamentablemente, desde el
siglo XIX ‑‑y en particular en períodos de descomposición política como el
estalinismo, el maoísmo y sus secuelas‑‑ no faltan publicistas más dados a
denigrar a posibles interlocutores que a generar conocimiento y propiciar
cooperaciones.
5[1]. Al fin y al cabo, reforma y revolución
no son dos puntas incompatibles de una disyuntiva estática sino polos de una
interrelación dialéctica, así como la lucha contra el capitalismo comienza por
derrotar a su extremo neoliberal.
6[1]. Ver Sergio Ferrari, entrevista Frei
Betto: Volver al trabajo de base, promover la alfabetización política del
pueblo, en Sur y Sur, del 22 de agosto de 2018.
Fuente: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=248589
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