América Latina
en el
cambio de época:
¿normalizar
el estado
de excepción?
23 de marzo de 2018
Por Emiliano Teran
Mantovani (Rebelión)
A Marielle Franco, Sabino Romero, Berta Cáceres, Santiago
Maldonado, Macarena Valdés, Yolanda Maturana. A todas y todos los que nos
arrebataron, los que murieron por la vida
Panoramas inciertos y cambio de época en
América Latina
Tiempos complejos y difíciles se viven para América Latina en la
actualidad, de reflujo para las izquierdas y los progresismos, y de
intensificación de las múltiples contradicciones sociales, políticas,
económicas y geopolíticas que caracterizan la región. A estas alturas, antes que seguir preguntándonos si
se ha cerrado un ciclo, parece más pertinente y estratégico tratar de revelar
cuáles son las formas generales que pueden tener los nuevos tiempos que se
están configurando.
Las cosas, en efecto, ya han cambiado. Las
nuevas condiciones materiales que se han desarrollado en los últimos tres
lustros –agudización de las
crisis urbanas, avances de la frontera extractiva, crecimiento absoluto de los
metabolismos sociales, sistemas sociales más complejos y emergencia de nuevos
grupos de poder, vigorización de las economías informales, crecimiento y
sofisticación de grupos delincuenciales urbanos y rurales, avance geopolítico
de China y Rusia en la región, entre otros factores–, apuntan al potencial
crecimiento de conflictos, revueltas sociales e intensas disputas territoriales
por los bienes comunes y los territorios.
Los mecanismos de construcción de consenso social por medio de la
distribución masiva de las rentas del extractivismo, que caracterizó en muy
buena medida a los gobiernos progresistas y en general a este ciclo político
regional determinado por el boom de las commodities, han sido afectados de
manera importante (aunque de forma diferenciada dependiendo el país). Esto ha
sido así por los efectos de corto y mediano plazo que provocó el período de recesión
económica detonado desde la crisis mundial 2008-2009, pasando por el derrumbe
de los precios internacionales de las materias primas iniciado en 2014 hasta la
actualidad.
Esto tiene importantes
implicaciones políticas, que no pueden ser sólo evaluadas en el corto plazo,
ante una ‘recuperación’ económica regional en 2017: el atornillamiento y la
profundización de la dependencia a los sectores primarios, los altos niveles de
endeudamiento externo público y privado, y los límites estructurales en la capacidad
de respuesta de las economías de la región, entre otros factores, minan las bases económicas que han permitido un tipo
de gobernabilidades “inclusivas” que, en diversos grados, se expresaron en el
ciclo progresista.
Ante esto, parece redimensionarse y cobrar aún
mayor relevancia el rol de la violencia como mecanismo de poder estatal y
para-estatal, y de intermediación en las disputas económicas y ecológicas
en la región.
En el horizonte se
vislumbran al menos dos factores determinantes en el desarrollo de este cambio
de época:
·
Por un
lado, los ingredientes para una nueva crisis global, con iguales o mayores
dimensiones de la desencadenada diez años atrás, persisten. Destacan las
tendencias al ‘estancamiento secular’ de la economía mundial (FMI dixit ) , la
incertidumbre sobre la economía china, el fin de los estímulos monetarios de la Reserva Federal de
los Estados Unidos ( ‘quantitative easing’ o QE ) o la ya cada vez más
anunciada burbuja global de los precios de los activos –¿la madre de todas las
burbujas?
Estos elementos, como ha ocurrido en otros procesos históricos en América Latina, pueden operar como detonantes de nuevos ciclos de crisis.
Estos elementos, como ha ocurrido en otros procesos históricos en América Latina, pueden operar como detonantes de nuevos ciclos de crisis.
·
Por otro
lado, y en consonancia con esta situación global, América Latina está siendo
atravesada con mayor profundidad por la confrontación internacional entre los
Estados Unidos (y sus aliados) y China y Rusia (y sus aliados), resaltando la
aceleración de la lógica belicista y militarista del Gobierno norteamericano,
con su explícita idea de “ Preservar la paz mediante el uso de la fuerza ” ( PILLAR III Preserve Peace Through
Strength [1] ) y su persistente y progresivo
re-posicionamiento militar en la región (directo o indirecto), con especial
foco en Venezuela.
El fin de ciclo se estructura desde arriba
como contención: ¿el estado de excepción como norma?
El conjunto de factores descritos parecen
apuntar a una temporalidad en la región donde se van instalando y consolidando
el escenario y las lógicas de una situación
extraordinaria o de emergencia, que
sirven de pilares a la normalización y permanencia de regímenes de excepción. Esto
amerita evaluarlo con mucho cuidado en la medida en la que proliferan normativas de emergencia y nuevas
doctrinas de seguridad nacional, donde prevalecen los criterios de eficiencia
política en detrimento del estado formal de derechos sociales consagrados.
A su vez, toman un nuevo
auge las narrativas beligerantes en las cuales resalta la tipificación de
amenazas y el ‘enemigo público’ a combatir, lo que da carta blanca a las
fuerzas militares y cuerpos de seguridad para actuar con “mano dura” y
celeridad, a penetrar todo tejido social e institucional para enfrentar estos
“desafíos” a los “intereses de la nación”. Todo
esto va poniendo en suspenso las ya subordinadas, frágiles y agredidas
‘democracias’ latinoamericanas.
Pero es necesario insistir que no se trata únicamente de la
reformulación de políticas impulsadas por viejos gobiernos de derecha u otros
recién instalados, luego del desplazamiento de gobiernos progresistas. Estas dinámicas de excepcionalidad
y beligerancia atraviesan tanto a conservadores como a progresistas. En
cada caso varía, ciertamente. Sin embargo, antes que evaluar estos procesos
sólo como propios de los gobiernos conservadores, es necesario resaltar cómo
también van permeando y determinando de manera creciente la política de los
progresismos, cómo inciden significativamente en sus regímenes de
gobernabilidad, y por tanto, en el perfil del cambio de época que se configura
desde arriba. En cualquiera de los casos, prevalece la razón de Estado, la conservación
del poder y la búsqueda de viabilidad política para ejecutar las
reestructuraciones y flexibilizaciones económicas que están en desarrollo en
esta nueva fase del extractivismo en América Latina.
En Argentina, en el contexto de la declaración de
la Emergencia en Seguridad Pública a partir de 2016, la ministra de seguridad,
Patricia Bullrich, anuncia una "nueva doctrina" del ejercicio de la
autoridad en la cual “el Estado es el que realiza las acciones para impedir el
delito" [2] . Mediante una modificación al Código
Penal se buscaría darle más garantías a la policía –pues "sólo" se
les permite disparar en legítima defensa − y otorgarle funciones de seguridad
interior al sector militar.
En Brasil, tras el reciente decreto de
militarización de Río de Janeiro –medida tomada ante la ‘emergencia’ para
‘combatir el crimen organizado en la ciudad’−, el gobierno de facto de Michel
Temer declaró que este plan servirá como un "laboratorio" para todo
el país, por lo que no descartó que las fuerzas armadas sean desplegadas en
otras regiones [3].
En Venezuela, en medio de la situación de alta
conflictividad política y geopolítica, y de colapso económico, se ha impulsado
una creciente militarización de todos los ámbitos de la vida y la instauración,
de hecho y de derecho, de un estado de excepción en el país. El mismo se ha
convertido en condición permanente dada su ejecución por medio de decretos
oficiales emitidos desde enero de 2016 – declarando el “ estado de excepción y
emergencia económica en todo el territorio nacional ”– , los cuales son
prorrogados continuamente hasta nuestros días. El Decreto N° 2.849 del 13 de mayo de 2017 [4] indica que podrán
ser restringidas las garantías para el ejercicio de los derechos consagrados en
la Constitución, con algunas salvedades.
En Colombia, donde el estado de excepción
constituye un instrumento ordinario de la política gubernamental y de las
estructuras jurídicas desde hace ya varias décadas, el escenario post-acuerdo
(desde noviembre de 2016) no supone la interrupción del proceso de militarización
imperante, la asistencia militar por parte de los EEUU, ni la intensa represión social y desaparición de activistas que
está en desarrollo en el país [5] .
El caso mexicano es también conocido, en el
cual se instaura de facto un régimen de excepcionalidad desde la declaración de
“Guerra contra el narcotráfico” en el gobierno de Felipe Calderón (2006-2012) –
que ha dejado miles y miles de muertos − hasta la reciente promulgación de la controvertida Ley
de Seguridad Interior (diciembre de 2017) en el gobierno de Enrique Peña Nieto,
que ordena la intervención de las Fuerzas Armadas cuando se identifiquen
amenazas a la seguridad interna.
En Honduras, país que refleja de manera
dramática estas lógicas imperantes en Centroamérica, se va desarrollando un
incremento de la militarización desde el Golpe de Estado ejecutado en 2009
contra el presidente Manuel Zelaya, lo cual se va intensificando a partir de
2012-2013 (durante la presidencia de Porfirio Lobo) con la ampliación de
funciones que el Ejército cumple en relación al control de la seguridad
ciudadana y la creación de laPolicía Militar de Orden Público (2013) [6] .
A raíz de las intensas protestas sociales que se produjeron ante las irregulares y dudosas [7] elecciones
presidenciales de
diciembre de 2017, que dieran como ganador a Juan Orlando Hernández (JOH), se
declaraba el estado de excepción y la suspensión de varias garantías
constitucionales en 18 departamentos del país, lo que en definitiva dejó más
de una veintena de muertos, adjudicados por ONU a una fuerza excesiva y letal por parte
de los cuerpos de seguridad de Honduras , en particular de la
policía militar [8] . Cabe añadir que JOH declaró que América Latina debe prepararse y “adelantarse” ante
posibles atentados terroristas [9] , lo que va en consonancia con la
progresiva reinstauración de las doctrinas de seguridad nacional en esta
sub-región.
Una semana después de iniciada la presidencia
de Horacio Cartes en Paraguay (agosto de 2013), se procedió a la reforma de la
Ley 1337/99 de Defensa Nacional y de Seguridad Interna, lo cual otorgaba al presidente vía decreto, sin acuerdo del
Parlamento y por el tiempo que éste considerase conveniente, la facultad de
militarizar zonas enteras del país con el objetivo de
“enfrentar cualquier forma de agresión externa e interna que ponga en peligro
la soberanía, la independencia y la integridad territorial” [10] .
La medida hacía alusión al combate de grupos armados, como el denominado
Ejército del Pueblo Paraguayo (EPP), a quienes se le atribuyese el asesinato de
cinco personas en Tacuatí, ese mismo mes de agosto. Las órdenes de
militarización se asignaron a los departamentos de Concepción, San Pedro y
Amambay, destacando el rol de la
“ Fuerza de Tarea Conjunta ” (FTC), unidad especial asignada para
estos fines, principalmente en el norte del país.
La configuración de regímenes de excepción no
debe ser interpretada únicamente como un proceso centralizado, homogéneo y
estable. Se trata también de la combinación de zonas de “paz” y de consumo, y algunas
políticas de asistencia social, con lo que podríamos entender como estados de
excepción selectivos, que se van estableciendo local e incluso flexiblemente,
dependiendo de diversos factores coyunturales y de los diferentes focos de
resistencia y movilización social que puedan provocar los acontecimientos. Conviene destacar a
su vez, que el desencadenamiento de nuevos sucesos entendidos como
“perturbaciones”, pueden ser utilizados como la “evidencia” o “confirmación” de
la existencia de una amenaza a la seguridad nacional, lo cual sirve para
establecer, consolidar, reforzar e incluso radicalizar estas tendencias
generales de excepcionalidad.
En estas claves pueden ser evaluados, por ejemplo, el decreto de
estado de excepción que el presidente de Ecuador, Lenin Moreno, estableció a
fines de enero de 2018 en San Lorenzo y Eloy Alfaro, provincia de Esmeraldas
(frontera con Colombia), a raíz del atentado con un carro bomba ocurrido frente
a una estación de la Policía, lo que fue calificado por Moreno como un ataque “terrorista” atribuido
al narcotráfico [11] . Del mismo modo, durante dos meses se
estableció el estado excepción en la provincia amazónica Morona Santiago, a
raíz del levantamiento de la comunidad indígena shuar contra las
actividades mineras en su territorios a mediados de diciembre
de 2016[12] (gobierno de Rafael
Correa), mientras que el ministro del Interior, César Navas, indicaba que la
presencia militar se mantendría en la zona atenta ante cualquier eventualidad;
o bien, similar decreto en el cantón Zaruma (provincia fronteriza de El Oro) en
septiembre de 2017, gravemente afectada por la minería ilegal [13] .
Destacan también varias declaraciones de
estado de emergencia en Perú, las cuales se van volviendo permanentes y
normalizándose en ciertas localidades andinas, como ocurrió en los distritos de Chalhuahuacho, Haquira y
Mara (Apurimac) y Capacmarca (Cuzco),
donde, a raíz de protestas contra las empresas mineras [14] ,
se suspendían varios derechos constitucionales y se autorizaba a la Policía Nacional
a mantener el control del orden interno con el apoyo de las Fuerzas Armadas. A
su vez, en septiembre de 2016 se decretaba el estado de excepción en tres
distritos de Huancavelica, Ayacucho y Cuzco, con el objetivo de combatir a los “remanentes terroristas”
y los cárteles del narcotráfico en la zona [15].
Otros ejemplos de formas selectivas de
regímenes de excepción pueden situarse con la militarización de los territorios
ancestrales del pueblo mapuche (Wall Mapu), en poder de grandes empresas extractivas forestales,
latifundistas y capital transnacional, con el consiguiente crecimiento de la
criminalización de las movilizaciones indígenas. Del mismo modo, cabe evaluar
la evolución de las lógicas de militarización urbana ante una potencial
proliferación de saqueos y estallidos sociales – como los ocurridos en enero de 2017 en México,
a fines de febrero de 2018 en Bogotá y otras ciudades de los departamentos de
Cundinamarca, Tolima, Boyacá y Quindío (Colombia), y en Colón, en marzo 2018
(Panamá) .
Por último, pero no menos importante, el rol de los desastres
ambientales en la instauración, consolidación y/o radicalización de los estados
excepción en la región puede ser significativo, si tomamos en cuenta el
incremento de su incidencia ante la crisis ambiental global. Esto ha ocurrido
de formas parciales en varios países –por ejemplo, con l a explosión del volcán
Cotopaxi en agosto 2015, que implicó declaración de estado de excepción a nivel nacional
y la orden de movilización de todas las fuerzas armadas en el Ecuador [16] −,
aunque un caso emblemático es el de Puerto Rico, donde se reimpulsa y busca
normalizarse el estado de excepción instalado desde la crisis de la deuda de 2006, a raíz de las
devastadoras consecuencias del paso del huracán María por la isla, en
septiembre de 2017.
En el contexto traumático de este desastre , uno de los mecanismos para normalizar
el régimen de excepción ha sido la firma a mediados de diciembre de 2017 de la “Ley del Nuevo Gobierno de
Puerto Rico”, que le otorga los poderes necesarios al gobernador y a la
Autoridad de Asesoría Financiera y Agencia Fiscal (AAFAF) para reorganizar el conjunto de
instituciones y dispositivos de las instituciones estatales e impulsar medidas
de reestructuración económica, mediante orden ejecutiva emitida conforme a las
disposiciones de la Ley, por un período de 10 años [17] .
Estos procesos no deben ser
leídos únicamente en clave nacional-estatal, en la medida en la que pueden
operar en articulación con la política exterior de las potencias en disputa en la región, principalmente de los Estados
Unidos, que instala nuevas bases militares o “task forces” en diversos
países (especialmente en Perú, Paraguay, Colombia y Argentina) o impulsa
maniobras conjuntas de fuerzas militares (como las operaciones militares que
desarrolló con Brasil, Colombia y Perú en la frontera amazónica de estos tres
países en noviembre de 2017).
El juego sigue abierto: ¿un nuevo ciclo de
luchas en tiempos de beligerancia?
Estas dinámicas descritas no
son en ningún sentido lineales, irresistibles y homogéneas. Si bien revelan la
conformación y el avance progresivo de figuras y marcos formales de
excepcionalidad ‘desde arriba’, estas no sólo aparecen como decretos, sino
también como dispositivos biopolíticos que buscan penetrar los tejidos
socio-territoriales, la vida cotidiana de los latinoamericanos, por medio de
lógicas militar/policiales de control, sitio, vigilancia y represión social. Se
articulan también con estrategias de lo contingente, de lo informal y persiguen
adaptarse a las variadas condiciones territoriales existentes. Pero esto
también se debe a la volatilidad y complejidad del escenario. Al hecho de que
todo esto sigue siendo un juego abierto, inestable, en ciertas formas
regionalizado y en disputa.
El cambio de época en América Latina también expresa que estamos
ante una nueva correlación de fuerzas, no sólo determinada por el
reposicionamiento de sectores y corrientes conservadoras, la emergencia de
nuevos actores y subjetividades, el agotamiento de ciertos horizontes y modos
de hacer política, o por la intensificación de las tensiones geopolíticas; sino
también por lo que los actores en disputa están dispuestos a hacer y poner en
juego para lograr sus objetivos. Son tiempos de altos riesgos y peligros.
En estos escenarios, el
fin de ciclo no necesariamente supone una era “post-progresista”, sencillamente
porque los progresismos, como un modo de hacer política, no van a desaparecer,
del mismo modo en que el ciclo progresista nunca fue un período
“post-neoliberal”. Aunque el progresismo ya no es el gran rasgo de peso en la
región, seguirá teniendo presencia en la disputa política latinoamericana.
Pero ante esta situación no se trata,
nuevamente, aumentar la colección de gobiernos de centro-izquierda, o crear
mayor presencia de nominaciones y discursos progresistas. Vale las preguntas, ¿qué es y será el progresismo en este cambio de
época? ¿Será exactamente el mismo de 10-15 años atrás? ¿Cómo serviría este
progresismo al conjunto de luchas que desde abajo intenta impulsar
re-existencias y alternativas a los modelos imperantes? En este sentido, es
necesario evaluar:
· Por un lado, cuáles son
las posibilidades de concreción de sus objetivos de posicionamiento político y
de realmente impulsar una agenda “progresista”, en esta particular correlación
de fuerzas actual.
·
Por otro
lado y por consiguiente, de ser exitosos, ¿cómo
ensamblarían sus modos de gobernabilidad y sus patrones de acumulación
extractivistas ante las duras dinámicas de crisis económica y beligerancia
global? ¿Prevalecerían y se intensificarían los pragmatismos, las
lógicas de seguridad y orden interno, los mecanismos de cooperación con sus
aliados geopolíticos en esta especie de Guerra Fría que vivimos a escala global?
Es en estas claves que
creemos que también deben ser interpretadas las mutaciones y giros políticos de
Lenin Moreno en Ecuador, el probable fraude electoral en Honduras en diciembre
de 2017, la forma que va tomando el Gobierno Bolivariano en Venezuela, el
posible encarcelamiento de Luiz Inácio “Lula” da Silva en Brasil, o los
condicionamientos a las posibilidades de éxito electoral e incluso
gubernamental de Gustavo Petro en
Colombia y Andrés Manuel López Obrador en México.
Todo esto deja abiertas
múltiples interrogantes vitales: ¿cuál es la agenda de las izquierdas, o si
se quiere, de los diversos movimientos contra-hegemónicos, ante estos tiempos
de reflujo, pragmatismo, securitización, sobrevivencia política de los
gobiernos y reestructuraciones económicas en la región? A fin de cuentas,
¿quiénes son los principales afectados por las lógicas de excepción y
“seguridad nacional” que van avanzando en la región, sean de cuño conservador o
progresista? ¿Cuál es la postura ética de la izquierda ante esto, o incluso,
qué significa ser de izquierda en estos tiempos de beligerancia? ¿Cuál sería el
programa contestatario ante esta coyuntura? ¿O es que se afirma que ya no es
posible un programa tal?
El agotamiento del “ciclo progresista”, no representa el final de
una historia de luchas, sino la continuación de la misma bajo nuevas
condiciones. Muy duras, probablemente. Pero precisamente la intensificación de
las contradicciones que constituyen esta vibrante y muy activa región del
mundo, abre al mismo tiempo las posibilidades para la masividad de un nuevo ciclo de luchas, posiblemente con nuevas
modalidades, narrativas y formatos que, en su emergencia, discutan críticamente
con la ya tradicional propuesta impulsada por los progresismos.
Pero lo fundamental es no olvidar que el estado
de la correlación de fuerzas estará siempre determinado y atravesado por las
luchas desde abajo que, dependiendo de la impronta y masividad de
las mismas, puede mejorar las condiciones de disputa, la gestión común de la
vida, las posibilidades de transformación social, e incluso incidir en la
composición política del Estado en un período determinado.
Ante el caos, la guerra y
la excepcionalidad, el principio es la comunidad, la comunalidad, la
resiliencia, la reproducción de la vida y la defensa territorial. Múltiples
experiencias siguen ofreciendo horizontes de actuación, de referencia: la Guardia Indígena del Cauca (Colombia),
las fogatas y las guardias comunitarias en Cherán y los caracoles zapatistas
(México), las Oficinas de Seguridad de los indígenas yekwana en el río Caura,
la experiencia de la
comuna El Maizal y los campamentos de pioneros (Venezuela),
las Rondas Campesinas de Cajamarca (Perú), las resistencias contra la minería
por parte de la comunidad de Intag (Ecuador), y un largo etcétera. Todas son
semillas de transformación social; son referentes y planes piloto ante los
tiempos de confusión y caos que crecen.
Tiempos duros se visualizan en el horizonte.
Sí. Pero si hay un tiempo para incidir en el curso de los próximos
acontecimientos, es éste.
Caracas, marzo de 2018
*Emiliano Teran Mantovani
es sociólogo de la UCV, ecologista político y master en Economía Ecológica por
Notas (...)
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