Las dificultades para
la producción de sentidos rebeldes en los tiempos del MAS
Bolivia y la necesidad
de
una agenda política
desde abajo
16 de abril de 2018
Por
Huascar Salazar Lohman (Rebelión)
A 18 años de la Guerra del Agua –aquel momento histórico que
inauguró los tiempos de la
Bolivia Rebelde , de las grandes movilizaciones populares que
cimbraron el orden neoliberal–, y después de 12 años de gobierno del Movimiento
al Socialismo (MAS) –en los que se restituyó un nuevo orden dominante–, en
Bolivia nos está costando rearticular luchas fértiles y actualizar perspectivas
útiles que nos permitan ver más allá del tan limitado, pobre y sórdido campo
político en el que se contrapone el gobierno y las élites racistas de este país.
Como ya es una constatación, el flamante
Estado Plurinacional restauró el rol que asume como mediador del capital,
continuador –ahora con el camino mucho más libre– de un agresivo modelo
económico primario exportador. Para lo cual re-articuló a viejas y nuevas
clases dominantes en torno suyo –incluido lo más rancio: la oligarquía
terrateniente-agroindustrial del oriente–. Sin embargo, a diferencia del
neoliberalismo, este gobierno logró dicho cometido al asumir tendencialmente
una función parasitaria, que se fue nutriendo de la fuerza, discurso,
experiencia y capacidad política de las luchas que las organizaciones sociales
–urbanas y rurales– construyeron durante años en la búsqueda de sus propios y
múltiples horizontes de transformación; y lo hizo reactualizando formas
brutales de misoginia, represión y tutela.
Entre noviembre de 2017 y enero de 2018,
Bolivia se sumergió en un momento particularmente complejo. El 28 de noviembre
el Tribunal Constitucional Plurinacional, controlado por el oficialismo, habilitó
a Evo Morales para una tercera reelección –por medio de un artificioso recurso
jurídico que argumenta que la Constitución Política del Estado violenta los
derechos políticos del presidente al no permitir que vuelva a presentarse a una
nueva elección presidencial–, desconociendo con ello los resultados del
Referendo vinculante del 21 de febrero de 2016 –promovido por el mismo
gobierno– en el que ganó la opción del No a la modificación de la carta magna
para permitir dicha re-elección. Unos días después, el 3 de diciembre, la
indignación frente a dicha habilitación se expresó en las elecciones
judiciales, imponiéndose a nivel nacional el voto nulo y blanco frente al voto
válido, con porcentajes superiores al 60%.
En este contexto también se objetó la promulgación
del nuevo Código Penal impulsado por el ejecutivo. Diversos sectores
consideraron esta normativa como atentatoria a algunos intereses civiles y
gremiales, desde la tipificación de nuevos crímenes –por ejemplo, en la
práctica de algunas profesiones como la medicina o el derecho–, hasta la
posibilidad de un ejercicio discrecional –no mediado por la justicia– de los
aparatos represivos del Estado en ciertos casos que previamente debían pasar
por filtros jurídicos; pasando por el incremento promedio de las penas para la
sociedad civil y disminuyendo las condenas para los crímenes cometidos por
funcionarios públicos, además de una clara intención de criminalizar la
protesta social. Y si bien también era posible encontrar artículos considerados
“progresistas” respecto al Código Penal precedente –como los relacionados con
la despenalización parcial del aborto–, lo cierto es que frente a la tendencia
cada vez más autoritaria del gobierno y al desconocimiento por parte de éste de
la CPE, el cuestionamiento al código penal pasó de un debate técnico a una
impugnación política en la que ya no importó tanto el contenido mismo del
código sino la indignación de la sociedad civil que se expresó en la consigna:
“abrogación completa del código penal”, lo que finalmente sucedió a finales de
enero.
Ahora bien, la victoria del voto nulo y blanco
en las elecciones judiciales y la abrogación del nuevo código penal como
resultado de un país movilizado –expresando una legítima indignación por la
manera en que el gobierno violentó los límites de la democracia formal que en
otros momentos se jacta de promover– tuvo poca densidad orgánica y en buena
medida se acopló en torno a sentidos y consignas provenientes de núcleos
políticos que normalmente reconocemos como “derecha tradicional” –es decir, la
élite política racista y clasista cuyo discurso es distinto al del gobierno,
pese a que ambos actores políticos tienen un horizonte económico similar–.
Lo que generalmente en Bolivia reconocemos
como una constelación de organizaciones sociales en lucha con horizontes
políticos diversos, esta vez se presentó como una “sociedad civil” difusa, es
decir, como unas élites políticas productoras de un discurso democrático
conservador; unas clases medias ensimismadas, poco creativas y permeadas por
ese discurso; mientras que los sectores populares históricamente contestatarios
–aquellos que no están subordinados al MAS– aparecieron poco organizados y con
escasa o nula capacidad de poner sobre la mesa de debate un horizonte que
reivindique la autonomía política, la disputa por el excedente económico o
cuestione la relación mando-obediencia que se sostiene en principios clasistas
y/o racistas, como históricamente lo han hecho.
En otras palabras, existe una capacidad
visible y efectiva de movilización social, pero que se presenta confusa y sin
posibilidad de rebasar el discurso de oposición planteado por las élites
políticas tradicionales del país –que gira en torno a una idea vacía de
democracia formal–. Esta situación es resultado de dos hechos que se conjugan y
han sido parte componente de la construcción hegemónica del MAS durante la
última década. Por un lado, la expropiación de sentidos emancipatorios desde el
ámbito estatal: el partido de gobierno se presenta como el único sujeto
político con capacidad de conducir el “proceso de cambio”, que no es más que
una artimaña discursiva para legitimar un nuevo proyecto estatal dominante
revestido de ornamentos folclóricos que aluden a lo “popular”. Se ha
consolidado, así, un enorme proceso de despojo político abierto después de la
Masacre del Porvenir, conexo con la creciente tutela de cualquier sentido
político disidente o mínimamente crítico.
Por otro lado, desde hace ya varios años, se
ha impulsado una política de desarticulación inducida de las fuerzas sociales
contestatarias y de sus diversas formas organizativas autónomas que, por lo
general, se mostraron adversas al proyecto político y económico promovido por
el MAS. Esto sucedió a través de la subordinación de estas estructuras al
partido gobernante y/o a través de la intervención directa –y en algunos casos
violenta– de las organizaciones que no se sometieron y disciplinaron, como
sucedió con la CIDOB y el CONAMQ.
A efectos prácticos, lo anterior ha
significado un desdibujamiento de la capacidad organizativa y prefigurativa de
respuesta popular frente a la política estatal. Que a su vez logró aislar,
fragmentar y devaluar la lucha de diversos pueblos que, de manera
invisibilizada, resisten los embates directos de la política de despojo
promovida a través de los mega proyectos extractivistas, energéticos y de
comunicación, y que es en estas luchas donde subsisten con mayor fuerza
horizontes comunitario-populares que reivindican prerrogativas de decisión
autónoma para decidir sobre su vida y sus territorios.
Una estrategia eficaz del gobierno ha
consistido en producir un escenario de polarización entre oficialismo y
“derecha tradicional”, logrando con esto, por un lado, enmascarar la similar
alianza de clases que ambos sectores sostienen; así como invisibilizar los
horizontes comunitario-populares y las luchas en contra de estas alianzas y
planes que cuestionan el núcleo de la estructura dominante y procapitalista del
Estado Plurinacional, catalogándolas como horizontes y luchas “funcionales” o
“promovidas por la derecha”.
Es decir, esta polarización, que viene
operando como organizadora de la política boliviana en los últimos años,
produce una apariencia desde la cual se visibiliza como relevantes a dos
contrincantes que se enfrentan en el plano de lo estatal, mientras se encubre
al “contrincante principal”, que son todas aquellas organizaciones y luchas que
desde abajo, desde las formas organizativas no estatales y cotidianas,
impugnaron el orden neoliberal y ahora impugnan el modelo dominante del MAS.
Esta ausencia de sentidos que organicen
posibles cursos de acción de lucha popular en esta coyuntura derivó en lo que
considero dos posiciones poco fértiles –y que nuevamente nos arrinconan a la
artificiosa polarización política–: 1) “frente a la captura por parte de la
élite política tradicional racista de la movilización social, el mal menor es
el gobierno”; o 2) “no importa cómo, incluso si es a lado de la ‘derecha
tradicional’, el gobierno debe ser debilitado para hacer prevalecer la
‘democracia’ y el ‘Estado de Derecho’”. Esta aparente, frustrante y paralizante
dualidad se presenta, se promueve y se alimenta como el único horizonte posible
en la política
Boliviana. Nos enfrentamos, entonces, a un desafío
significativo: producir sentidos críticos más allá de los que emanan de los
núcleos de poder político.
Nos toca ser creativos en tiempos oscuros y
difíciles. Nos toca darnos a la tarea de producir, actualizar y revitalizar
sentidos críticos que no caigan en el lugar común de la frustración y
despolitización. Nos toca romper con la hegemonía del discurso dominante que
intenta dar forma y condicionar nuestro hacer político. Nos toca nombrar
claramente a la
dominación. Nos toca volver a construir, de a poco pero sin
pausa, una agenda política
emancipatoria que en adelante
nos permita posicionarnos de manera potente frente a lo que sucede. También nos
toca reconocer que no tenemos esa agenda en este momento, los pocos sentidos
claros de resistencia durante los últimos años se han nutrido fundamentalmente
de las luchas de pueblos indígenas frente a los proyectos de despojo, y si bien
esas luchas deben ser potenciadas y también debemos trabajar sobre ello, no
podemos poner sobre esos pueblos todo el peso de la historia, ni la
responsabilidad de la transformación hacia adelante.
Pero para producir y actualizar una agenda de
este tipo, que será resultado de un proceso histórico en el que se conjuguen la
práctica y las palabras, tenemos que comenzar por resignificar y reinterpretar
los códigos de lo que nos sucede, lo que nos amenaza y las dificultades a las
cuales nos enfrentamos; no podemos hacerlo sin más desde las mismas claves que
nos plantea la dominación.
Este proceso crítico y autocrítico pasa,
entonces, por cuestionar una serie de presupuestos que parecen de “sentido
común” o incuestionables, y más cuando esta realidad es interpretada desde
aquella estéril polarización que abordamos anteriormente. Sin aspiraciones
exhaustivas, a continuación reflexiono brevemente sobre algunas suposiciones
que considero importante cuestionar en el ánimo de producir nuevas claves para
una agenda política emancipatoria desde abajo.
·
“Izquierda” y “Derecha” nos dicen poco. Ambos son conceptos históricos
que en Bolivia tienen mucho arraigo y tradición. El ser de “izquierda”, por lo
menos entre 2000 y 2005, permitía identificar a sujetos políticos (personas,
organizaciones y partidos) que se asociaban en torno a horizontes populares,
algunos más comunitarios que otros, pero que claramente se confrontaban contra
el orden neoliberal establecido. Mientras, por otro lado, la etiqueta “derecha”
representaba el poder oligárquico, burgués y su élite política (principalmente
blanca). Es cierto que existían varios matices, pero estos conceptos permitían
identificar a los aliados –cercanos y lejanos– y a los enemigos de los que
luchaban desde abajo.
En el presente estos conceptos han perdido su
capacidad de organizar comprensivamente las determinantes del antagonismo
social, la muestra de ello es la excesiva adjetivación de los cuales son
objeto: “la derecha del MAS”, “la derecha tradicional”, “la derecha reciclada”,
“la derecha indígena”, “la izquierda oligárquica”, “la izquierda higiénica”,
“la izquierda infantil”, “la izquierda opositora”, “la izquierda estatal”, “la
izquierda popular”, etc. Los adjetivos parecen decir más que los sustantivos.
Quizá esto tenga que ver con la apropiación y auto-identificación de
“izquierda” de un gobierno que recurre a discursos centrados en lo popular pero
que promueve un proyecto que históricamente se reconoce como de “derecha”; y,
segundo, porque una parte importante de la “izquierda” siempre fue
anticomunitaria en su horizonte político estatal –en especial los partidos
comunistas más ortodoxos–.
En este contexto es fundamental darnos a la
tarea de repensar claves articuladoras frente a la dominación, para lo cual
considero que es de vital importancia que estas surjan de haceres compartidos y
no –por lo menos de manera primaria– de premisas ideológicas o nacionalistas–.
Reconocernos en común frente a la dominación por: trabajar la tierra, trabajar
en fábricas, construir proyectos centrados en garantizar la vida, producir
resistencias colectivas frente al estado, el capital, el patriarcado, etc.
Nuestro reconocimiento frente al otro como aliado o antagónico no debe depender
tanto de si se defiende más a un autor o a una idea teórica, sino a la calidad
y profundidad de relaciones y haceres que sostienen sentidos disidentes,
inconformes y de subversión.
·
El MAS es el menos… malo. Si hay algo que no pudo hacer el
neoliberalismo es lo que el MAS si logró durante esta década: quebrar la fuerza
popular que frenó el embate de ese modelo socioeconómico, abriendo la senda
para un impulso agresivo y sin precedentes del capitalismo en el país. En buena
medida esto fue posible gracias a una política sostenida en la prebenda y el
asistencialismo, política vigorosa durante varios años gracias a los recursos
generados por la exportación de materias primas a precios elevados, lo que,
junto al discurso de “izquierda”, permitió contener y desarticular la potencia
de lo popular no estatal.
Sin embargo, la frustración política y el
propio discurso del MAS nos plantea que el actual gobierno es “lo menos malo”
frente al posible retorno, con paso de parada, de una “derecha neoliberal”, es
decir, aquellos que están al otro lado de la polarización producida y recreada
por el mismo gobierno.
Frente a esta afirmación toca considerar dos
cosas: 1) la posibilidad del retorno de esta élite política tiene más que ver
con la desarticulación inducida desde el Estado que sufrieron las
organizaciones sociales que en otros tiempos impusieron límites al proyecto
dominante. En otras palabras, es el propio gobierno, su política cada vez más
autoritaria y su modelo económico y prebendal, el que abrió las puertas para un
retorno rimbombante de sujetos neoliberales que ya habían sufrido una muerte
política… no es la gente confundida o la sociedad en decadencia, como afirman
los gobernantes. 2) Así esa vieja élite política no retorne al gobierno y el
MAS se mantenga en el poder, los hechos del presente nos demuestran que el
horizonte estatal en manos del gobierno actual es cada vez más antipopular y
procapitalista, lo que nos permite observar una coincidencia de proyectos entre
las élites políticas supuestamente enfrentadas; el horizonte político no es
“mejor” ni “menos malo” así el MAS se sostenga en el poder.
En este sentido, considero que una agenda
desde abajo, disidente y popular –más que abordar una discusión escolástica
sobre si el MAS es el partido “menos malo”– debe concentrarse en desplegar
nuestra energía en torno al resguardo
de lo que tenemos, no se puede conceder más, debemos cuidar nuestras
fuerzas, cuidarnos colectivamente; cuidar nuestras fuentes de subsistencia y su
calidad, que no se precaricen más; cuidar nuestra relación con la naturaleza;
acuerparnos, producir decisión colectiva autónoma desde donde sea posible,
resistir y –como hemos venido diciendo– hacer el esfuerzo por cambiar las
claves de lucha a otras renovadas y potentes.
·
Miremos lo pequeño para pensar lo grande. En Bolivia se ha impuesto una deriva
“trucha” de la Real Politik
–que ya de por sí nos refiere y nos limita a la política estatal como
ámbito privilegiado para la toma de decisiones sobre asuntos públicos–. Sin
embargo, desde el cinismo patético y el manejo utilitario de los discursos de
izquierda, el gobierno boliviano hace muchos años que viene argumentando que
toda concesión a –y/o negociación con– los grupos dominantes del país, a la
expansión capitalista e, incluso, al enriquecimiento de sus burócratas de alto
rango, es parte de una necesidad estratégica coyuntural que se da en el marco
de “lo posible”, tachando cualquier crítica de “idealismo”, “izquierdismo
deslactosado” y una serie de apelativos –muy demandados por una “izquierda”
intelectual mediocre y, por lo general, muy paternalista– que nos plantean un posibilismo estatal ramplón y que no es otra cosa que la
justificación de una serie de políticas de despojo, prebendales, antipopulares
y procapitalistas que el gobierno trata de justificar como “fatalismo
histórico”.
Nuestra agenda debe, por lo menos al inicio,
concentrarse en la política
seria, es decir, en las formas de autogobierno y decisión colectiva que se
producen desde ámbitos cotidianos: gobiernos indígenas y originarios, juntas
barriales, sindicatos campesinos comunitarios, colectivos urbanos, cooperativas
de agua, etc. Si algo hay en Bolivia es una amplia y polimorfa experiencia y
capacidad de producir decisión colectiva no estatal, e históricamente ahí
reside la potencia transformadora del país. Se vienen (o se profundizarán)
tiempos difíciles y de lo que se trata no es tanto de volcar nuestras energías
para interpelar al Estado desde la democracia formal liberal –habrá que hacerlo
cuando sea necesario–, sino en (re)construir ámbitos autónomos y autogestivos
para reapropiarnos de la decisión y de la riqueza que está siendo despojada.
De ninguna manera digo que se debe dejar de
mirar la dominación a escala estatal, pero nuestra fuerza para enfrentarla –y
la historia nos lo confirma– no reside en los cánones políticos de la política
estatal, sino en nuestra capacidad de darnos forma política más allá del
Estado. Desde ahí sabemos, de manera efectiva y contundente, enfrentarlo,
cambiar gobiernos de ser necesario y posicionar horizontes de transformación
real.
Estos puntos hacen referencia, de manera
inacabada, a algunas cuestiones que considero importantes para comenzar a
repensar una agenda política desde abajo, desde lo popular, desde lo
comunitario, desde donde se vive la agresión del Estado y el capital, desde los
márgenes, desde el subsuelo, desde aquellos lugares que la cerrazón estatal
invisibilizó, reprimió, despreció y devaluó. Hay muchos temas más, desde la
centralidad que ahora ocupa la lucha de las mujeres, hasta la descolonización
de nuestra vida, pasando por las luchas socioambientales, son temas que tenemos
que ir tejiendo entre todxs. Los ensayos de respuesta que planteo no son, para
nada, un intento de zanjar discusiones, sino una búsqueda –compartida con otras
personas– de abrir debates contrarios a los que en este momento están en la
agenda política dominante.
Recuperemos la capacidad de nombrar lo que nos
pasa, compartamos palabras, reflexionemos, debatamos abierta y apasionadamente
–como se suele hacer en Bolivia– para significar nuestros horizontes de futuro
y desde ahí comencemos a hacer lo necesario; haceres que
seguramente –y ojalá sea así– sean múltiples, distintos e, incluso,
contradictorios por momentos; no busquemos la homogeneización y unidad (lo
“único”), sino, como diría Silvia Rivera Cusicanqui, empecemos por construir
los puentes para la articulación de lo diverso.
Fuente: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=240393
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