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16 de abril de 2019

I. Diferencias irreconciliables entre el progresismo y las izquierdas

García Linera y
el “pensamiento acrítico” latinoamericano
30 de noviembre de 2018

Por Eduardo Molina

Ideas de Izquierda


Entre el 19 y el 23 de noviembre tuvo lugar en Buenos Aires el encuentro de CLACSO (Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales) convocado como “Foro Mundial del Pensamiento Crítico”. Un pomposo nombre que dejó mucho que desear. No fue ni pretendió mostrar una alternativa anticapitalista y antiimperialista a la reunión del G20 con los jerarcas de las principales potencias del mundo, apenas, como dijo Cristina, “dialogar” desde el limitado “posneoliberalismo”, cuyo ejemplo ha sido el “ciclo progresista” latinoamericano de la década pasada. Tampoco, desde luego, reemplazó la necesidad de una verdadera movilización masiva para repudiar el evento de los mayores saqueadores, hambreadores, guerreristas y oscurantistas del mundo.
Las principales oradoras fueron las ex-presidentas Dilma Rousseff y Cristina Fernández de Kirchner. Por su parte, en una resonada intervención, el vicepresidente de Bolivia, Álvaro García Linera, expuso junto a Juan Carlos Monedero, de Podemos (Estado Español). La intervención de García Linera, apoyándose en que el “proceso de cambio” que encabeza junto a Evo Morales es visto todavía como un “modelo exitoso” tras la debacle de otros proyectos posneoliberales, propuso un balance sintético de lo que a su juicio son las fortalezas, debilidades y tareas del “progresismo” y la izquierda reformista en la etapa actual, apuntando a recomponer fuerzas, después del severo desgaste y derrotas políticas sufridas en los últimos años. Según Linera, la perspectiva del progresismo es “prepararse para volver a tomar el poder en el continente en los próximos años, reconociendo errores y virtudes”.
Álvaro en el país de las maravillas
Linera planteó que estamos ante "un neoliberalismo fallido de corto aliento y un mundo incierto”. Podemos coincidir en que el retorno de fuerzas abiertamente conservadoras al gobierno en Brasil, Argentina, Chile y otros países de la región no significan que estemos ante una consolidación a largo plazo, ni un nuevo ciclo de hegemonía neoliberal de largo aliento. Más bien, lo que estamos presenciando es que, en el marco de los avances políticos de la derecha, cuya más significativa y amenazante expresión es el encumbramiento de Bolsonaro en el Planalto, lo que hay es un cuadro de impasse a nivel regional, donde ni las perspectivas económicas son favorables a los planes capitalistas, ni la relación de fuerzas se ha dirimido de manera categórica. Una situación, además, donde se manifiestan tendencias a la “crisis orgánica” afectando a los gobiernos de derecha, como en Perú (donde cayó Kukzynski), en Brasil (donde partidos tradicionales como el PSDB o el MDB están fuertemente carcomidos), etc.
Lo que no existió en el análisis de Linera es que para ir hasta el final en su plan de ataques y entrega, la gran burguesía y el imperialismo necesitan transformar sus triunfos electorales en derrotas decisivas de la clase trabajadora y el pueblo pobre, lo cual plantea la perspectiva de grandes pruebas de fuerza entre las clases. La cuestión crucial es, entonces, cómo enfrentar éstas batallas, alentar y organizar la resistencia en los lugares de trabajo, de estudio, y en las calles, para desarrollar la movilización obrera y popular hasta derrotar a la derecha y sus planes, una movilización cuyo método no puede ser otro que el de la huelga general y la movilización revolucionaria de las masas, superando los límites de aquellos levantamientos populares que entre 2001 y 2005 dieron por tierra con los gobiernos neoliberales en Bolivia (Sánchez de Losada), Argentina (De la Rúa), derrotaron el golpe contra Chávez de 2002, etc., y cuyo programa ha de ser que los capitalistas paguen la crisis y no el pueblo trabajador.
En cambio, García Linera propone una estrategia electoral para el “operativo retorno”, postulando preparar el recambio progresista ante el eventual desgaste de los gobiernos conservadores, estrategia, que no busca derrotar las ofensivas privatistas, fondomentaristas y hambreadoras, sino que bajo la metáfora de “reconocer errores”, se muestra abierta a una mayor “moderación” (en similar sentido, Cristina se presentó como “herbívora”) y a ampliar los pactos y acuerdos con sectores patronales (como los que el MAS mantiene con empresarios y agroindustriales en Bolivia). Por eso quienes esperaban alguna mención a medidas para algún “giro a izquierda” tuvieron que quedarse con las ganas. De hecho, la línea de García Linera y Evo es de mayores concesiones a las trasnacionales y el empresariado, ante eventuales turbulencias económicas. Si bien no proponen de cara a las próximas elecciones en Bolivia acuerdos con sectores de la oposición derechista, confiando en retener el gobierno pese al desgaste de expectativas populares, todo aquel planteo es perfectamente compatible con la línea de “grandes acuerdos” con políticos patronales y de derecha, como en Brasil el entendimiento por parte del PT con todo tipo de golpistas neoliberales devenidos “democráticos” por el solo hecho de no ser directamente “bolsonaristas” o en Argentina, la búsqueda de un frente panperonista “antimacri”, con los gobernadores, Massa y los jerarcas de la CGT, o en la variante más directamente kirchnerista, presentado como un “frente social y político” para imponer un programa que no difiere en lo esencial.
Mejor no hablar de ciertas cosas
El cuadro de balance progresista que dibujó el vicepresidente de Evo Morales fue tranquilizador y autojustificatorio, una verdadera “catarsis” que no reconoce las razones de las bancarrotas “progresistas” y nacionalistas en la falta de transformaciones estructurales que afectaran la propiedad y el poder del capital y los terratenientes, sin lo cual es imposible garantizar el “vivir bien” para los trabajadores, los campesinos, los pueblos originarios.
Se trataba, en suma, de dar “esperanza” como dijo Monedero, y recrear ilusiones en el progresismo como alternativa de lo “posible” contra la derecha. Todo pareció discurrir como si los gobiernos posneoliberales no hubiesen tenido nada que ver con el avance de la derecha, como si no hubiesen acabado para la mayoría de los países de la región las condiciones económicas excepcionales fundaron aquel ciclo posneoliberal, como si sobre el mundo no se cerniese ni la sobra de la crisis, ni el creciente nacionalismo de las grandes potencias, ni la perspectiva de mayores convulsiones.
Tan es así, que Linera, asumiendo la tarea de “rearmar” un progresismo en crisis por la sucesión de derrotas, dividido en el apoyo o rechazo a sus representantes como el FSLN en Nicaragua o el chavismo en Venezuela, comprometido a una mayor “moderación” para hacerse potable para el gran capital, ni siquiera marcó la profundidad de la actual crisis política e ideológica de los nacionalistas y centroizquierdistas latinoamericanos, reflejada en los reiterados pedidos de “nuevas ideas” que suelen emitir sus referentes.
Lo cierto es que la amenaza a los pueblos latinoamericanos de ataques mayores que es necesario enfrentar y derrotar, no se traduce sólo en procesos como el de Brasil, donde el golpismo “institucional” llevó al gobierno de Temer y, cárcel y proscripción de Lula mediante, habilitó la elección del ultrarreaccionario Bolsonaro, o como Argentina, donde Macri avanza en un nuevo gran saqueo nacional supervisado por el FMI (y con el apoyo del PJ, los gobernadores y la burocracia sindical); también incluye los “ajustes progresistas”.
Pero por supuesto García Linera niega que el giro a derecha también lo expresen sus socios políticos. Por ejemplo: la brutal represión al servicio del ajuste propugnado por el FMI del gobierno sandinista en Nicaragua que causó más de 300 muertos; o la política económica antiobrera y antipopular de Nicolás Maduro en Venezuela para pagar la deuda externa manteniendo en la impunidad la colosal fuga de capitales, son las expresiones más agudas de un rumbo general donde los gobiernos autopropuestos como populares respondieron a las dificultades económicas de los últimos años amoldándose más a las exigencias del capital y de los acreedores externos, endureciéndose ante las demandas obreras y populares e incrementando sus gestos autoritarios y represivos. Así, Dilma Roussef practicó una política de ajuste que le preparó el terreno al avance de la derecha; el kirchnerismo pensó en un Scioli para que hiciera las tareas sucias del ajuste, un poco a la manera de Lenin Moreno, designado por Rafael Correa como sucesor pero que apenas electo, le dio un portazo en la cara, pactando con la derecha empresarial en Ecuador; el Frente Amplio uruguayo se subordina al operativo de “seguridad” imperialista para el G20, etc.
Por otra parte, un éxito, como el de López Obrador en México se da desde el comienzo mucho más condicionado y subordinado dentro del TLC a los acuerdos con Estados Unidos, a las exigencias del gran empresariado mexicano, al plan del Ejército en la criminal “guerra contra el narcotráfico” que causó decenas de miles de muertos en el país, en medio de una escandalosa impunidad para las fuerzas estatales comprometidas en ella. Y en Colombia, la nueva esperanza progresista encarnada por Gustavo Petro ya se muestra “moderada” desde la oposición parlamentaria al gobierno derechista de Duque, en lugar de ponerse al servicio de la movilización de los trabajadores, los universitarios, y los campesinos, para derrotar sus planes de ajuste.
Un relato apologético que no cierra
García Linera prefirió no tocar ninguno de estos temas escabrosos, que no pueden ocultarse en un balance de las gestiones “posneoliberales”, para reiterar los consabidos puntos a favor de esa etapa de concesiones y reformas parciales, un momento por cierto ya distante y que el propio García Linera había cerrado hace algunos años como la “etapa heroica” que ahora debía ceder el paso a la buena gestión y moderación. Así reivindicó, entre algunas otras cuestiones:
Haber reducido la pobreza. Hubo una relativa mejora, respecto a los años ‘90, gracias a la buena coyuntura de altos precios de las materias primas, que permitió financiar políticas sociales para paliar las situaciones más escandalosas pero no alteraron en lo esencial la situación estructural de pobreza y miseria que aqueja a cientos de millones de latinoamericanos. Tampoco, como muestra bien el caso de Bolivia, hubo reforma agraria para satisfacer la necesidad de tierra de los campesinos y pueblos originarios, que no la tienen o poseen tierras agotadas, ni se terminó con la precarización laboral y los bajos salarios que sufre la gran mayoría de la clase trabajadora urbana. No hubo en verdad “redistribución de la riqueza”, más bien, el empresariado, los terratenientes, los bancos, continuaron acumulando poder, beneficiados por muchas de las políticas “progresistas”, que fueron base para que empujaran con todas sus fuerzas el retorno de la derecha al gobierno.
Haber democratizado, incluyendo iniciativas de democracia participativa . Pero aún en los casos más a izquierda, donde se adoptaron nuevas constituciones, dando lugar a la República Bolivariana de Venezuela o al Estado Plurinacional de Bolivia, se mantuvo lo esencial de las repúblicas burguesas: la defensa de la propiedad privada capitalista y la separación del pueblo respecto a las decisiones políticas y su ejecución, mediante las normas de la democracia representativa de tradición liberal, adobadas, eso sí, con los mecanismos que le permiten al poder ejecutivo asumir un rol de arbitraje presidencialista (encarnado en las figuras de Chávez o de Evo) y justificar el rumbo bonapartista actual. La supuesta “democracia participativa” basada en los plebiscitos quedó deslucida por completo al perder el último referéndum, revisado con ayuda del Tribunal constitucional, para forzar la nueva reelección. Estos elementos, acompañados por la represión hacia demandas y luchas que les resultaran incómodas, facilitó enormemente la demagogia democratista con que se envuelven las fuerzas de derecha en estos países.
“Integración continental”. Pero ni el ALBA ni la UNASUR o la CELAC llegaron muy lejos, basadas en el compromiso con gobiernos reaccionarios, sin romper siquiera con la OEA, ni enfrentaron consecuentemente los golpes en Honduras y Brasil, no fueron más allá de algunos acuerdos comerciales, ni impidieron la presencia militar yanqui en Colombia y otros países, fueron un “cuchillo sin hoja ni filo” a la hora de enfrentar al imperialismo con quien aspiraban a negociar, no a enfrentarlo. 
Apoyar las demandas de la mujer. Esta fue una de las menciones más sorprendentes, ya que el gobierno que García Linera integra se ha distinguido por el conservadurismo ante la cuestión de género, incluyendo los frecuentes chistes machistas y homofóbicos de Evo y de otros miembros el MAS. García Linera dijo que las mujeres “no necesitan guía”, para desentenderse de las responsabilidades como gobierno y como Estado, en un país de crudo machismo, e hizo tal afirmación en el mismo encuentro donde Cristina llamó a diluir la diferencia entre los pañuelos celestes clericales y la “marea verde” que exige con más fuerza que nunca el derecho al aborto, un clamor no escuchado por el kirchnerismo en sus 12 años de gobierno.
García Linera señaló, a su vez, tres “debilidades” de los gobiernos progresistas a superar:
Asegurar un crecimiento económico sostenido y la satisfacción de necesidades económicas crecientes de la población. Pero esto es pura retórica, imposible sin afectar la propiedad y la ganancia de los ricos, grandes empresarios y terratenientes, pagando las usurarias deudas externas, con el Estado como un simple “regulador” que respeta los “derechos del capital”, y se amolda más todavía a ellos ante las crisis. No hay cómo enfrentar la crisis y las políticas de ajuste, sin un programa para que la crisis la paguen los capitalistas, que incluya, entre otras medidas, el no pago de la deuda externa y la ruptura con el FMI.
Transformar el “sentido común” conservador, que se habría “resquebrajado” a comienzos de siglo, permitiendo el acceso al gobierno de fuerzas progresistas, pero hoy volvería a consolidarse, llevando a la paradoja, según Linera, de que muchos que salieron de la pobreza gracias a estos gobiernos, hoy voten contra ellos. Posiblemente, la más cínica afirmación progresista sea que la culpa es del pueblo, que no supo comprender sus buenas intenciones. Pero fueron los gobiernos progresistas los que desmovilizaron a los trabajadores y a los “movimientos sociales”, burocratizando a sus direcciones o pactando con las burocracias sindicales ya existentes. En más de una década, por ejemplo en Bolivia, embellecieron al “empresariado productivo”, a los nuevos “emprendedores plebeyos” y la “asociación” con el capital extranjero. ¿No fue el propio García Linera el que habló de un “capitalismo andino-amazónico”? O sea impulsar la iniciativa individual de los “emprendedores plebeyos”, mientras su práctica gubernamental desacreditaba las ideas de socialismo, de comunidad, de antiimperialismo, de “descolonización”, reducidas a procedimientos discursivos sin contenido real. Hace mucho que los gobiernos “populares” dejaron atrás la tibia etapa de las concesiones, y comenzaron a erosionar las condiciones de vida, de salud, educación, transporte, vivienda, de amplios sectores populares. No respondieron a las expectativas de las luchas populares que derribaron a los gobiernos neoliberales como Sánchez de Losada o De la Rúa, y no encararon transformaciones estructurales. La gestión progresista preparó el terreno para que la derecha recuperara base social no sólo entre sectores medios privilegiados −”consumistas”−, sino incluso arrastrando sectores populares descontentos.
Pensar un crecimiento económico que no sea a la vez un “decrecimiento ecológico”, cuestión que Linera, deja planteada a futuro, para que una “segunda oleada” progresista proponga un “socialismo ecológico”. Y hace bien en dejarlo a futuro, puesto que no piensa cambiar en nada la política mantenida por su gobierno, pese a las repetidas protestas campesinas e indígenas ante el más crudo extractivismo minero, petrolero y forestal, manifestado en la entrega a las trasnacionales de los recursos minerales (incluido el litio), la expansión de las petroleras (Petrobras, REPSOL, etc.) y los avances sobre reservas naturales defendidas por las comunidades originarias que las habitan, como el caso del TIPNIS. Todo esto, mal disimulado por las frases sobre la “defensa de la pachamama” a que es afecto Evo. Bolivia no es una excepción, desde Nicaragua a Venezuela, desde Ecuador a Argentina o Brasil, en la década progresista la expansión de las transnacionales mineras, petroleras y otras y del agrobusiness sojero, ganadero, etc., depredando el ambiente y los recursos naturales, a costa de la economía campesina y la salud popular ha avanzado no menos que bajo los gobiernos neoliberales como en Perú, Paraguay y otros, pese a innumerables luchas de resistencia, frecuentemente objeto de la represión “progresista”.
El desgastado cuento de humanizar el capitalismo
Es interesante anotar que en García Linera se trate de una cuestión de “relatos”, no de fuerzas sociales materiales, incluso, habla de la capacidad o no del neoliberalismo de “ilusionar”, etc., como si se tratara sólo de operaciones discursivas. Así, piensa en reconstruir hegemonía imaginando nuevos discursos, pero no fuerzas de clase ni programas de acción para las mismas, como si la competencia con el neoliberalismo fuera de capacidad de convencimiento y no de lucha material, de clases y en la calle. Esta mirada de “batalla cultural” es funcional a un programa que parte del respeto sagrado a los intereses del capital en una situación cada vez más crítica.
El rumbo para volver al gobierno se basaría en consolidarse como la alternativa electoral al previsible desprestigio de las fuerzas de derecha, una vez apliquen planes de ajuste y represión más duros. En Argentina, significa “esperar a 2019” y ni siquiera plantear la ruptura del pacto con el FMI de Macri y los gobernadores. En Brasil, refugiarse en la oposición parlamentaria hasta futuras elecciones. En Bolivia, se trata de poner el aparato del Estado al servicio de la re-reelección, preparándose para una gestión aún más “eficiente”.
Pero García Linera no llama −ni podría hacerlo− a preparar la movilización obrera y popular para derrotar a los Macri, a los Bolsonaro, etc., y para expulsar al imperialismo que los apaña. Eso sería ir en contra de la “gobernabilidad”, “desestabilizar” y por supuesto, alterar la marcha de su propio gobierno. Cuando habla de combinar la “mayoría gubernamental” con la “mayoría en las calles”, no se trata de otra cosa que de mantener el control del movimiento obrero y popular al servicio del “operativo retorno”, siendo todo lo moderado y “responsable” que se necesite para ser más “potables” para la burguesía y el imperialismo y, en suma, reeditando el papel pacificador, de desmovilización y contención ya cumplido ante los levantamientos populares de 2001-2005.
Contra lo que pregona García Linera, el único rumbo realista, si se quiere enfrentar seriamente el “retorno conservador” es impulsar la movilización obrera y popular para derrotar a los gobiernos de la derecha y sus planes apañados por el imperialismo. Y esto requiere una perspectiva anticapitalista y antiimperialista consecuente, ajena por completo a los proyectos nacionalistas y de centroizquierda que demostraron ya, en largos años de gobierno, su impotencia y estrechez, tienen poco o nada nuevo que ofrecer a los trabajadores, las mujeres, la juventud, que realmente quiere derrotar a la derecha y transformar el actual estado de cosas. Hace falta un programa para que la crisis, la paguen los capitalistas y una estrategia de movilización para vencer, con independencia de clase frente a las fuerzas políticas propatronales. Para luchar por esta perspectiva, hace falta construir una gran izquierda de los trabajadores y socialista. Al poder capitalista no se le puede “humanizar” ni moderar desde la gestión de un Estado que responde en cuerpo y alma al capital. La única perspectiva de transformación real es un poder obrero y popular. Ese es el horizonte que defendemos los socialistas revolucionarios.


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